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miércoles, 30 de noviembre de 2011

El auténtico y genuino pisto manchego

Defensa de uno de los platos más característicos de la Mancha, al menos de Ciudad Real, que ha pasado a formar parte de muchos menús del día de forma adulterada.

Hace algún fin de semana, en una de mis numerosas escapadas a Madrid para disfrutar de algún acontecimiento cultural, me encontraba por el abigarrado barrio de las Letras, dispuesto a disfrutar de uno de los suculentos y no demasiado caros menús que ofrecen los figones de la zona. No suelo repetir restaurante, o al menos, no vuelvo a un sitio en el que he comido de forma muy seguida; me gusta explorar nuevos sitios. Y Madrid, en este sentido, ofrece mucho. Me topé con un local que ofrecía en su menú, como primer plato, pisto manchego. Mi primera reacción fue pasar de largo: ya he probado muchos "pistos manchegos" en muchos restaurantes de varias regiones españolas, y ninguno se parecía lo más mínimo al que yo he comido siempre en mi tierra. Lo que sirven es una especie de "ratatouille" francesa, una mezcla de hortalizas: tomate, pimiento, berenjena, calabacín, cebolla... y yo no sé qué ingredientes más.. Y eso no es pisto manchego, al menos el pisto manchego que hacemos y comemos en Ciudad Real. No obstante, me decidí a entrar. Y una nueva desilusión se sumó a la que tantas veces ya me había llevado: aquello tampoco se parecía a "mi" pisto manchego.

No me atreví en aquel momento a enfentarme con el cocinero -hubiera sido demasiado osado y engreído- para explicarle realmente cómo se hace un buen pisto manchego. Además, tampoco tenía yo muy clara la receta; lo he preparado en alguna ocasión. pero no con tan buenos resultados como el que cocina mi madre. ¡Ah, las madres! Y como tengo la gran suerte de ver a mi madre con frecuencia, uno de los fines de semana que pasé en su casa, aproveché para que me recordara la auténtica receta del pisto manchego -o de mi comarca, que quizás en algún otro lugar de la Mancha lo preparen de otra forma-. Y ahora me dispongo a contárosla, aunque el pobre cocinero del figón del barrio de las Letras siga haciendo ese sucedáneo de piso que puede gustar a otros, pero no a mí.


Pues ahí va. Los ingredientes son bien simples: pimiento verde, tomate, sal y aceite de oliva virgen extra -permitidme una recomendación: nunca uséis otro en vuestros platos-. No os doy cantidades exactas; muchos buenos cocineros elaboran sus platos "a ojo de buen cubero"; todo depende de la ración que queráis preparar. Picad bien el pimiento y ponedlo a freír en abundante aceite caliente. Cuando el pimiento está a medio freír añadid el tomate, también bien picado, y al que previamente le hemos retirado la piel. Dejadlo freír un tiempo, removiéndolo para que no se pegue, y picándolo todo muy bien con la paleta, hasta que se vea que está bien hecho. Añadid sal a gusto y, si lo probáis y el tomate está muy ácido, conviene añadir una cucharadita de azúcar para matar esta acidez. Tened en cuenta que es un trabajo muy laborioso y no puede descuidarse en el fuego porque el resultado puede "agarrarse" a la sartén y quemarse. Dependiendo de la cantidad, se puede tardar en prepararlo entre hora y hora y media aproximadamente.

El resultado es exquisito. Es un plato de ingredientes muy simples, pero la mezcla del pimiento verde y el tomate lo hace único. Seguro que si lo probáis os gustará. Es especialmente recomendable con unos buenos huevos fritos con su puntilla. También es frecuente que se prepare con carne magra de cerdo, que se fríe aparte y se añade cuando el pisto está listo.

Otro día os hablaré de otras delicias manchegas como el asadillo, el tiznao, o las riquísimas berenjenas de Almagro. Así os convenceréis de que en la Mancha hay otras cosas además de mucho pan, mucho aceite y mucho tocino, como dice la copla. Hoy no os canso más. Ya me quedo bastante satisfecho con haber reivindicado mi pisto. Espero que también vosotros lo busquéis a partir de ahora y no os conforméis con burdas imitaciones.

Foto del autor.

Explosión otoñal de naturaleza



Un espectáculo natural único, difícil de olvidar, en el corazón de Sierra Madrona: la berrea del ciervo.


Esta mañana, que ha sido una radiante mañana de comienzos de otoño, he vuelto a vivir en mi tierra uno de los espectáculos más bellos e insólitos que se pueden contemplar en el mundo natural: la berrea del ciervo. Se trata de un fenómeno que se repite cada año entre mediados de septiembre y mediados de octubre, dependiendo del régimen de lluvias que acompañe al final del verano. Si el ambiente es húmedo, se despierta el instinto de reproducción de miles de ciervos que habitan el corazón y los aledaños de Sierra Madrona. Los machos comienzan una enconada competición para mostrar su superioridad con respecto al resto de sus congéneres, emitiendo unos sonidos característicos que sobrecogen, y luchan unos con otros entrechocando sus cuernas. De esta forma, demuestran quién es el más fuerte y quién se apareará con un mayor número de hembras. Es un ritual no sangriento, pero algunos machos pueden llegar a morir, si sus cuernos quedan entrelazados de un modo que no son capaces de separar. Durante este periodo, los animales se confían más y se dejan ver con mayor facilidad, por lo que puede ser un auténtico goce para los sentidos de la vista y del oído pasearse entonces por esta sierra. Y yo, esta mañana, he sentido el placer de volver a sentirlo.

Este fin de semana lo estoy pasando en Puertollano, donde nací, y donde viven mis padres. Puertollano -población por la que pasáis si viajáis de Madrid a Andalucía en AVE, y de glorioso pasado minero, y hoy ciudad industrial- es la puerta de entrada al valle de Alcudia. Si circuláis por la nacional 420, que unía en su origen -antes de desaparecer por la construcción de autovías en parte de su trazado- Córdoba con Tarragona, atravesando las provincias de Ciudad Real, Cuenca y Teruel, cruzaréis longitudinalmente este valle, casi por la misma ruta que seguía el Camino Real que unía la corte con Sevilla en los siglos de Oro. El valle es una amplia extensión de terrenos con dos pobladores principales: las encinas -alguna de ellas milenarias, no exagero-, y los corderos y ovejas, que tan buena carne proporcionan, al igual que leche con la que se elabora el único y auténtico queso manchego (elaborado con leche de oveja cien por cien, que no os den gato por liebre). Está comprendido entre dos puertos de escasa altura: Pulido y Niefla. Nada más ganar el segundo de ellos, nos topamos con una amplia zona verde que es Sierra Madrona. Se trata de un conjunto de cordilleras que son estribaciones de la más conocida Sierra Morena, y que marca el límite de la provincia de Ciudad Real con Andalucía, concretamente con Córdoba, a la que se entra por el valle de los Pedroches. Los robles, encinas, madroños y alcornoques, árboles propios del bosque mediterráneo, eran las especies predominantes en otras épocas; hoy, tras repoblaciones forestales indiscriminadas y muy discutibles, casi han ganado el terreno las coníferas. En este lugar la berrea es mágica. No se trata de un espectáculo exclusivo de estas tierras, pero ¿qué queréis que os diga?, yo lo he vivido siempre desde hace muchos años aquí y no consigo imaginarlo en otro lugar.

Tomando unas cañas y unas tapas -quiero recordaros que las tapas en mi provincia no se pagan, son un regalo del establecimiento, y son muy buenas tanto en calidad como en cantidad- el viernes por la noche con unos primos que suelo frecuentar cuando vengo a mi villa natal, alguien recordó que la berrea debía de estar en todo su apogeo porque esa semana había sido abundante en lluvias por la zona. ¿Por qué no madrugar al día siguiente y acercarse hasta la sierra, total el viaje no ocupaba más de tres cuartos de hora? Dicho y hecho; a las siete de la mañana, quitándonos horas de sueño, porque la noche la habíamos prolongado algo más de lo que pensábamos, estábamos preparados, pertrechados de máquina fotográfica, prismáticos y todo lo necesario para tomar un buen desayuno en uno de los descansos de la ruta.

Sentimos una gran emoción cuando nos adentramos en la sierra que, si los políticos quieren, pronto será parque natural. Ya desde la carretera nacional comenzaron a verse los primeros ejemplares: "Mirad, un macho. ¡Qué cornamenta!" -exclamó alguno de nosotros ilusionado como un niño con el avistamiento- "¡Y detrás varias hembras, y algunos cervatillos...!" Daba gusto verlos saltar entre la bruma. Cuando bajamos del coche, para comenzar la ruta que nos adentraba en las rañas, territorio de ciervos, nuestros objetivos se volvieron algo más desconfiados. Sin embargo, se podían avistar ejemplares sueltos, e incluso pequeñas manadas de cinco o seis miembros que se paseaban no demasiado lejos. El sonido de los berridos de los machos era intenso. Incluso pudimos ver a uno de ellos de considerable tamaño, mientras lo emitía, hinchando el cuello y entreabriendo el hocico, en el gesto característico que puede verse en tantas imágenes. Continuamos la marcha casi dos horas. El sol subía y, mientras nos calentaba y nos hacía olvidar el frescor del amanecer, tanto la presencia de ciervos, como sus sonidos iban disminuyendo. Un consejo: si alguna vez os disponéis a vivir la berrea, aprovechad bien la mañana: es durante la noche y el amanecer cuando estos animales se hacen visibles y audibles; cuando el sol está alto, el espectáculo termina. Para aprovechar la salida, nos dedicamos a buscar alguna seta o níscalo tempranos entre la arboleda. Aunque no tan rica en variedades como otras zonas más septentrionales, pueden encontrarse aquí ejemplares muy sabrosos. No tuvimos mucha suerte: aún no habíamos entrado en temporada. Habría que volver cuando hubiera llovido y refrescado, un poco más. Aunque entonces echaríamos de menos algo: esos berridos que, una vez oídos y asociados a un paisaje son difíciles de olvidar.

Una magnífica mañana. Con las imágenes y los sonidos aún muy frescos en nuestros ojos y mentes, regresamos. Algún botín sí que trajimos: romero fresco y tomillo salsero, que tan buen gusto y sabor dan a los asados y otros platos. Su aroma, junto con el de la jara, nos acompañó durante todo el recorrido. Ya en casa, al quitarme las botas, volvió a hacerse presente ese olor: sus suelas habían quedado impregnadas -felizmente- de esos efluvios campestres, que me transportaron por unos instantes a mi querida Sierra Madrona.

Fuente imagen: juandejimena.wordpress.com

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Una hora más en la península

Una reivindicación de la tierra, las gentes y el horario canario que no siempre tenemos en cuenta.

Esta sobremesa en la que está a punto de entrar el otoño, viendo por televisión un espacio que, seguro, nos interesa a todos y que tiene gran audiencia: El Tiempo de televisión española, me ha llamado poderosamente la atención uno de los mapas que han presentado. En él aparecía el archipiélago canario ocupando gran parte de la imagen, y en un pequeño recuadro la península Ibérica. La explicación de tan rara imagen era que en este día, solamente Canarias estaba amenazada de riesgo de lluvias fuertes, salvándose el resto del territorio nacional. ¡El mundo al revés! ¿Cuántas veces hemos visto la imagen contraria, quedando las pobres islas relegadas a un lugar que realmente no es el suyo, y encajonadas en una especie de corral, como si fueran animalitos que no queremos que se nos escapen? Por un momento he sentido, al tiempo que extrañeza, una agradable sensación de satisfacción. "¡Por fin se ha hecho justicia!", he pensado con una sonrisa. Y, efectivamente, me ha agradado mucho ver a las siete islas más grandes -y digo esto porque hay alguna más, las que conforman el archipiélago Chinijo (La Graciosa, Alegranza, Montaña Clara, Roque del Este y Roque del Oeste) y la Isla de Lobos, que no aparecen, creo, en los mapas del tiempo- ocupando un lugar principal en la pantalla de mi televisor.

Habría que felicitar al técnico, meteorólogo o responsable de la edición que haya tenido tan feliz idea y novedosa, al menos para mí. Ya había visto esta imagen en unas simpáticas camisetas que se venden en las islas y en las que puede leerse bajo el mapa en el que la Península está encerrada en un pequeño recuadro, mientras el archipiélago se enseñorea en el centro de la pechera, la frase: "¿A que jode?". Y es que ver constantemente tu tierra a los pies de un mapa y en el lugar que no es el que ocupa geográficamente en la realidad debe molestar un poquito, ¿no?

Las Canarias están muy lejos, tan lejos que muchos siguen confundiendo Palma de Mallorca con las Palmas de Gran Canaria; tan lejos que gran parte de la población peninsular sigue pensando en ellas como un destino exótico, por no decir, tropical; tan lejos que hay que viajar casi obligatoriamente a ellas en avión; tan lejos que siempre se olvida que, dada su latitud, empiezan el día una hora antes que nosotros... No he hablado nunca de esto con ningún canario, pero creo que no debe gustarles que en los medios de comunicación, sobre todo en la radio, se repita la muletilla de "una hora menos en Canarias"; es algo que paulatinamente se va subsanando, y es que se han dado cuenta los responsables de los informativos de que la hora en Canarias es la que es, ni menos ni más que en otros sitios. Por no hablar de la discriminación que supone el hecho de que los horarios de los programas de radio y televisión no se adapten a los laborales. ¿Qué pensaríamos si aquí en la Península el telediario comenzase a las dos? Y cuando se retransmite desde allí cualquier acontecimiento, por ejemplo las galas de carnaval que tan fastuosas resultan por aquellas tierras, tienen que adaptar su comienzo a la hora en que termina aquí el informativo.

Espero que todos captéis la ironía y el desenfado con que escribo este artículo. No lo toméis muy en serio. Ya sé que los ejemplos que he puesto no son cuestiones vitales, y que incluso a muchos -canarios y no canarios- les parecerán cuestiones demasiado banales y que no tienen la más mínima importancia. Pero bueno, me ha sorprendido tanto ver esta tarde la imagen que os he comentado, que me he puesto a escribir y aquí tenéis el resultado.

No conozco tan bien las Canarias como desearía: sólo cortas estancias en Tenerife, La Gomera y Lanzarote; pero estas breves visitas me han servido para enamorarme de sus paisajes espectaculares -¡qué experiencias únicas suponen la ascensión al Teide, un paseo por la cordillera de Anaga, atravesar el parque de Garajonay o adentrarse en el mismo infierno en TImanfaya!- , de su clima -lo que yo daría por tener una media de temperatura como la que disfrutan allí y no sufrir los rigores de estos inviernos y veranos desmesurados de la meseta-, y, sobre todo, de sus gentes, sus amables, simpáticas, hospitalarias y acogedoras gentes, siempre dispuestas a agradar y a recibir al "godo" con la mejor de sus sonrisas y a hacer todo lo posible para que se sientan mejor que en casa, aunque a miles de kilómetros, porque las Canarias están muy lejos...

Por eso he querido rendir este pequeño homenaje a esas lejanas, y al mismo tiempo, cercanas islas en el recuerdo y en el corazón. Y me atrevo a sugerir que, a partir de ahora, en los informativos se inste a los locutores y presentadores a decir, cada vez que comiencen la edición, la hora canaria, añadiendo la coletilla: "una hora más en la Península".

Otro milagro de la primavera


Una tarde de primavera en la que contemplé el auténtico milagro que supuso el renacimiento de un parque nacional, el de las Tablas de Daimiel, que ya se daba por muerto

Según muchos estudiosos de la etimología, la palabra "Mancha" procede del árabe, y significa "la seca·. Esos visitantes que anduvieron por estas tierras casi ocho siglos, y que procedían de lugares también muy privados del líquido elemento, al contemplar las grandes llanuras donde la escasez de agua es patente, tuvieron fácil la elección del nombre. Sin embargo, la Mancha no es tan seca como la pintan... Recorriendo estos eriales pueden encontrarse amplias zonas húmedas, oasis llenos de vida y vegetación que sorprenden por ser vergeles en medio del campo yermo. Este es el caso del paraje único al que dedico este artículo: las Tablas de Daimiel, un parque nacional, de los dos con que contamos en Ciudad Real -el otro, por si el lector lo desconoce, es el de Cabañeros, en los límites occidentales de la provincia-.

El pasado mes de mayo -parece que cuando llega la primavera, junto con el renacer de la vida en el mundo natural, nos nacen también las ganas de salir a explorarlo y a vivirlo-, una de esas tardes en las que no se sabe muy bien qué hacer, dedidí coger el coche y recorrer los escasos treinta kilómetros que separan mi ciudad de este parque. Ya había oído que las Tablas habían salido de un coma terrible en el que cayeron tras varios periodos de escasez de lluvias, y la sobreexplotación del acuífero que las nutre de agua. Esperaba encontrar un panorama menos deprimente que el que vi unos meses atrás, cuando en una nublada tarde de otoño las visité con la esperanza de avistar las grullas que en tiempos mejores poblaron estas lagunas a cientos durante esta época. Albergaba ciertas esperanzas, pero, para no engañaros, no era del todo optimista. Sin embargo, lo que encontér fue uno de los espectáculos más vivos y alegres que la naturaleza en plenitud puede ofrecer. Intentaré describíroslo en las líneas que siguen.

Ya circulando por la estrecha carretera que separa el parque de la población de Daimiel, se notaban signos inconfundibles de vida: numerosas aves acuáticas poblaban el cielo -un cielo azul muy intenso, como son los cielos de las tardes primaverales en la Mancha-, y había mucha agua, estancada o corriente, a los bordes de la pista. Cuando llegué al aparcamiento experimenté una primeta alegría: no había muchos vehículos aparcados, iba a estar prácticamante solo paseando por las pasarelas de madera y los caminos entre los carrizos, no habría gritos ni voces disonantes que me impidiesen oír los sonidos de la naturaleza.¡Bien! Pensaréis que soy un misántropo que huye de la compañía humana, pero nada más lejos de mi personalidad. Me gusta estar rodeado de gente, e incluso de multitudes en muchas ocasiones, pero hay momentos en los que la soledad es la mejor compañera de viaje.

A pesar de que no había muchas personas esa tarde, decidí adentrarme por el camino más largo, algo más dificultoso y, por tanto, menos fecuentado: el de la torre de Prado Ancho. Se trata de un sendero que serpea bordeando zonas inundadas y que desemboca en una torre de observación desde la que se ve una espléndida panorámica de todo el terreno protegido. Mientras caminaba y me adentraba en el parque aprecié en toda su extensión uno de los muchos y grandiosos milagros que la primavera es capaz de realizar: las lluvias abundantes habían conseguido llenar prácticamente al cien por cien unas zonas que unos meses atrás estaban secas y asoladas por unos incencios subterráneos de turbas, que los expertos no eran capaces de extinguir. Un milagro que consiguió apagar las voces de gabinetes de la Comunidad Europea que amenazaban con quitar el título a las Tablas de "Reserva Mundial de la Biosfera". Gran cantidad de garcetas y gaviotas de agua dulce merodeaban por las orillas de carrizos. Súbitamente se cruzaron dos liebres que se pararon en seco a escasos dos metros delante de mí, y me miraron sorprendidas mientras movían sus enormes orejas; aunque yo avanzaba, ellas ni se imnutaban. No os extrañe su actitud: estában en la época de celo, cuando estos animales se vuelven más confiados. Cuando por fin subí a la torre de Prado Ancho, contemplé que la situación general de zonas inundadas era excelente: un mar azul plata. moteado de pequeñas islas que surgían aquí y allá, lo ponía de manifiesto. Un grupo de garzas blancas se posó a los pies de la torre. No sé cuánto tiempo estuve contemplándolas en silencio.

Tras desandar lo andado, entré en la zona más turística del parque que a esas horas de la tarde, ya comenzaba a esconderse el sol, estaban casi vacías. Atravesé las pasarelas de madera características de este espacio natural, que seguro que habréis visto en infinidad de fotografías, y llegué a una de las mayores islas, la del Pan, donde me senté un instante bajo los tarayes, el árbol más característico de estas zonas húmedas, y escuché el concierto de las aves, que ya se dejaban ver en mayor número. Cuando reinicié la marcha, vi no muy lejos un grupo de ánsares formado por una pareja de adultos y cinco polluelos que caminaban en fila tras su madre, y que habrían visto la luz por vez primera pocos días atrás. ¡Qué espectáculo tan bello! El sol estaba a punto de ser tragado por las aguas, y yo entré en una de las cabañas de observación. Mientras me divertía con los simpáticos somormujos que con su corte de pelo moderno y en punta, buscaban su cena sumergiéndose en las aguas más profundas, veía con mis prismáticos como un grupo de garzas se preparaba para pasar la noche en las copas de unos lejanos tarayes.

Me costó abandonar el lugar. Me obligó la noche que ya empezaba a ser cerrada. He vuelto después en varias ocasiones al parque, pero no disfruté lo que es esta tarde primaveral. Cuando volvía, me acordé del poeta que, al cotemplar unas hojillas verdes en un olmo seco, pidió a la primavera otro milagro que finalmente no se cumplió. Con mis queridas Tablas la primavera fue más generosa.

Foto del autor.

Un paseo por las Arribes del Duero salmantinas


Una excursión muy bella por una zona única, fronteriza entre España y Portugal.

En numerosas ocasiones había oído hablar de un paraje único y muy bello que marcaba la línea fronteriza entre España y Portugal en tierras del antiguo reino de León. Sentía mucha curiosidad por conocerlo: había visto fotografías evocadoras, leído artículos, algún que otro reportaje en televisión. No había más remedio que planear una excursión y disfrutar en directo de tanta belleza prometida. Así es que, aprovechando unos días libres durante el pasado mes de mayo, reservé unas noches en el parador de Ciudad Rodrigo, con la intención de acercarme desde allí a la zona salmantina de las Arribes.

No sé vosotros, pero yo soy de los que piensan que en los viajes es tan interesante el destino que se pretende alcanzar como la ruta que se debe seguir para llegar al mismo. Por ello, y sin hacer caso a mi navegador que me mandaba por la ruta "más rápida" a través de anodinas autovías, que circunvalan Madrid, decidí preparar mi propia ruta por carreteras que consideré más atractivas. Por si no lo sabéis -seguro que no- vivo en Ciudad Real, por lo que emprendí mi ruta hasta Ciudad Rodrigo atravesando primero los montes de Toledo y después, tras dejar a un lado Plasencia y Béjar, adentrarme por la sierra de Francia. No hace falta que os recuerde lo generoso que fue el invierno pasado en lluvias. Imaginaos qué mes de mayo tan florido y hermoso -como dice el refrán- dejaron los meses lluviosos de marzo y abril en estos parajes que atravesé. Como no soy muy amigo de los aires acondicionados a no ser que no quede más remedio, viajaba con la ventanilla abierta, y el aroma de jara y tomillo en flor entraba a raudales en mi coche.

Embriagado por estos aromas llegué a la antigua Miróbriga y alli no tuve más remedio que introducirme en sus sinuosas y estrechas calles -afortunadamente el furor constructivo de años pasados ha respetado algunos trazados medievales en algunas ciudades, atravesar su plaza Mayor y toparme de golpe con la mole del castillo-parador, situado en las murallas a orillas del Águeda. Nada más llegar experimenté una gran desilusión: la torre del homenaje estaba completamente cubierta de andamios: no había más remedio que restaurar, me explicaron en recepción, habían caído grandes trozos de mampostería que habían dañado la cubierta de cristal del amplio vestíbulo y amenazado la integridad física de visitantes y trabajadores del recinto. Nada más tomar la copa de bienvenida en el maravilloso -perdonad la cursilada, pero es que lo es- jardín escalonado del parador, desde el qie se obtienen unas vistas únicas el río, acompañado de una puesta de sol espectacular, se me pasó la decepción.

Permitidme una pequeña digresión. Puestas de sol únicas hay muchas; en todos los folletos turísticos nos las venden y cantan sus excelencias... Lo que es un espectáculo único y que no podrán nunca igualar los mejores "registas" y directores de escena, es ver ocultarse a diario y salir de nuevo como si tal cosa, a esa estrella que nos da la vida. Sin embargo, no quiero dejar de deciros que lo que yo sentí viendo caer el sol esa tarde de mayo sobre los bancales del Águeda, fue una muy bella experiencia.

Recuperadas las fuerzas con un buen desayuno, como el que acostumbran a darnos en paradores, inicié a la mañana siguiente mi excursión a las Arribes. Después de cruzar la inmensa dehesa de encinas salmantinas, donde pacían tranquilas las reses que tan brava resultan después en los ruedos, y atravesar pueblos de connotaciones tan taurinas como Vitigudino, arribé a Aldeadávila de la Ribera, punto de partida del crucero por el Duero que pensaba hacer como inicio de mi ruta. Una sinuosíma carretera me dejó junto al embarcadero. Allí había atracado un barco turístico, con techo de cristal, y haciendo cola para entrar en él estaban muchos tuistas que, al igual que yo, quería disfrutar de una soledada mañana en un paraje único.

Comenzó el trayecto. Los buitres y alimoches nos sobrevolaban añorando otros tiempos en que podían ver su río libre de esos molestos visitantes que a veces subían excesivamente el tono de voz, a pesar de los esfuerzos de nuestra guía por acallarlos. A medida que el barco avanzaba, el cañón se estrechaba un poco más. Veíamos nidos en los que los buitres cuidaban a sus crías, nacidas hacía muy poco tiempo, y alguna que otra cabra que, habiendo escapado de su rebaño, moraba salvaje por aquellos escarpados parajes. Los niños eran los más expresivos cuando apercibían algo que les llamaba poderosamente la atención. En la orilla portuguesa -zona de solana- se apreciaban pequeños huertos y terrenos plantados con frutales, situados en zonas de acceso prácticamente imposible; ¡cómo tiene que luchar en ocasiones el humano para arrarcar sus frutos a la naturaleza. Así avanzábamos con los ojos repletos de verde y azul, mientras nuestra guía nos contaba cuentos e historias de pastores que habitaron esos lares en otro tiempo -no tan lejano, no creáis- y que se veían obligados a robar las presas de las rapaces de sus propios nidos para poder subsistir, sufriendo en muchas ocasiones sus feroces ataques. Por fin llegamos al final de la travesía: la presa de Aldeadávila, que se leventa imponente junto al Picón de Felipe, lugar que luego visité y desde el que se obtienen las mejores vistas del lugar. Allí, lo primero que te viene a la mente es de lo que es capaz el hombre, como puede transformar un paisaje y moldearlo a su antojo para conseguir sus objetivos. Bueno, en este caso, quizá colaborase a que el paisaje fuera aún más bello...

El regreso fue igual de agradable. ya en tierra firme, inicié varias caminatas por la zona que me hicieron disfrutar de las vistas que ofrecen varios pueblos de la zona. También paré en un pueblecito que me pareció anclado en la Edad Media: San Felices de los Gallegos. ¡Qué paz se respiraba entre sus callejones, flanqueados por muros conventuales y tapias de huertos que ya empezaban a dar sus primeros frutos de temporada.

En suma, una excursión gratificante. Ahora tengo anotado en mi agenda viajera un nuevo viaje, esta vez a la zona de las Arribes zamorana y cruzar la raya hasta Portugal, donde los sabios del lugar me dijeron que la comunión entre hombre y naturaleza es, si cabe, aún más intensa.

Una noche clásica en Mérida


Asistencia a una representación de teatro del Festival de Mérida, con noche en el parador incluida.

Suelo visitar todos los años, durante el tórrido estío, la antigua Emérita Augusta. El motivo no es otro que asistir a alguna representación de su famoso y reconocido Festival de Teatro Clásico que, con alguna interrupción, se celebra desde la época de la República en dicha localidad. Los calurosos días en los que la goma de la zapatilla se derrite y se pega en el asfalto, se convierten en impagables noches algo más frescas -no todas, tampoco vamos a engañara a nadie- en las que el aire del recinto del mejor teatro romano conservado en nuestro país, se llena de las voces de los autores que crearon nuestra cultura y civilización, y que han influenciado en el modo de pensar de generaciones pasadas, e influirán en las venideras.

A veces, la representación decepciona: una puesta en escena demasiado moderna, un texto adulterado o mutilado sin mucho acierto por parte de un autor que ha versionado la obra en cuestión a su antojo y sin pensar en el respeto debido al original, unos actores sobreactuados... Pero hay ocasiones en que las musas se ponen de acuerdo, se instalan en el escenario y la orquestra del Teatro, y los espectadores ascienden al Olimpo casi sin percibirlo.

Este pasado mes de Agosto ha sido una de las ocasiones en que la obra que he visto no me ha emocionado particularmente. Se trataba de una versión de Francisco Nieva de la Electra de nuestro genio Galdós. Los actores, muy correctos -gran elenco, por cierto- la escenografía muy respetuosa con el marco del Teatro -cosa que no siempre sucede-, pero a mí la representación me dejó frío. Bueno, una noche de verano y teatro más en Mérida. Por cierto, con mucho calor. ¡Qué bien sienta la copa que se toma tras la obra en los jardines del recinto arqueológico!

Pero algo que nunca olvidaré de mi última noche en Mérida serán las horas previas y posteriores a la representación que viví en el parador de esta ciudad. Situado en pleno centro de Mérida -cuesta encontrar la entrada a su aparcamiento-, pasa casi desapercibida en medio del tumulto callejero. Sin embargo, una vez dentro del recinto religioso que fue en tiempos, la calma es la nota predominante. Los momentos refrescantes en su piscina, situada en su famoso "Jardín de antigüedades", el refresco en su -valga la redundancia- refrescante claustro, la cuidada atención y, sobre todo, la magnífica comida en su restaurante, hicieron de esta excursión veraniega habitual algo diferente y especial.

Ya tengo muy claro lo que haré en mi próxima visita a Mérida en lo que al alojamiento se refiere. Con la obra que elijas puedes o no acertar, pero con respecto al sitio donde pasar las horas previas y posteriores al evento, fallar en la elección es imposible.