Sigue el Viajero
disfrutando de las noches del Festival de Música y Danza granadino. En otro
rincón de la Alhambra, el Generalife, asiste
a la última creación de la bailarina María Pagés. Utopía es su nombre. No fue para él una utopía pasear en una clara
noche de luna llena por los laberintos de arrayanes de los huertos reales de
los nazaríes.
Estaba sentado una vez más en una de las muchas terrazas del Campo del Príncipe. Le gustaba mucho ese lugar. En pleno barrio del Realejo y a los pies de la Antequeruela, disfrutaba de la alegría que en la calurosa tarde de julio le ofrecía la amplia explanada llena de granaínos y visitantes ociosos. Los niños llenaban el lugar con sus risas y jolgorios. Y el Señor de los Favores, silencioso, desde su cruz de piedra situada en un extremo de la plaza, contemplaba la agitada actividad que se desarrollaba a su alrededor. Terminó el Viajero los pescaítos fritos y la tortilla del Sacromonte que le sirvieron –lástima que esa tarde no hubiese caracoles, que tanto apreciaba- y se decidió a iniciar la subida hasta lo más alto de la colina de sus sueños.
Comenzó la ascensión por el carril de San Cecilio, el patrón
de Granada, y al pasar frente a la iglesita
de bella portada renacentista dedicada al santo, no pudo evitar la evocación de
don Manuel de Falla bajando y subiendo la cuesta de la Antequeruela Baja para
escuchar misa en la parroquia más cercana a su humilde domicilio. Atajando por callejas de empinadas
escalinatas, y cruzando delante de la
abanderada fachada del Alhambra Palace, tomó el paseo que servía como arteria
principal de los bosques y en breves minutos se encontró junto a la Torre del
Agua, preámbulo del moderno pabellón de acceso en el que se encontraban las
taquillas de la Alhambra.
Volvió de nuevo a sentir ese placer inefable que experimentaba cuando recorría las sendas bordeadas de cipreses que conducían al teatro del Generalife. Las luces del parador de San Francisco y las más lejanas del Albaicín quedaron a su izquierda, titilando como estrellas en la noche clara. Aún tenía tiempo antes de que comenzase la función y quiso perderse entre las penumbras de los jardines y los macizos de arrayanes perfectamente recortados, aspirar el perfume de las rosas que ofrecían pinceladas de color entre tanto verde, y oír el monótono cantar del agua sobre las acequias y las tazas de piedra. Era el momento propicio: no había demasiada gente porque la mayoría estaba ocupando sus localidades y otros se afanaban en conseguir un refresco o un aperitivo en el ambigú situado en la terraza inferior. Sentado ya en su butaca echó de menos el frondoso telón de fondo que componían los viejos cipreses que ocupaban el escenario del teatro antes de su restauración. A los jóvenes, plantados no hacía mucho, les quedaban todavía varías primaveras para emular a sus predecesores. El de ahora era un espacio más funcional, pero añoraba el viejo coliseo semicircular donde la mampostería de ladrillo, en lugar del cemento, era dueña del recinto. Sobre ellos, una luna llena lorquiana, pletórica de luz, lucía orgullosa su blanco polisón de nardos.
El espectáculo resultó toda una grata sorpresa. Quiso hacer la creadora sevillana un homenaje al arquitecto brasileño Oscar Niemeyer. En el palco escénico un gran vacío llenado con una estructura de líneas curvas que variaba a medida que avanzaba la representación, y que imitaba los bocetos constructivos del artista. Los siete bailaores flamencos que acompañaban a María Pagés, vestidos con los colores opacos del hormigón y de las materias primas extraídas de la naturaleza, simulaban, en palabras del propio Niemeyer en el programa de mano, estar “cubiertos del polvo del camino, del sudor del trabajo, de la densidad de la tierra”. La música, era interpretada en directo en el mismo escenario por sus propios compositores: el guitarrista Rubén Lebaniegos y el cantautor brasileño Fred Martins. Las voces flamencas de Ana Ramón y Juan de Mairena revivieron los pensamientos, en forma de poema, de Baudelaire, Benedetti, Neruda, Machado y el propio Niemeyer. En esta reflexión sobre el ser humano tampoco podían faltar las palabras de Cervantes, sacadas de esa magistral descripción de la naturaleza humana que es Don Quijote. Todo este elenco fue desgranando sobre las tablas del Generalife granadino ocho bellos números: Utopía, Diálogo, Tiempo roto, Conciencia y deseo, Vamos juntos, compañero… Farrucas, soleás, granaínas, rondeñas, tarantos, martinetes y otros palos flamencos, que se fundieron con pegadizas melodías brasileñas, tomaron vidas en los cuerpos y voces de los intérpretes en esa noche con aroma a jazmín y arrayán. Especialmente bello fue el número titulado Camino rojo, en el que, con una espectacular bata de cola rojo sangre, Pagés materializó el prodigio de convertir a taranto con ribetes de martinete la poesía de Antonio Machado. Después de los aplausos, el público, todavía subyugado por ese vínculo mágico que la función había creado entre mundos tan lejanos como Brasil y Andalucía, tarareaba los compases de la melodía, mixtura de aires del nuevo y el viejo mundo, con la que la compañía se despidió de la escena.
El Viajero, al igual que otros amantes de las noches de la Alhambra, se resistía a abandonar el frescor que desprendían las acequias cantarinas, los aromas de los rosales floridos, los jazmines y los laureles, la vista del barrio del Albaicín donde se adivinaba una inacabable actividad a pesar de lo avanzado de la hora; en definitiva, no quería ser expulsado todavía de ese edén. Decidió sentarse, junto con su acompañante, en uno de los bancos dispuestos en la terraza baja de los jardines, frente a los cultivos de viñedos y naranjos sumidos ahora en una semioscuridad que dejaba el protagonismo al espectacular cuadro que se exponía detrás de ellos. El rumor de las conversaciones que mantenían algunos grupos en la zona del bar, un grillo cantarín que repetía su melodía monótona, y el tintineo de los cubitos de hielo de la copa que bebía a sorbos pausados, eran la banda sonora de la maravillosa visión que tenía ante sus ojos. No era preciso hablar. El tiempo se volvió infinito.
Fuente foto: www.wikipedia.org
Comienzo a leer y ya me imagino esa luna llena por los jardines de la Alhambra….
ResponderEliminarSigo leyendo y te acompaño a este nuevo espectáculo y no me refiero solo al de danza, que también, o al concierto del grillo, si no al paseo por ese lugar, a mí también me hubiera costado irme de allí, el jazmín es una de mis fragancias preferidas de entre las que desprenden las plantas en las noches de verano… gracias de nuevo por esta grata lectura. B7s.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar¡¡Vaya, parece que he dejado de ser anónima...jejejej. B7s.
ResponderEliminarMe hubiera gustado que me acompañarais esa noche, aunque me alegra saber que he podido transmitir la maravilla para los sentidos que es el crepúsculo en el Generalife. Un beso, Moli, ¡y me alegro de que hayas dejado de ser anónima!
ResponderEliminarPrecioso, parece estar ahí disfrutando del paisaje, de la zona, de la gente... No se puede describir mejor. Fue un placer conocerte, y será un placer aún mayor leerte por aquí. Un abrazo!
ResponderEliminar¡Hola Verónica! ¡Qué alegría encontrarte por aquí! Para mí también fue un placer conocerte, y espero volverte a ver muy pronto. Me alegro de que te gusten estos humildes escritos. ¡Y muchas gracias por hacerte seguidora del blog! Seguimos en contacto. Besos.
EliminarEspectacular y embrujadora me parece esta narración. Debió ser una representación de las que uno no debe perderse ¡y esos aromas a rosas y arrayanes!. Un Saludo de Faustino: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/
ResponderEliminarEspectacular y embrujadora me parece esta narración. Debió ser una representación de las que uno no debe perderse ¡y esos aromas a rosas y arrayanes!. Un Saludo de Faustino: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/
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