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jueves, 8 de diciembre de 2011

Estas navidades y las otras


Ahora que la navidad actual amenaza con llegar e instalarse entre nosotros durante más de mes y medio, me acuerdo de las navidades de antaño.


Sales temprano a la calle. Hace mucho frío. Percibes una actividad inusual: toda una troupe de operarios se esfuerzan, con escaleras y grúas, por colocar en los árboles recién podados, unas largas guirnaldas de bombillas. Llegas a la plaza Mayor, y allí observas que las balconadas lucen largas cabelleras de tiras luminosas, aún apagadas, pero preparadas ya para deslumbrar en las noches de finales del otoño. Aceleras el paso, has salido un poco tarde de casa, pero la prisa no te impide percatarte de que unas enormes figuras geométricas un tanto surrealistas, atraviesan, a modo de adorno, las calles del centro de lado a lado. Entras en tu centro de trabajo. Allí te topas en la sala de profesores con una enorme fotocopia, tamaño DIN A3 de un décimo de lotería del número en el que todos los años probáis suerte. "De hoy no pasa que lo compre -piensas- no sea que se acabe". En el tablón de anuncios, algún compañero diligente ha colgado un menú, caro y malo, de esos que por estas fechas ofrecen los restaurantes, con el sano objetivo de enriquecerse en las numerosas cenas de empresa que se realizan. Al lado figura la lista de los que se han apuntado: unos diez o doce de momento. Por los pasillos, notas que tus alumnos están inquietos, oliendo ya el tufo de las cercanas vacaciones.

Al terminar tu jornada, decides pasarte por el supermercado para hacer algunas compras. La sección de los mariscos está abarrotada -¡caray con la crisis!- de gente que hace caso a los consejos tantas veces repetidos en los medios de comunicación: comprar con tiempo y congelar los productos, para evitar especulaciones de última hora. Los turrones, mazapanes y otros dulces ocupan una superficie en la tienda sensiblemente superior a la de días pasados. Los manidos villancicos cantados con esas voces de niños repelentes y algo cursis, resuenan incansablemente como banda sonora de tu compra. Llegas a casa; en el buzón tienes una felicitación -¡la primera!- de uno de esos conocidos o amigos antiguos de los que sólo sabes por estas fechas. Tienes que acordarte de pasar por correos para comprar tarjetas de UNICEF con las que responder a estos compromisos. Te dispones a comer y enciendes el televisor. Los anuncios de turrón se repiten con sus melodías insulsas, también algunos de juguetes protagonizados por niños a los que no te gustaría tener como hijos o como sobrinos, y el habitual recordatorio del organismo nacional de apuestas que te recuerda que tienes que probar, un año más y éste es el definitivo, suerte. No hay duda: la navidad amenaza con llegar e instalarse durante más de mes y medio entre nosotros.

Y entonces te acuerdas de otras navidades ya lejanas. Navidades menos comerciales y consumistas que las de hoy en día. Esas fiestas en las que era habitual, mucho más que ahora, que se reuniera toda la familia: padres, hijos, primos, tíos, abuelos... Fiestas en las que no se gastaba demasiado porque no había de dónde sacarlo. La cena de Nochebuena era sencilla. No había peligro de que nos subiera el ácido úrico porque apenas se comía marisco. Recuerdas que lo mejor de esa noche era la convivencia con personas a las que querías mucho. Te viene a la memoria el momento en que tu tío más gracioso salía del dormitorio disfrazado con unas ropas viejas, a veces femeninas, y se ponía a cantar canciones picantes -que esa noche nos dejaban escuchar a los niños- con el acompañamiento de una botella de anís y un tenedor . Te acuerdas de las horribles pelucas sintéticas que os poníais tus primos y tú, y de esas gafas tan típicas con narizota incorporada. Te acuerdas de esos maravillosos villancicos que cantaba tu abuela, y que ahora te arrepientes de no haber aprendido de memoria: "Madre, en la puerta hay un niño, / más hermoso que el sol bello, / y digo que tiene frío / porque viene medio en cueros..."

Añoras esas noches de Reyes en las que, con la inocencia del que todavía cree en los Magos, te ibas pronto a la cama. Y del juguete, como mucho dos, que recibías con inmensa alegría, a la mañana siguiente; con él te entretenías todo el año. Sonríes al pensar en el día de Reyes del año pasado, cuando tu sobrina se negó a seguir abriendo más paquetes, porque ya estaba saturada de regalos, y no quería más. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Recuerdas también cuando ya con algunos años más, y después de haber descubierto el secreto de que los Reyes no existen, ayudabas a tus padres, una vez que se habían acostado tus hermanos menores, a colocar los juguetes cerca del Nacimiento -los árboles anglosajones no estaban tan de moda como ahora-. Y los dulces tan ricos y caseros -roscos, flores, mantecados- que tu madre y tu abuela preparaban con esmero muchos días antes en la propia casa o en el horno de la panadería cercana, aún caliente después de la tempranera hornada diaria.

Antes de que acabe formándose un nudo en tu garganta que te acongoje, te consuelas. Esos tiempos no volverán. Ahora lo que nos vienen son estas navidades modernas y edulcoradas. Es lo que hay. Quizás entonces no fueras tan feliz como crees. Igual el tiempo magnifica los recuerdos, convirtiendo en episodios maravillosos aquellos que no lo fueron tanto. Quizás, como dice el poeta, te aferras al consabido "cualquiera tiempo pasado fue mejor". O tal vez, piensas, ésas eran unas navidades más auténticas que estas.

Unas navidades muy dulces

Dedicado a mi abuela materna, Petra, y a mi bisabuela Iluminada. Donde quiera que estén, seguro que siguen llenando de dulzor a todos cuantos las rodean.


Érase una vez, hace muchos, muchos años, casi cuarenta, un niño que vivía feliz en una pequeña ciudad en los límites de la Mancha llamada Puertollano. Era una ciudad muy populosa; las minas de carbón en otros tiempos, y la refinería petroquímica más reciente, habían atraído a oleadas de andaluces y extremeños, amén de otros pobladores de la provincia, que veían en este foco industrial una salida para la difícil situación económica que vivían en sus lugares de origen. La ciudad había crecido de forma caótica, ocupando las casas los cerros cercanos sin ningún orden. Pero el niño, ajeno por aquel entonces a estas cuestiones urbanísticas, vivía alegre con sus padres, su abuela y su tía en una humilde casita, eso sí, con un enorme corral y un ameno patio en el que daba gusto estar en verano bajo la sombra de las parras.

Nuestro niño, de natural soñador, se alegraba muchísimo cuando empezaban a llegar los primeros fríos y las tempranas nieblas que hacían estar la estufa de carbón del comedor todo el día, y gran parte de la noche encendida. No es que le gustase el invierno, es que ya barruntaba que llegaba la navidad. Y no hace falta que os explique lo que la navidad gusta a los niños...

La actividad en la cocina comenzaba a ser febril cuando sólo faltaba una semana para que comenzaran las fiestas. Las mujeres de la casa, se ponían manos a la masa, nunca mejor dicho, para elaborar los ricos dulces navideños tradicionales, que se hacían en grandes cantidades, porque eran muchas las bocas que había que endulzar con ellos. ¡Qué lejos han quedado ya esas navidades multitudinarias en familia! Había que preparar los barquillos -o bartulillos, como también eran llamados-, los enaceitados, las flores, las magdalenas, los mantecados y los rosquillos. Esa actividad fascinaba al pequeño, que no paraba de ir de un lado a otro, metiendo las manos por todas las fuentes, y pidiendo a gritos que le prepararan sus pirulíes, tijeras y llaves de caramelo. Era digno de ver con qué facilidad su abuela, después de haber cocido el caramelo líquido, lo echaba sobre una cama de azúcar en la que previamente, con una llave, o unas tijeras, había hecho la forma; al solidificarse daba como resultado un rico dulce. Los cucuruchos para hacer los pirulíes se colocaban en botellas de vino o cerveza vacías, hasta que se enfriaban. ¡Con qué delectación chupaba el pequeño esos caramelos sin conservantes ni colorantes! Su abuela había tenido una buena maestra: su madre, bisabuela del niño, se había recorrido media comarca con un puesto ambulante de turrones, garrapiñadas y otras dulzainas, que previamente preparaba de forma artesanal en casa.

Para hacer una buena cantidad de magdalenas se necesitaba una docena de huevos. Tras separar las yemas de las claras, se batían éstas, hasta que quedaran a punto de nieve. Después se batían las yemas. En un dornillo o recipiente de barro, en el que ya estaban los huevos, se añadían por orden: un kilo y medio de harina, un kilo de azúcar, medio litro de aceite previamente tostado, un litro de leche, la ralladura de un limón y unos papelillos gaseosos de levadura. Se mezclaba todo muy bien. Y a continuación, con una cuchara, se iban llenando los moldes de papel hasta las tres cuartas partes de su capacidad, para evitar que rebosaran cuando aumentaran su volumen en el horno.

La manteca fresca de cerdo era el ingrediente principal de los mantecados. No era problema conseguirla porque se había traído de la cercana matanza. Se debía derretir hasta que se volviera líquida, un kilo y medio de manteca. Además, para preparar la masa había que añadir medio litro de vino blanco, un cuarto de azúcar, la ralladura de un limón, una copa de anís, el zumo de un kilo de naranjas y unos dos kilos de harina. Había que coger una pequeña cantidad de la masa y extenderla sobre la mesa hasta que tuviera un grosor de más o menos dos centímetros. Con el molde, se cortaban los mantecados y se disponían en una bandeja untada de aceite tostado o harina. Y directamente al horno. Cuando estaban dorados, se espolvoreaban con azúcar.

¡Qué sabrosos estaban los enaceitados -o "enaceitaos", como todos los llamaban- que preparaban con tanto cariño las mujeres de la casa! Al pequeño le fascinaban las curiosas formas que tenían: corazones, rombos... según el molde que se utilizara en cada bandeja. Para obtener tan buen resultado había que comenzar por tostar un cuarto de litro de aceite, al que se añadía un vasito de aguardiente, el zumo de cinco naranjas, medio kilo de azúcar, ocho yemas de huevo y, finalmente, la harina que admitiera la masa, cuidando de que no quedara demasiado espesa. Tenía que quedar suelta. A continuación, se extendía la masa sobre la mesa y se iba cortando con esos moldes que les daban formas tan pintorescas. El siguiente paso era dorarlos en el horno.

Estos tres dulces se elaboraban en el horno, todavía caliente después de la hornada del día, que cedía amablemente la panadería cercana. ¡Qué divertido era para el infante que ya sentía tan cercana la presencia de las fiestas ir tras sus queridas mujeres, llevando algunas latas de hornear, u otros enseres pequeños, acordes con el tamaño de sus manos. La masa cruda ya preparada se llevaba en dornillos cubiertos con mucho esmero por unos paños de cocina. Le gustaba mucho al niño ver entrar y salir las bandejas del horno y, con mucho recelo, se asomaba a la boca de la que salía un calor excesivo, pero no molesto, dada la temperatura ambiente del exterior. Cuando veía sobre las enormes mesas de la panadería las bandejas con las magdalenas recién hechas, sentía deseos de morder alguna, pero siempre lo impedía su madre que argumentaba que aún estaban calientes y podían hacerle daño. Cuando volvían a casa, daba gusto ver las alacenas llenas de esos ricos dulces que alegrarían los días que estaban por venir. El pequeño no lo sabía entonces, pero cuarenta años más tarde, añoraría esos momentos tan felices en los que sus seres queridos unían la dulzura con la que lo cuidaban a la de esas delicias cuyo sabor nunca olvidaría.