Mucha historia ha
visto la colina de la Sabika desde que en el siglo XI se levantaran allí las
primeras edificaciones. Y mucha historia ha visto su palacio rojo desde que
pensara en su construcción el nazarí Al-Ahmar. Los primeros días del verano
traen a sus bosques y a sus muros el
deleite de otro sentido: el del oído. Las notas del Festival de Música y Danza
granadino salen del palacio de Carlos V, símbolo del poder de un emperador,
para inundar, vadeando el Darro, las calles blancas de la colina del Albaicín
que mira a su eterna rival con envidia.
Había decidido subir hasta el palacio de Carlos V en
autobús. La tarde de ese domingo era muy calurosa y, después de un largo y
fatigoso viaje, no se atrevió a castigarse con un ascenso nada fácil bajo el
sol que conocía bien. Pasó junto al monumento a Isabel la Católica, en perenne
actitud de conceder a Colón todo lo necesario para su viaje, obra de Benlliure,
y evitando mirar a su derecha para no ver el horrendo edificio que le servía de
telón de fondo, se dispuso a esperar su transporte en el nacimiento de la calle
Pavaneras.
Esa misma mañana llegó a Granada. Habían pasado dos años
desde la última vez. Pero desde la ventanilla del vagón vio que, como siempre,
seguía vigilando a la ciudad la mole rojiza de Sierra Nevada, esa vez sin
rastro de nieve; vio también la silueta recortada en el azul de la torre de la
catedral y el monasterio de San Jerónimo que, con orgullo, da la espalda enseñando
su espectacular ábside a la calle del Gran Capitán, enfadado quizás porque ese
tramo de vía pública no lleve su nombre. Granada seguía allí, como siempre. Y
el Viajero se alegró de no ser ciego, como aquel que en la copla era digno de
compasión y de recibir limosna porque no se podía vivir un infortunio mayor que
el de no poder disfrutar de los encantos de la ciudad del Darro y el Genil. Él
sí podría llenar sus pupilas con las imágenes del lugar por el que Boabdil
derramó sus lágrimas.
El vehículo dejó
atrás Pavaneras, con sus palacios nobles, y enderezó por Molinos. Por una
bocacalle avistó el trotamundos el cuadrilátero imperfecto del Campo del
Príncipe y pensó que había llovido mucho desde la última vez que se sentó allí
con calma. Remontando la empinada cuesta del Caldero, sus ojos se perdieron en la amplia extensión
de la ciudad nueva que se había adueñado de la vega del Genil. La mole anaranjada
del hotel Alhambra Palace, interrumpió su contemplación y anunció la entrada en
el bosque de la Alhambra. Poco tiempo
después, ya a pie, cubrió los escasos
metros que separan la torre de las Cabezas de la puerta de la Justicia de la
muralla de la Alhambra y se encontró frente a la fachada almohadillada del
palacio de Carlos V. Siempre le había causado algo de desasosiego y malestar el
edificio de Machuca; sabía que hubo que destruir todo un pabellón del palacio
nazarí, frontero a la torre de Comares, para levantarlo. Era para él como un
intruso fuera de lugar que se había hecho señor de un mundo que no le pertenecía.
Pero era también consciente de que su construcción había sido un seguro de vida
para la conservación del resto del conjunto; y muchas veces había imaginado la
emoción que sintiera el emperador al contemplar tanta belleza reunida en tan
poco espacio. Se acercó al mirador que se abre al Albaicín y se detuvo largo
rato a admirar las luciérnagas titilantes de sus farolas entre los cipreses, el
blanco de sus cármenes que empezaba a difuminarse en los últimos minutos de luz,
la animación perpetua que se vivía en las recoletas plazas, las piedras ocres
del Salvador… La línea rojiza con la que el ocaso enmarcaba el conjunto se desleía
en los cerros que cerraban el panorama. ¿Habría una visión más bella?
Quizás la que estaban contemplando en
ese mismo instante los afortunados que, delante de la iglesita de San Nicolás,
veían caer la tarde sobre los muros rojos de la Alhambra.
El anuncio de inicio del concierto lo sacó de sus
ensoñaciones. El patio circular del Carlos V, una de las salas de concierto con
mejor acústica según muchos intérpretes y directores, iba a llenarse de los
acordes compuestos por tres músicos mediterráneos: Ravel, Falla y Respighi. Un
programa muy bello y con algo en común: músicas impresionistas y evocadoras de
ambientes, lugares y épocas. La velada comenzó con el universo infantil
sugerido por la bella obra Mi madre la
Oca, orquestación hecha por Ravel de su obra original para piano a cuatro
manos; la Bella Durmiente, Pulgarcito o la emperatriz de las Pagodas
convirtieron el recinto de columnas dóricas y jónicas en un remedo del jardín
feérico con que se cierra la pieza. Luego el Viajero, al igual que el público
que lo acompañaba, vibró con las alegres notas de La Valse raveliana y se trasladó a la Viena imperial. Y se
emocionó, como solía, con la jota final de la segunda suite de El sombrero de tres picos; no podía
faltar esa noche la música de Falla, el gaditano que se hizo granadino de
adopción, y que vivió muy cerca de donde estaban sonando ahora sus melodías. La
segunda parte fue un paseo por la ciudad eterna; sus fuentes y sus pinos. Los
dos poemas sinfónicos de Respighi, de ineludible colorido musical, llevaron a
los presentes a revivir los sentimientos que distintos lugares de Roma hacen
aflorar en el alma sensible que los recorre.
La Royal Philarmonic Orchestra, dirigida por el suizo Charles
Dutoit, supo transmitir la delicadeza y
la fuerza de esta música. Una luna lorquiana, a punto de llenarse, se asomó por
los tejadillos del palacio atraída por
tan bellos sones.
Todavía con las imágenes de los pinos de la Vía Apia en su
imaginación, atravesó el Viajero la puerta de la Justicia. Oyó ahora otros
cantares: los del agua cayendo en el pilar de Carlos V, y se sumergió en otro
bosque en el que no solo encontró pinos, sino magnolios, cipreses, almeces,
avellanos, plátanos, castaños de indias, arces… y el omnipresente arrayán. Lo
que se siente en este descenso nocturno–que siempre ha recomendado el paseante
a quien bien quiere- por el camino escoltado
por las acequias que no cesan de repetir su sempiterna melodía, es algo
inefable. En la puerta de las Granadas, recién restaurada, inició el descenso
por la cuesta de Gomérez, felizmente recuperada para el caminar tranquilo. Y ya
en Plaza Nueva, y como la noche invitaba al paseo, decidió acercarse por la
Carrera del Darro –pocas calles más bellas han contemplado sus ojos- hasta el
paseo de los Tristes. No quería concluir su primera noche granadina sin
despedirse del palacio rojo, pero ahora desde la otra orilla del Darro. La
torre de la Vela le hizo un guiño desde su altura; en el Peinador de la Reina
creyó ver una sombra furtiva. Perdió la noción del tiempo. La luna seguía allí.
Fuente foto: www.wikipedia.org
No se me ocurre mejor marco para escuchar a falla. ¡¡Bravo por ti que lo has podido disfrutar... muchas gracias por hacernos participes. B7s.
ResponderEliminarGracias a ti, como siempre, anónima Mónica, jeje, por estar tan pendiente de las cosillas que voy colgando aquí. Un beso.
ResponderEliminarGracias a ti Loren, un placer.
ResponderEliminarMenudo fallo, con lo que me gusta Falla y lo minusculizo..jejeje.
Magistral relato, y es que el lugar y la obra musical parecen mucho mas grandiosos después de leerte. Un saludo de Faustino: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/
ResponderEliminarMagistral relato, y es que el lugar y la obra musical parecen mucho mas grandiosos después de leerte. Un saludo de Faustino: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/
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