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viernes, 13 de julio de 2012

La villa de los siete sietes


El Viajero llegó, casi por casualidad, a Olmedo para asistir al “sí quiero” de unos buenos amigos. Pero no va a dejar el pueblo sin dar su acostumbrado y siempre curioso paseo cultural. Acompañémoslo. 

A mis amigos  Eva y Agus,  que tuvieron el acierto de elegir este  lugar tan singular para comenzar una nueva etapa en sus vidas.


“Siete iglesias y siete conventos, siete plazas y siete fuentes, siete entradas a través de sus siete arcos y siete pueblos dentro de su alfoz con sus siete casas de realengo”. Esta frase que sus amigos colocaron en la original y bella invitación de boda que recibió, llamó poderosamente la atención del Viajero y despertó su curiosidad. Conocía Olmedo como topónimo literario, escenario de uno de los dramas del Fénix de los Ingenios -“Que de noche lo mataron al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo”-, pero desconocía el lugar real. Por eso, antes de emprender viaje, se documentó latamente. Con la información en sus alforjas, salió temprano hacia el pueblo vallisoletano abundante en olmos, aunque la ceremonia a la que tenía que asistir se celebraría por la noche.
Comenzó su recorrido en el lugar donde confluían casi todas las arterias principales de la población: la plaza Mayor. Allí destacaban dos edificios de interés: la casa de la Villa, con una fachada con arcadas del siglo XVII, que fue ayuntamiento hasta hace muy poco, y el palacio que albergó en otros tiempos la Chancillería, con su empinada torre del reloj;  hoy sala de exposiciones y biblioteca pública. A escasos metros, en otra de las siete plazas de Olmedo, se topó con el antiguo convento de Nuestra Señora de la Merced, la actual casa consistorial; también centro de artes escénicas. Y es que en este pueblo vallisoletano se celebra anualmente un importante festival de teatro clásico. Llamó la atención del visitante su patio de ladrillo, como la mayoría de los edificios que estaba encontrando en su paseo, y con galerías de arcos  de medio punto, la superior acristalada. Enfrente de este histórico ayuntamiento y teatro, contempló la fachada de la iglesia gótico mudéjar de Santa María del Castillo, que aún conservaba una portada románica del siglo XII.
Encaminó a continuación sus pasos hacia la plaza de San Julián. Ocupando el centro de la misma -¿cómo no?- se alzaba el monumento de líneas un tanto modernas al caballero de Olmedo, y detrás de él, la que hubiera sido su casa de haber realmente existido. En una casona del siglo XVII se había instalado un centro de interpretación de su historia, un viaje en el tiempo hasta esas épocas, que se había bautizado con el nombre de Palacio del Caballero. En una esquina de la plaza descubrió un enclave singular: una posada a la vieja usanza, la Gran Posada la Mesnada, con un gran patio porticado y un hermoso jardín, ahora, con los fríos de finales del otoño, bastante desmejorado. Allí repuso el caminante fuerzas para seguir la ruta con un café bien caliente, que estaba el día “para no andar por la calle”, como le sugirió la señora que lo atendió amablemente.
Pero sin arredrarse por el intenso frío, enderezó después por la calle de San Miguel y llegó hasta el arco del mismo nombre unido a un amplio lienzo que aún se conservaba de las murallas. Eran restos de la época gloriosa de Olmedo, de cuando las coplas la llamaban “la villa de los siete sietes”. Al lado, la iglesia de San Miguel, el mejor ejemplo del mudéjar de este pueblo, que encerraba un sepulcro en cuya fábrica observó el paseante la mezcla, tan común en los tiempos medievales castellanos, de las culturas cristiana, árabe y judía. Descendiendo de nuevo por San Miguel, y girando en la travesía de las Cuatro Calles, admiró la bella estructura del ábside de la iglesia de San Andrés, hoy en ruinas, pero restaurada para funcionar como auditorio al aire libre, en el que también se representan obras de arte dramático. En la cercana plaza de San Juan, donde se encontraba la ermita de la misma advocación, y junto a un suntuoso palacio, otrora casa parroquial, descansó unos instantes el Viajero, admirando algo que siempre le había fascinado: las enormes puertas de madera de las casas de labor que rodeaban el  cuadrilátero.
Algo agotado ya, decide desandar lo andado y regresar a la plaza Mayor en la que inició su recorrido. Ha llegado la hora de recuperar fuerzas en alguno de los figones que allí se encuentran.  Además, ¡no era cuestión de despearse! Debe descansar para estar listo para el ajetreo de la boda vespertina. Seguro que no se iría a dormir pronto esa noche. Cuando regresaba a su hotel, agradeció en su fuero interno a sus amigos el haberle dado la oportunidad de descubrir ese enclave castellano. Sabía el Viajero que dejaría  Olmedo sin haber visto muchos de los edificios emblemáticos que había en la villa. Pero no dudaba de que algún día regresaría.

Fuente imagen: http://www.pueblos-espana.org