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jueves, 31 de mayo de 2012

Una loba insulsa y un hilarante inspector

En la recta final de la temporada, el Centro Dramático Nacional nos propone dos visiones completamente distintas del espectáculo teatral: dos obras clásicas pero muy modernas y actuales. Una decepción y una grata sorpresa para el Viajero. El gran teatro del mundo.

Las malas personas son malas hasta las últimas consecuencias. Su falta de escrúpulos les hace permanecer impasibles ante la comisión de atroces acciones que buscan únicamente su provecho. Nunca van a conmoverse ni a perder tiempo ocupándose en lo que puedan sufrir los demás. Los buenos, aun a costa de su propio perjuicio, buscarán siempre la felicidad ajena, siendo una bendición para los que los rodean. Esto es difícil de apreciar en el mundo real, donde no hay nadie que consuma las veinticuatro horas del día siendo un individuo abyecto –el más terrible asesino en serie puede ser un padre, marido, hijo o vecino encantador y muy querido por los suyos-; ni nadie tan bondadoso que no cometa en ocasiones un acto inicuo. Sin embargo es más fácil encontrar personajes de esta calaña en la literatura universal, donde hay seres diabólicos en los que no puede hallarse un ápice de bondad y otros angelicales que sufren las embestidas de los primeros. Es muy frecuente que muchos  autores unten sus argumentos  de un exacerbado maniqueísmo.
Algo  de maniquea tiene la obra The littles foxes de la estadounidense Lillian Hellman, que se está representado estos días en el teatro María Guerrero de Madrid. Fue traducida a nuestra lengua como La loba, en lugar del original Las pequeñas zorras, con el que la autora quiso hacer referencia a los versos del Cantar de los Cantares que dicen: “cazadnos las zorras, las pequeñas zorras que devastan las viñas, pues nuestras viñas están en flor”. La protagonista de la función quizás sea una de las últimas leyendas aún en activo de nuestras tablas: Nuria Espert. Y es ella la que encarna a la protagonista: Regina Hubbard, una dama ambiciosa, que vive a finales de siglo XIX en un estado norteamericano del sur después de la Guerra Civil de Secesión. Criada en el seno de una familia de comerciantes enriquecida que quiere quitar el puesto a la rancia aristocracia sureña, aherrojada por un mundo del que quiere huir, planea junto con sus hermanos un gran negocio basado en la explotación continua y salvaje de los negros que constituyen una mano de obra muy barata. Para conseguirlo -puesto que es mala, muy mala- no duda en pisotear a todos los seres que la rodean, sin excluir a su marido y a su hija –los buenos de la historia-. El mundo se ha portado mal con ella, no ha sido justo, y ella no tiene por qué tener piedad cuando ha llegado el momento de la revancha. La Espert –actriz con la que mantengo una relación de amor-odio desde que la vi por primera vez en el papel de Rosita, la soltera de Lorca en este mismo teatro allá por los años ochenta- no me convenció. Guardaba un buenísimo sabor de boca de su anterior montaje: La violación de Lucrecia, cuyo tormento viví en el teatrillo de Almagro durante el último festival, pero esa noche en Madrid no logró conmoverme. Compuso una Regina bastante falsa, muy amanerada y nada creíble. Aunque era la primera vez que veía esta obra en escena, no puede evitar compararla con la creación del personaje que hizo Bette Davis en la versión cinematográfica que dirigió William Wyler en 1941. La mirada malvada que salía de sus enormes ojos recogía en aquella película toda la perversidad de esa mujer que quiere alcanzar sus objetivos.
Pero el resto de actores –quizás excluiría a Víctor Valverde que encarnaba a James Hiddens, el marido honrado y sufridor de Regina- tampoco logró salvar la función. Encontré su actuación falta de sentimiento, poco natural. En ningún momento se produjo esa mágica sensación ante el escenario de creer que a lo que el espectador asiste es algo real, que los personajes son seres de carne y hueso, y que la historia podría suceder a alguien cercano o incluso a ti mismo. No conecté y no entré en ningún momento en la piel de esos seres que se movían por una escenografía muy convencional, y que parecían querer dejar muy claro que todo lo que decían y hacían era mentira. Gerardo Vera, que venía de triunfar con su Agosto en el coliseo de la plaza de Lavapiés, no encontró en La loba la clave para que sus actores transmitieran emociones veraces. Héctor Colomé y Ricardo Joven, los hermanos de Regina, correctos pero fríos; Carmen Conesa, quizás algo mayor para el papel de la jovencísima Alexandra, la hija de la protagonista; o la sobreactuada Jeannine Mestre, su cuñada, no consiguieron emocionar a una sala que aplaudió correcta y educadamente al final de la representación, pero sólo el tiempo justo hasta que se encendieron las luces. Una loba bastante insulsa.
Sensaciones muy distintas se vivieron al día siguiente en el Valle-Inclán. Cuando terminó la función de El inspector, una pieza del ruso Nikolái Gogol, el público que había estado pasándolo muy bien durante dos horas,  explotó en una fuerte ovación  con la que quiso reconocer al nutrido grupo de actores que habían participado en el espectáculo. Miguel del Arco, artífice de la versión y director de esta fiesta, logró actualizar y hacer muy cercano al espectador un argumento escrito en 1836. Desde luego el tema no ha pasado de moda y seguro que ahora, con la cacareada crisis, es cuando tiene más actualidad. La llegada por sorpresa de un inspector del estado a una pequeña población en la que la corrupción, los favoritismos, los fraudes… han sido tan frecuentes como el respirar, provoca tal situación de nerviosismo entre las fuerzas vivas del municipio que acaban agasajando y sobornando a la persona equivocada. Cual Leandro en Los intereses creados, quien se hace pasar por el noble que no es, el pícaro Iván es tomado por el representante de la ley que deberá juzgar y analizar la situación de caos en que sus autoridades han sumergido a la ciudad. Corrupción política, corrupción humana, corrupción social, ¿hay algún tema más actual que este? ¿Se habla de otra cosa últimamente en los telediarios?

A pesar de ser un reparto muy numeroso, es una obra coral, los actores doblan y triplican sus personajes; se travisten y tan pronto encarnan personajes femeninos como masculinos. Los movimientos escénicos son rápidos y nerviosos. La hilaridad no solo se consigue con la palabra, también con los gestos y la expresión corporal. La escena es sencilla; en ella nos trasladamos con muy pocos elementos de la casa del alcalde a las calles del pueblo, de una pensión de mala muerte a los despachos administrativos del ayuntamiento. Y la protagonista indiscutible de todo el espectáculo es la risa, una risa que actúa a modo de  catarsis entre los asistentes a la disparatada función. La única forma de no caer en la más negra de las depresiones en estos tempus horribilis que vivimos es tomarse las cosas con mucho humor. Esto es lo que nos propone Del Arco y todo su equipo. Ante la impotencia de no poder hacer nada contra la corrupción, la única arma de que disponemos los ciudadanos de a pie es la crítica burlesca, la ridiculización de los corruptos. A modo de comedia de Berlanga, y con raíces en el esperpento del autor que da nombre a este teatro, se van sucediendo escenas grotescas que se acompañan de la música en directo que ejecuta una pequeña banda compuesta de un violín, una tuba y un saxo. Hay momentos en que los actores se convierten en cantantes y entonan melodías pegadizas con estribillos que el público repite. ¡Gran espectáculo!
En suma, como bien dice su director en el programa de mano, la única forma de abordar los temas serios es convertirlos en una comedia delirante. Completamente de acuerdo. Lo pasé francamente bien riéndome de la crisis y de los que la han provocado. Que no nos quite nadie el consuelo de la risa.

Fuente fotos carteles: http://www.cdn.mcu.es/

domingo, 13 de mayo de 2012

Recuerdos de una tradición casi perdida

La matanza del cerdo, todo un ritual familiar y social hoy ya casi perdido. En este escrito, relato mis impresiones infantiles sobre este acontecimiento que se repetía todos los meses de diciembre.

Un día de diciembre frío y con un poco de niebla ha traído hasta mi pensamiento recuerdos de hace muchos años, cuando aún conservaba la inocencia infantil y no estaba tan contaminado como hoy en día por el paso del tiempo. Cuando llegaban esas jornadas que anunciaban el duro invierno manchego, el niño que yo era estaba ya inquieto preguntando a sus padres: “¿Cuándo vamos a la matanza?”. Y es que al pequeño le encantaba asistir todos los años a ese rito en que la familia se proveía de buenas pitanzas que les acompañarían muchos meses.
El fin de semana señalado  sus padres recogían al pequeño en el colegio, entonces se acababa la jornada a las seis de la tarde, por lo que el viaje hasta la finca de Alamillo, un pueblecito cerca de la raya de Extremadura  aunque todavía de la provincia de Ciudad Real, se hacía de noche. A través de las ventanillas del coche el niño jugaba a adivinar las formas caprichosas que tenían las retorcidas encinas que los faros iluminaban. Y cuando por fin llegaban a su destino, el cortijo de los primos, una gran emoción le hacía saltar del vehículo para ver cómo iban los preparativos de todo el ritual que tenía que desarrollarse al otro día. Luego venía la cena en la cocina campera, que exhalaba ya los aromas típicos de la matanza: cebolla cocida, pimentón, ajo, pimienta, orégano…  Y el descanso en una cama amplia que compartía con sus primos pequeños  y en la que costaba meterse: tan frías estaban las sábanas, que muchas veces había que calentarlas con bolsas de agua hirviendo. Y es que el único foco de calor que tenía la casa venía de la chimenea de la cocina; si se asomaba la cabeza de la pila de mantas, las orejas y la nariz se quedaban en el acto congeladas y con riesgo de desprenderse de la cara.
Todos los niños se levantaban muy temprano la mañana siguiente. ¡Comenzaba el duro trabajo para los mayores y la diversión para ellos!  Pero antes venía el desayuno; se solía almorzar migas, de las que nuestro protagonista apartaba los trozos de asadura que no le hacían mucha ilusión. A veces, el cerdo ya estaba muerto cuando llegaban, y esto le suponía un gran consuelo a nuestro pequeño Viajero, porque le horrorizaba la escena de la muerte del animal. Si no había suerte y había que matarlo, veía llegar al matarife con sus utensilios. Los hombres de la casa ponían al desgraciado animal maniatado sobre una mesa, y el experto procedía a degollarlo. En ese momento, el pequeño que se encontraba lejos de la escena, tenía que taparse fuertemente los oídos para no escuchar los terribles chillidos que la víctima profería.  En un lebrillo con un poco de sal gorda, se recogía toda la sangre que soltaba el animal, que tenía que removerse constantemente hasta que se enfriase  para que no se coagulara, y que después serviría para hacer las morcillas. Se colgaba al cerdo de un gancho, después, y con unas aulagas prendidas  se socarraba la piel de la bestia para quitar todas las cerdas y limpiarla bien. Si no había aulagas, se escaldaba el pellejo del  cerdo con agua hirviendo y luego se raspaba meticulosamente. Seguidamente se colocaba a la víctima cabeza abajo y el matador procedía a abrirlo en canal extrayendo bien todas las vísceras y las tripas. Estas se lavaban con agua y jabón porque luego servían para hacer los embuchados. Luego se dejaba el cerdo a la intemperie para que se enfriase y se endureciera.
El día siguiente, era el más divertido para el niño. Las mujeres eran las encargadas de elaborar los embutidos, y él disfrutaba ayudándolas. En las grandes artesas, enormes recipientes de casi dos metros de madera, se mezclaban todos los ingredientes y se amasaban con mucho esmero hasta que se obtenía el resultado deseado, que se probaba friéndolo en pequeñas sartenes en la lumbre. Luego, con la tradicional máquina de embutir, se introducía el bodrio en las tripas. Disfrutaba mucho el pequeño colgándose de la manivela de la máquina y viendo salir el producto por el embudo que rellenaba la tripa arrugada;  a veces, y aunque le decían que parase, jugaba a seguir apretando hasta que la tripa se desbordaba y salía más contenido del deseado. Después, meticulosamente, se ataban las morcillas y se ponían a cocer en grandes baldes metálicos unos quince o veinte minutos; tras esto, se colgaban en el humero de la chimenea para que se secaran y ahumaran convenientemente. Está viva en los recuerdos del jovencito de pocos años esa lluvia de grasa que desprendían durante toda la noche.
Entonces llegaba uno de los momentos preferidos de los chiquillos: les daban las vejigas de los cerdos que se hubieran matado, que ellos hinchaban hasta crear perfectos balones con los que jugar. Otras veces se guardaban para hacer pieles de zambomba que se utilizarían en la navidad cercana.
Otra tarea era la elaboración de los chorizos, para lo que había que picar bien la carne del cerdo que había estado oreándose por la noche. También gustaba mucho el infante de girar la manivela de la máquina picadora, aunque tenía que dejar la mayor parte de las ocasiones la tarea a los mayores porque sus pocas fuerzas no le permitían dar vueltas con presteza.  También se recortaban las paletillas y los jamones, se apartaba el tocino, la panceta, la papada y las entremantas. Y ya estaba prácticamente hecha toda la faena.
Hoy, este anochecer antesala del invierno, me ha llevado a ese tiempo ya tan lejano, a esa reunión familiar en la que era muy feliz. Pasaba mucho frío en la casa de esa finca de Alamillo, pero nunca podré olvidar esas entrañables noches junto a la chimenea, noches de risas, chascarrillos y cuentos junto al fuego, que alegraban mi corazón y me hacían creer que el mundo se limitaba a esos cuatro muros, que no había nada fuera de ellos, que tendría permanentemente ese sentimiento de seguridad. Después el paso de los años me enseñaría que algo, un poco, estaba equivocado.

Fuente imagen: www.wikipedia.org

martes, 8 de mayo de 2012

Un plato popular manchego: las migas

Un plato que, si bien no es exclusivo de la Mancha, es uno de los más tradicionales y característicos de nuestros pueblos.

¿Hay algo más agradable que una reunión de gente a la que quieres y con la que te sientes muy a gusto? Si además a esa reunión unimos el disfrute de una buena comida, el placer es doble. Yo me he juntado en muchas ocasiones con gente muy cercana en torno a una buena sartén de migas. Es  este un plato muy ligado a toda la tradición gastronómica española, pero que cobra especial relevancia en la Mancha. Tiene un origen humilde: era comida pobre de pastores que tenían que pasar muchos días en el campo, sin otra compañía que la de sus ovejas. Como no disponían de ingredientes variados, tenían que utilizar como base de su alimentación el pan, casi nunca recién hecho. Ahí está el origen de este modesto y sabroso guiso que hoy tiene el honor de no faltar en ningún restaurante que ofrezca comida típica manchega.

Para preparar las migas hay que disponer de una buena cantidad de pan atrasado. Si queremos prepararlas para cinco o seis comensales, habrá que disponer más o menos de un kilo. Es muy importante que el pan no sea reciente sino que, como decimos por aquí, tiene que estar sentao, esto es, que tenga dos o tres días. Si es un pan "moreno" tradicional de nuestros pueblos, mucho mejor. Además necesitamos una cabeza de ajos, un cuarto de litro, aproximadamente, de agua, unos 20 centilitros de aceite y sal.


Picaremos el pan en cuadrados pequeños el día anterior a la preparación. De este modo no se perderá mucho tiempo a la hora de cocinar el plato. Una vez que tenemos troceado el pan, partiremos los ajos por la mitad sin pelar. Prepararemos una buena lumbre de leña -también se pueden hacer en cocina de gas o vitrocerámica pero es obvio que no saben igual- en la que colocaremos las trébedes, y sobre ellas la sartén con el  aceite. Cuando esté caliente, echamos los ajos, los sofreímos y retiramos la sartén hasta que el aceite se enfríe un poco. Añadimos el agua y la sal y lo mezclamos bien. Llega el momento de zambullir las migas en el caldo, removiendo bien con la paleta, para que la mezcla sea uniforme. La cuestión ahora es dar vueltas hasta que estén doradas. La última vuelta, cuando ya vemos que están a punto, se les da con la sartén en el aire. Hay que tener, para esto, mucha habilidad y maestría. Las migas han de acompañarse de torreznos, ajos asados, pimientos verdes y rojos secos, sardinas, chorizos, e incluso uvas o melón. Todo esto, salvo la fruta evidentemente, ha debido freírse previamente. Lo más típico es comerlas directamente de la sartén, colocada en el suelo, y situados los comensales en corro en torno a la misma: “¡cuchará y paso atrás!".

En la Mancha, no sé en otras regiones, existe una variedad de comer las migas: las migas canas. Lo sobrante en la sartén se aprovecha para el postre. Se retiran los ajos y los restos de otros ingredientes, y se añade leche al gusto, también azúcar si se quiere. No hace falta explicar el porqué de su nombre.

No hay festejo popular, romería  o reunión social en las tierras que hollara el caballero de la Triste Figura en la que no esté presente una buena sartená de migas. Son el complemento ideal de estas fiestas, que tienen “mucha miga”. Y es que “no con palabras, sino con migas, se llenan las barrigas”. Allí sí que se hacen “buenas migas”, ¡pobre del que no las haga! Traen alegría a raudales: “migas con tropezones, alegran los corazones”. Y no hay que despistarse, que vuelan; porque ya se sabe: “ya están las migas en la poyata, y el que se descuida no las cata”. Y después de yantar, a bailar y a saltar hasta quedar “hechos migas”. 


Fuente foto: http://www.wikipedia.org/