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martes, 30 de diciembre de 2014

Diciembre en el valle de Alcudia

Una fría mañana de un domingo de invierno. Una casa en los límites del valle de Alcudia. Y un grupo de viejos amigos que celebran un cumpleaños: tiempo, marco y excusa perfectos para pasar unas horas de agradable reunión.

Dedicado a Antonio, gracias a quien el Viajero volvió a descubrir el valle de Alcudia.



Los más madrugadores llegaron sobre las once y media de la mañana. Un tibio rayo de sol se filtraba entre unos nubarrones negros que no presagiaban nada bueno. El parte meteorológico había anunciado una caída brutal de las temperaturas a partir de ese día. Ya la noche había sido heladora: el Viajero había pasado algo de frío en la casa y no se había atrevido a asomar la cabeza, oculta bajo el embozo, hasta que Antonio hubo encendido la chimenea. Se despabiló por completo cuando sintió en el rostro el agua del lavabo cuya temperatura estaba cerca de los cero grados –o al menos eso le pareció a él-. Y ya en el salón, oyendo otra vez el crepitar de las llamas que habían acompañado su sueño, se reconfortó con el calor agradable que desprendían los troncos de encina ardiendo en el hogar mientras desayunaba.

Los recién llegados, que conocían bien el valle, pero no en concreto esa finca situada justo en su solana, venían con ganas de caminar y dispuestos a realizar una ruta previa a devorar el aperitivo. “Así hacemos hambre”, animaba Carlos al resto con una sonrisa de oreja a oreja. No hacía falta alentar mucho a los intrépidos caminantes que, por otro lado, se habían preparado bien para la ocasión: Ana y Clara no estaban dispuestas a pasar frío e iban muy abrigadas, aunque luego, a medida que iniciaran la ascensión a la ladera, les irían sobrando muchas prendas. Y Tony quería demostrar que habían servido para algo las muchas horas de spinning en el gimnasio…

La ruta comenzaba a pocos pasos de la casa: se trataba de un amplio camino abierto en la propiedad con varios fines: servir de acceso a la zona superior de la misma, hacer las labores de cortafuegos en caso de incendio, y facilitar la distribución de los monteros en los días de cacería. Por allí enderezaron los senderistas, pasando antes por una veredilla que acortaba la distancia al mismo y que Antonio contó que su padre llamaba “la senda del ahorro”. Los primeros metros eran llanos y cómodos. El cielo se iba cerrando cada vez más y unas nubes bajas se había apoderado de las zonas altas de la sierra. El sol desapareció, pero la visibilidad todavía era buena y a medida que iniciaron la ascensión pudieron divisar a lo lejos, entre brumas, las estribaciones de Sierra Morena al suroeste, los altos picachos de Sierra Madrona, al sureste; también la cercana población de Cabezarrubias del Puerto y olivos, muchos olivos, que ocupaban la llanura que se abría a los pies de la pendiente en que estaban. Las jaras pringosas colonizaban gran parte de los terrenos cercanos e incluso estaban ocupando amplias zonas de la vía; pensó el Viajero en la belleza del paraje en los venideros días primaverales cuando el blanco de sus flores eclosionaría. El fruto rojo de los lentiscos daba una nota de color al panorama, como si el campo también quisiera vestirse de navidad aquel 28 de noviembre, festividad de los Santos Inocentes. Algún que otro quejigo y las sempiternas encinas parecían animar a los paseantes cuyas respiraciones se entrecortaban a medida que la ascensión se iba haciendo más dura.

La desilusión llegó cuando coronaron la parte más alta, donde recuperaron el resuello. El Viajero, que ya había transitado por el lugar, les venía alabando la maravillosa vista que se alcanzaba desde arriba. Pero una intensa niebla se había apoderado de la cumbre y los ojos no llegaban a contemplar nada más allá de dos metros de distancia. “Habrá que volver”, fue el pensamiento general de todos cuando pasaron delante de una trocha que llevaba a un roquedal, mirador natural que ponía ante la vista del caminante, y a sus pies, toda la extensión del valle de Alcudia. Al iniciar el descenso, siguiendo el camino circular que conducía otra vez a la casa, la niebla desapareció. Una pradera de intenso verde, de ese verde que solo se ve en el valle en invierno y primavera y que desaparece como por arte de magia cuando va a entrar el verano, los invitó a detenerse. Pero una llamada les advirtió de que el resto del grupo ya estaba en la casa y aceleraron la bajada.

En una de las rectas de la calzada ya próxima a la vivienda se toparon con un vehículo todoterreno. “Buenos días, Agapito”. Se trataba de un personaje muy conocido en todo el valle: toda su vida consagrada a la caza, como él mismo reconocía con orgullo. Ahora, a sus más de ochenta años, se dedicaba a organizar y arrendar monterías en las quintas de Alcudia. Estaba preparando la próxima que se haría en La Solana del Colmenar, y había salido esa mañana a “tocar la flauta” de los cochinos jabalíes; esto es, a dejar a las bestias comida adicional con la que atraerlas a ciertos puntos estratégicos y acostumbrarlas a bajar a los mismos haciéndose visibles de este modo a los ojos de los cazadores. Nos previno para que no saliéramos del camino principal, que la cacería ya estaba próxima y no era cuestión de que espantáramos a los animales. Cuando nos empezaba a contar que su vida había sido recogida en un libro, y que por esos montes había trotado en su juventud con los maquis, Antonio lo interrumpió con la excusa de que nos estaban esperando. Unos buitres que sobrevolaban bajo, contemplaban entretenidos la escena.

Bajo un sol espléndido, y una hierba recién cortada que semejaba el césped más cuidado, en el exterior de la vivienda y jugando con mucha energía ya estaban los más pequeños: Fernando hijo, Javier, Marcos y la delicada Ángela. Recibieron a los excursionistas con gran alborozo. Abrazos, besos, fotos… Fernando padre, gran conocedor de la zona porque su familia tenía una finca cercana al lugar en que se encontraban, explicó a los demás la situación de su propiedad, utilizando como referencia la torre abandonada de una antigua fábrica que se dibujaba en el horizonte. Entraron y se dispusieron a preparar el susodicho aperitivo que precedería a la paella que Antonio prepararía al amor de la lumbre. La reunión se completó con Graci, Marta –la artista del violín- y Vicente, que se había levantado no hacía mucho porque había trabajado toda la noche.

No faltaron pinches de cocina para la elaboración de la paella. Carlos –alma mater de la preparación de los piscolabis del grupo e insuperable cortador de buen jamón- y Leo se pusieron rápidamente a limpiar los mejillones, las dos Anas –Olmo y Sillero- y Graci se encargaron de las gambas, gambones, los calamares y el solomillo, Tony ralló los tomates… En fin todos se pusieron al mando del gran chef que maniobraba entretanto preparando el fuego. Cuando este estuvo listo, y con la inestimable ayuda de Tony, que se sentó a su lado, animándolo y aconsejándolo en todo momento, el cocinero preparó en un periquete el guiso para diecisiete personas.

Huelga decir que la comida resultó un éxito. La paella estaba exquisita; había comido otras el Viajero de este guisandero, pero esa le pareció la mejor. Unos cuantos granos de arroz quedaron en la paellera. Como Antonio nació el 28 de diciembre de hacía ya unos cuantos años, a los postres se le tributó el merecido homenaje. Café, la tarta que regaló Marcos porque al día siguiente era su cumpleaños –“¡A ver si mañana no me vas a llamar…!”- regalos, y alguna que otra copichuela, los llevaron hasta una hora avanzada de la tarde. Fue también el momento de recordar al resto de los amigos que no habían podido acompañarlos esa jornada. Como había quedado un día estupendo, y después de despedirse de los madrileños que tenían por delante varias horas de viaje, el resto de los satisfechos comensales decidieron dar otro paseo.

Esta vez la ruta elegida fue un sendero que conducía al mismo mirador que algunos habían visitado por la mañana, de subida más rápida, pero algo más dificultosa. Muchos decidieron regresar a la mitad del camino, cuando llegaron a una pedriza que rompía la manta de verdor que refulgía al sol. Otros, los mismos osados de la mañana, amén de Marcos –el niño de los ojos más vivos que el Viajero hubiera conocido nunca-, que sustituía a Clara, que había decidido cambiar la caminata por la lectura, siguieron la ascensión. La senda serpenteaba entre jarales y encinas cubiertas de musgo, en las zonas donde menos entraba la luz. En un pequeño llano se encontraron con un bosquete de enebros de finos troncos. Marcos, Carlos y Ana, que quedaron un poco rezagados, tuvieron la suerte de divisar cuatro venados que triscaban entre la maleza. No era raro que los hubieran visto, porque todo el camino fueron topándose con excrementos recientes de ciervos. En una cuevecilla,
ya casi al final del trayecto, contemplaron la imagen de una virgencita que, orgullosa, desafiaba las inclemencias del tiempo; no había llegado allí por un milagro, sino por la mano de Antonio que, a instancias de su madre, la colocó en ese lugar, en un altar improvisado bello y sencillo. Y al final, la recompensa merecida de su esfuerzo: accedieron al roquedal, mirador natural y balcón al valle, desde el que, aunque ya no quedaba mucha luz porque comenzaba a anochecer, ahora sí que pudieron apreciar la grandeza de esta maravilla natural. El círculo casi perfecto de Alcudia, rodeado por las sierras que forman su frontera natural, apareció deslumbrante. El Viajero volvió a sentir que esa era su tierra y pensó que allí se encontraba realmente a gusto. La sensatez –pronto sería noche cerrada- les hizo dejar sus ensoñaciones y abandonar el lugar, no sin algún que otro percance: Tony se golpeó la rodilla con un saliente de la roca, y Marcos, que tuvo que hacer toda la bajada de la mano de Ana y el Viajero, se torció ligeramente un tobillo; una nueva hazaña que añadir a la historia del niño aventurero que subió hasta el mirador más alto de La Solana del Colmenar, ¡valiente, Marcos!

Ya otra vez en la casa, al calor del hogar que sentó muy bien a los caminantes, se reencontraron con los otros de la panda. Después de dar buena cuenta de unas chuletillas de cordero lechal que desaparecieron de la fuente casi antes de poder hacerles una foto, llegó el momento de volver cada uno a su lugar. Por las caras de satisfacción que se vieron en la despedida y por los mensajes telefónicos que esa misma noche se enviaron, el Viajero tuvo la certeza de que en la mente de todos anidaba un pensamiento: ¡Qué bien se está cuando se está con buenos amigos!

Fotos del autor,

lunes, 28 de abril de 2014

Una nueva casa para Domenikos

Hace poco más de tres años se inauguraba en Toledo la nueva casa de El Greco. Este año en el que estamos inmersos en la vorágine de las celebraciones del cuarto centenario de la muerte del cretense, quiero recuperar este artículo que se hacía eco de ese acontecimiento.

Pues sepan vuestras mercedes que mi nombre es Doménikos Theotokópoulos, más conocido como el Greco, apelativo que me dieron los habitantes de este país, tan dados a bautizar a las personas con otros nombres, sobre todo cuando, como sucede en mi caso, es tan raro por estas latitudes. Y no estaban faltos de razón los españoles que me dieron ese apelativo, porque yo nací en Grecia. Vi la luz en Candia, la actual Creta, por aquel entonces ocupada por los venecianos. Comencé mi carrera –yo, por si lo desconocen sus señorías, soy pintor- en mi tierra natal, pero pronto consideré que para un joven de cierto talento como yo, perdónenme la falta de modestia, el futuro estaba allende los mares, en tierras italianas. Era allí donde el Renacimiento,  eclosionado dos siglos atrás, gracias al patrocinio de grandes mecenas, había tomado plaza fuerte. En Venecia y Roma completé mi formación, pero como no veía mucho futuro allí y soy de carácter aventurero, me embarqué con rumbo a las costas de España.

Por aquella época Felipe II estaba concluyendo la obra de su Escorial, dedicado al santo que pidió, estoicamente, que le dieran la vuelta en la parrilla porque ya estaba bien tostado por un lado. Había oído noticias en Italia de los trabajos y de lo bien recibidos que eran los artistas provenientes de allí. No lo dudé. Me instalé en Toledo, capital religiosa del reino y una de las ciudades más grandes de Europa en aquellos momentos, donde fui recibido con grandes honores. Mi idea era trasladarme pronto a la corte, y de hecho realicé algunos encargos para el Monasterio del monarca en cuyos dominios no se ponía el sol, pero no gustaron mucho a su majestad. Así es que me quedé en mi querida Toledo, donde fui tratado y reconocido como gran artista, durante la no despreciable cifra de treinta y siete años. Y allí fallecí, después de imprimir de forma indeleble mi arte en la ciudad. Tienen que reconocer vuestras mercedes que hoy Toledo no sería la misma sin mis trabajos.

Pero no siempre mis cuadros fueron reconocidos. Pasaron siglos oscuros en los que fui considerado un pintor menor, caprichoso y extravagante. Incluso ignoraban mi existencia fuera de mi patria de adopción por no haber salido nunca de ella mis pinturas. Pero llegaron a España los viajeros románticos europeos y se volvió a dar el trato debido a mi persona y mi labor (ya he dicho que la modestia no es una de mis principales virtudes). Y en los primeros años del convulso siglo XX, a iniciativa de un marqués que ostentaba por pomposo nombre el de la Vega-Inclán se me dedicó en la ciudad imperial un museo. ¡Ya era hora!

Era el año de 1910. Había un solar libre y bastante amplio en plena judería toledana. Se daba además la circunstancia de que estaba a poca distancia de mi verdadero hogar, que desgraciadamente se perdió en un incendio. Pues en él pensó el insigne noble para erigir mi casa-museo. Un año más tarde se inauguró con todos los honores que requieren estos casos. Se aprovecharon restos de un palacio renacentista del siglo XVI, pero la mayor parte de la construcción se hizo en tiempos modernos. Un bello patio con galería de columnas de piedra de capitel jónico, balconadas de madera y azotea en el piso principal, sirvió de distribuidor a las habitaciones que fueron decoradas con muebles y enseres de mi época. La dejaron tan bien y tan coqueta que no me hubiera importado volver de donde estoy para aposentarme en ella. Allí se reunió gran parte de mi obra, para evitar que se dispersara y
cayera en manos de coleccionistas desaprensivos. Uno de los tres Apostolados que imaginé, la Vista y plano de Toledo  o Las lágrimas de San Pedro, encontraron por fin un digno destino, junto a cuadros de otros colegas como Luis Tristán, Murillo, Valdés Leal, alguno de ellos a los que ni siquiera llegué a conocer.

El museo con el tiempo fue –como todas las cosas en este valle de lágrimas, “tempus fugit!”- deteriorándose. En varios momentos de su historia ya centenaria. Sufrió numerosas reformas que parchearon sus deficiencias. La última y más importante se acometió hace algo más de cinco  años; cinco años durante los cuales, los pobres turistas que salían de ver mi Entierro del Conde de Orgaz, caminaban como desorientados espectros por la judería, hasta que un alma caritativa les decía que no, que no podían entrar, que estaba cerrado.  Pero ahora me han dicho, seguro que vuestras mercedes también son sabedores de la noticia, que hace pocos días han finalizado las obras. ¡Por fin se ha cumplido el ciclo de los trabajos! Otra vez mis cuadros se alegrarán de reencontrarse con esos extraños seres vestidos con estrafalarios ropajes y enseñando sin ningún pudor las pantorrillas, que tratan de burlar los ojos censores de los vigilantes para disparar sus artefactos que dicen que capturan las imágenes. ¡Por fin se liberarán de la carga de tanto viaje, tantos desplazamientos de la ceca a la meca a los que han sido sometidos durante el cierre de su casa! ¡Han viajado casi más que yo, que ya es mucho decir! ¡Por fin la ciudad toledana ha recuperado un lugar que le da merecida fama! Y es que, perdónenme, Toledo soy yo.

Y aunque ahora digan que ya no se llama mi casa, y la hayan rebautizado con el nombre más simple de museo, de lo que no me cabe ninguna duda es de que mi espíritu errará como siempre, nostálgico y melancólico,  entre sus muros.

Fuente fotos: www.wikipedia.org