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martes, 24 de abril de 2012

La "Toledillo" de la Mancha

En sus andanzas por la geografía española, llega el viajero a Yepes, población de la provincia de Toledo, conjunto histórico-artístico, de gran riqueza monumental.
Atraído por lo que ha leído de su iglesia parroquial, a la que llaman “la catedral de la Mancha”, nuestro Viajero llega a Yepes. Las guías turísticas se hacen eco de sus grandes dimensiones y la consideran, después de la catedral de Toledo, el monumento religioso más importante de la provincia. No puede perderse  un edificio tan singular, deseoso siempre de atesorar en su retina y en su cámara fotográfica, nuevas imágenes artísticas.
Entra el caminante por la puerta de la Villa, también llamada de San Cristóbal, de la antigua muralla, que conserva sus dos torrecillas almenadas. Pero antes ha contemplado sorprendido un magnífico ejemplo de gótico isabelino: un rollo inquisitorial, o picota, que se yergue orgulloso en una rotonda. Situado fuera de la muralla, hoy presenta un aspecto incompleto ya que le falta su remate. Sin embargo, no ha perdido ni un ápice de su belleza. El Viajero la admira, y no se para a pensar en las terribles escenas que en tiempos más tristes tendrían lugar aquí. Tras franquear el arco, se vuelve y descubre en su cara interna una pequeña hornacina con un gracioso San Cristóbal que parece darle la bienvenida.
Cuando se adentra en el laberinto de calles que conservan su trazado medieval, va descubriendo otros restos interesantes de la muralla de esta importante villa, cedida por Alfonso VIII al arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, y vendida, según le cuentan, por el rey Felipe II siglos después a su concejo ciudadano. Son dos torres albarranas que han desafiado el paso de los años y a las que se han pegado, como lapas, otras construcciones más modernas.  Se suceden ante los ojos del Viajero, siempre ávidos por descubrir pequeños tesoros, casonas nobles con sus escudos heráldicos y otras menos nobles, con  grandes portadas de madera y cubierta de tejas, tan características de estas tierras manchegas.  También encuentra algunas edificaciones del siglo XVII, época en la que Yepes recobró viejos esplendores perdidos, como el convento barroco de Carmelitas y los hospitales de la Concepción y San Nicolás.
Relatan al paseante leyendas de amores entre judíos y cristianos con finales siempre trágicos que, como en tantos otros lugares de la piel de toro, tuvieron como escenario la villa de Yepes. Y es que esta localidad albergó en la época medieval un importante censo de pobladores judíos, árabes y cristianos que vivían en una idealizada y no siempre cierta convivencia pacífica. Por este motivo, y por su riqueza patrimonial, dicen al viajero con mucho orgullo que recibe este pueblo el apelativo de la “Toledillo” de la Mancha.
Al final de una animada calle, divisa la impresionante y porticada plaza Mayor. Pero cuando intenta acceder a ella, una valla metálica le impide el paso. ¡Oh desilusión! Toda la plaza está en obras y solamente se puede pasear debajo de los pórticos. La plaza quedará bonita, o eso esperan los yeperos, cuando la terminen; aunque las obras parecen alargarse más de lo previsto. Dos edificios llaman la atención del caminante en esta plaza: el denominado “Edificio de las Buhardillas”, del XVIII, cuya planta y trazado fue supervisado por Juan de Villanueva, y la desafiante mole de la colegiata de San Benito Abad.
 Al encontrarse frente a la iglesia, y a pesar de que no puede contemplarla desde todas las perspectivas que quisiera por culpa de las dichosas reformas  -¿por qué tiene que afectar tanto el paso del tiempo a las obras humanas?-  piensa que su visita a Yepes ha quedado  perfectamente justificada. En su exterior examina despacio las dos portadas renacentistas y se sorprende con los sesenta metros de altura de su torre. Es una obra del siglo XVI, le explican, trazada por el más notable arquitecto de Toledo: Alonso de Covarrubias. No quiere dilatar más tiempo su ingreso en el que supone será magnífico templo. Su intuición no le engaña: al entrar por los pies de la nave principal, su mirada se pierde en un bosque de columnas con pilares fasciculados y bóvedas de nervaduras estrelladas, características del último gótico. El Viajero las conoce bien; para algo tienen que servirle tantos estudios de historia del arte.  No dejan de sorprenderle las capillas laterales, con sus rejerías platerescas. Pero algo le disgusta la capilla barroca del Cristo, del siglo XVIII: no puede impedir que le moleste la incursión de ese estilo no muy querido por él en el conjunto renacentista del templo.  En la cabecera del edificio el altar mayor lo atrae como un imán;  y es que sabe que alberga lienzos de gran tamaño de Luis Tristán, el que fuera el mejor alumno de Domenico Theotocopuli, más conocido como el Greco. En su contemplación pierde la noción del tiempo. Una reciente restauración –al menos eso es lo que él piensa- ha sacado a la luz los colores brillantes y las líneas que el autor dibujó. Las escenas de la vida de Cristo están contadas con un extremo realismo. Una voz hace volver a la realidad al visitante absorto en sus pensamientos: “La iglesia se cierra”.
Ya está otra vez el Viajero en las calles de Yepes. Está anocheciendo, pero no quiere renunciar a ver las puertas de la muralla que aún le restan: la de Toledo  o del Carmen, y la Puerta Nueva o de la Lechuguina. Es hora de partir, no sin antes hacerse un firme propósito: regresar a Yepes. Habrá que ver si la plaza ha quedado bonita después de las obras.

Fotos del autor,


martes, 10 de abril de 2012

Lo que es Cádiz...


Un intento de definición de esta maravillosa ciudad atlántica, enamorada del océano, que parece querer soltarse de la tierra y mecerse eternamente en la cuna de las olas.

Cádiz es una puesta de sol en la playa de la Caleta, íntima y recogida, viendo regresar las barquitas que los pescadores varan en la arena repletas de los frutos que han arrancado al océano; es una cena en una taberna del barrio de la Viña, barrio popular y dicharachero, en una animada noche de agosto. Cádiz es un paseo por la línea marítima de la playa de la Victoria, un baño en las agitadas aguas de Cortadura en día de poniente; es un caminar pausado por la Alameda de Apodaca, contemplando las olas que se estrellan contra los pétreos malecones; es un descanso en el parque Genovés, viendo volar las inquietas cotorras que lo pueblan y oyendo el rumor de sus fuentes.

Cádiz es una festiva noche de carnaval, cuando los gaditanos sacan a la calle todo su salero y su gracia; es una fiesta de comparsas en el Falla. Cádiz es flamenco en verano, en el baluarte de la Candelaria; es música en el castillo de Santa Catalina; arte encerrado en su fabuloso museo. Cádiz es historia, una historia dura y complicada sufrida por generaciones y generaciones de gaditanos que han visto sus calles asaltadas por piratas, holandeses o ingleses que la han arrasado muchas veces; es la villa de "la Pepa", nuestra primera constitución, la de 1812, la que no quiso luego respetar Fernando, el rey felón, traicionando a su pueblo.

Cádiz es una extensión breve de calles cuadriculadas que mueren en el mar -siempre el mar, el mar por los cuatro costados- salpicada de muchas plazas: la de la Mina, con sus centenarios ficus, que tiene el honor de albergar la casa natal de Falla; la cercana y recoleta de San Francisco, con sus animadas terrazas veraniegas; la de las Flores, salpicada de los aromas y colores de los puestos ambulantes; la de la Candelaria, con sus estiradas palmeras; la extensa plaza de San Antonio, de la que surge, señorial y elegante, la calle Ancha; la plaza de San Juan de Dios, abierta al puerto, que presume, orgullosa, de albergar el cabildo de la localidad; la cosmopolita, llena de turistas, de la catedral; la plaza de España, donde se levanta orgulloso, siempre con la llama encendida, el Monumento de las Cortes. Cádiz es disfrutar del paseo, sin apenas agobios de tráfico; es disfrutar de la vida en la calle.

Cádiz es cazón en adobo, carne mechada, chocos fritos, o en albóndigas, gambón, chipirones, morenas, atún, calamares, tortillitas de bacalao, ortiguillas, toritllitas de camarones, huevas "aliñás", cabrillas, ricas caballas... Cádiz es disfrutar de la buena gastronomía en tascas y freidurías populares a precios asequibles; es la alegría de poder comer fuera en todas las épocas del año. Cádiz es la tapa del mediodía, en las animadas calles aledañas de la plaza de la Mina; es el chocolate con churros del desayuno o a la hora de la tarde.

Cádiz es el pasado de las ruinas de su teatro romano, de su antigua fábrica de salazones, de su magnífico museo-excavación de la Casa del Obispo, de sus maravillosos templos, es el presente de sus gentes que día a día disfrutan de su ciudad y trabajan para asegurar su porvenir, y es el futuro de una ciudad moderna y abierta al mundo que organiza importantes actividades y congresos en su Antigua Fábrica de Tabacos, y que se engalana para los fastos de la conmemoración de los doscientos años de los acontecimientos del Oratorio de San Felipe Neri, improvisado parlamento donde vio la luz "la Pepa".

Cádiz es luz, Cádiz es sol, Cádiz es océano, Cádiz es vida. Cádiz es la sonrisa amable de un gaditano. Cádiz es, sencillamente, Cádiz.