Una fría mañana de un
domingo de invierno. Una casa en los límites del valle de Alcudia. Y un grupo
de viejos amigos que celebran un cumpleaños: tiempo, marco y excusa perfectos
para pasar unas horas de agradable reunión.
Dedicado a Antonio, gracias a quien el Viajero volvió a descubrir el valle de Alcudia.
Los más madrugadores llegaron sobre las once y media de la
mañana. Un tibio rayo de sol se filtraba entre unos nubarrones negros que no
presagiaban nada bueno. El parte meteorológico había anunciado una caída brutal
de las temperaturas a partir de ese día. Ya la noche había sido heladora: el
Viajero había pasado algo de frío en la casa y no se había atrevido a asomar la
cabeza, oculta bajo el embozo, hasta que Antonio hubo encendido la chimenea. Se
despabiló por completo cuando sintió en el rostro el agua del lavabo cuya
temperatura estaba cerca de los cero grados –o al menos eso le pareció a él-. Y
ya en el salón, oyendo otra vez el crepitar de las llamas que habían acompañado
su sueño, se reconfortó con el calor agradable que desprendían los troncos de encina
ardiendo en el hogar mientras desayunaba.
Los recién
llegados, que conocían bien el valle, pero no en concreto esa finca situada
justo en su solana, venían con ganas de caminar y dispuestos a realizar una
ruta previa a devorar el aperitivo.
“Así hacemos hambre”, animaba Carlos al resto con una sonrisa de oreja a oreja.
No hacía falta alentar mucho a los intrépidos caminantes que, por otro lado, se
habían preparado bien para la ocasión: Ana y Clara no estaban dispuestas a
pasar frío e iban muy abrigadas, aunque luego, a medida que iniciaran la
ascensión a la ladera, les irían sobrando muchas prendas. Y Tony quería
demostrar que habían servido para algo las muchas horas de spinning en el gimnasio…
La ruta
comenzaba a pocos pasos de la casa: se trataba de un amplio camino abierto en
la propiedad con varios fines: servir de acceso a la zona superior de la misma,
hacer las labores de cortafuegos en caso de incendio, y facilitar la
distribución de los monteros en los días de cacería. Por allí enderezaron los
senderistas, pasando antes por una veredilla que acortaba la distancia al mismo
y que Antonio contó que su padre llamaba “la senda del ahorro”. Los primeros
metros eran llanos y cómodos. El cielo se iba cerrando cada vez más y unas
nubes bajas se había apoderado de las zonas altas de la sierra. El sol
desapareció, pero la visibilidad todavía era buena y a medida que iniciaron la
ascensión pudieron divisar a lo lejos, entre brumas, las estribaciones de
Sierra Morena al suroeste, los altos picachos de Sierra Madrona, al sureste;
también la cercana población de Cabezarrubias del Puerto y olivos, muchos
olivos, que ocupaban la llanura que se abría a los pies de la pendiente en que
estaban. Las jaras pringosas colonizaban gran parte de los terrenos cercanos e
incluso estaban ocupando amplias zonas de la vía; pensó el Viajero en la
belleza del paraje en los venideros días primaverales cuando el blanco de sus
flores eclosionaría. El fruto rojo de los lentiscos daba una nota de color al
panorama, como si el campo también quisiera vestirse de navidad aquel 28 de
noviembre, festividad de los Santos Inocentes. Algún que otro quejigo y las
sempiternas encinas parecían animar a los paseantes cuyas respiraciones se
entrecortaban a medida que la ascensión se iba haciendo más dura.
La desilusión llegó cuando coronaron la parte
más alta, donde recuperaron el resuello. El Viajero, que ya había transitado
por el lugar, les venía alabando la maravillosa vista que se alcanzaba desde
arriba. Pero una intensa niebla se había apoderado de la cumbre y los ojos no
llegaban a contemplar nada más allá de dos metros de distancia. “Habrá que
volver”, fue el pensamiento general de todos cuando pasaron delante de una
trocha que llevaba a un roquedal, mirador natural que ponía ante la vista del
caminante, y a sus pies, toda la extensión del valle de Alcudia. Al iniciar el
descenso, siguiendo el camino circular que conducía otra vez a la casa, la
niebla desapareció. Una pradera de intenso verde, de ese verde que solo se ve
en el valle en invierno y primavera y que desaparece como por arte de magia
cuando va a entrar el verano, los invitó a detenerse. Pero una llamada les
advirtió de que el resto del grupo ya estaba en la casa y aceleraron la bajada.
En una de
las rectas de la calzada ya próxima a la vivienda se toparon con un vehículo
todoterreno. “Buenos días, Agapito”. Se trataba de un personaje muy conocido en
todo el valle: toda su vida consagrada a la caza, como él mismo reconocía con
orgullo. Ahora, a sus más de ochenta años, se dedicaba a organizar y arrendar
monterías en las quintas de Alcudia. Estaba preparando la próxima que se haría
en La Solana del Colmenar, y había salido esa mañana a “tocar la flauta” de los
cochinos jabalíes; esto es, a dejar a las bestias comida adicional con la que
atraerlas a ciertos puntos estratégicos y acostumbrarlas a bajar a los mismos
haciéndose visibles de este modo a los ojos de los cazadores. Nos previno para
que no saliéramos del camino principal, que la cacería ya estaba próxima y no
era cuestión de que espantáramos a los animales. Cuando nos empezaba a contar
que su vida había sido recogida en un libro, y que por esos montes había
trotado en su juventud con los maquis, Antonio lo interrumpió con la excusa de
que nos estaban esperando. Unos buitres que sobrevolaban bajo, contemplaban
entretenidos la escena.
Bajo un sol
espléndido, y una hierba recién cortada que semejaba el césped más cuidado, en
el exterior de la vivienda y jugando con mucha energía ya estaban los más
pequeños: Fernando hijo, Javier, Marcos y la delicada Ángela. Recibieron a los
excursionistas con gran alborozo. Abrazos, besos, fotos… Fernando padre, gran
conocedor de la zona porque su familia tenía una finca cercana al lugar en que
se encontraban, explicó a los demás la situación de su propiedad, utilizando
como referencia la torre abandonada de una antigua fábrica que se dibujaba en
el horizonte. Entraron y se dispusieron a preparar el susodicho aperitivo que
precedería a la paella que Antonio prepararía al amor de la lumbre. La reunión
se completó con Graci, Marta –la artista del violín- y Vicente, que se había
levantado no hacía mucho porque había trabajado toda la noche.
No faltaron
pinches de cocina para la elaboración de la paella. Carlos –alma mater de la preparación de los piscolabis
del grupo e insuperable cortador de buen jamón- y Leo se pusieron rápidamente a
limpiar los mejillones, las dos Anas –Olmo y Sillero- y Graci se encargaron de
las gambas, gambones, los calamares y el solomillo, Tony ralló los tomates… En
fin todos se pusieron al mando del gran chef que maniobraba entretanto
preparando el fuego. Cuando este estuvo listo, y con la inestimable ayuda de
Tony, que se sentó a su lado, animándolo y aconsejándolo en todo momento, el
cocinero preparó en un periquete el guiso para diecisiete personas.
Huelga decir
que la comida resultó un éxito. La paella estaba exquisita; había comido otras
el Viajero de este guisandero, pero esa le pareció la mejor. Unos cuantos
granos de arroz quedaron en la paellera. Como Antonio nació el 28 de diciembre
de hacía ya unos cuantos años, a los postres se le tributó el merecido
homenaje. Café, la tarta que regaló Marcos porque al día siguiente era su
cumpleaños –“¡A ver si mañana no me vas a llamar…!”- regalos, y alguna que otra
copichuela, los llevaron hasta una hora avanzada de la tarde. Fue también el
momento de recordar al resto de los amigos que no habían podido acompañarlos
esa jornada. Como había quedado un día estupendo, y después de despedirse de
los madrileños que tenían por delante varias horas de viaje, el resto de los
satisfechos comensales decidieron dar otro paseo.
Esta vez la
ruta elegida fue un sendero que conducía al mismo mirador que algunos habían
visitado por la mañana, de subida más rápida, pero algo más dificultosa. Muchos
decidieron regresar a la mitad del camino, cuando llegaron a una pedriza que
rompía la manta de verdor que refulgía al sol. Otros, los mismos osados de la
mañana, amén de Marcos –el niño de los ojos más vivos que el Viajero hubiera
conocido nunca-, que sustituía a Clara, que había decidido cambiar la caminata
por la lectura, siguieron la ascensión. La senda serpenteaba entre jarales y
encinas cubiertas de musgo, en las zonas donde menos entraba la luz. En un
pequeño llano se encontraron con un bosquete de enebros de finos troncos. Marcos,
Carlos y Ana, que quedaron un poco rezagados, tuvieron la suerte de divisar
cuatro venados que triscaban entre la maleza. No era raro que los hubieran
visto, porque todo el camino fueron topándose con excrementos recientes de
ciervos. En una cuevecilla,
Ya otra vez en la casa, al calor del hogar que sentó muy bien a los caminantes, se reencontraron con los otros de la panda. Después de dar buena cuenta de unas chuletillas de cordero lechal que desaparecieron de la fuente casi antes de poder hacerles una foto, llegó el momento de volver cada uno a su lugar. Por las caras de satisfacción que se vieron en la despedida y por los mensajes telefónicos que esa misma noche se enviaron, el Viajero tuvo la certeza de que en la mente de todos anidaba un pensamiento: ¡Qué bien se está cuando se está con buenos amigos!
Fotos del autor,