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lunes, 26 de noviembre de 2012

Noches de Julio en la colina de la Alhambra (y III): En el patio de los Arrayanes

El eco callado del agua en remanso de la alberca del patio de los Arrayanes de la Alhambra acompaña la música que arranca de su viola Tabea Zimmermann. El Viajero se deleita con esos dos sonidos otra noche de verano en Granada.

A pesar de que hacía muchos años que asistía al Festival, nunca había presenciado  un concierto en su marco más emblemático: el patio que atravesaban los embajadores llegados de tierras distantes para ser recibidos en audiencia por los sultanes bajo la cúpula que guarda la torre de Comares; el patio al que ha nominado definitivamente el lineal y perfecto seto de arrayán, venciendo otros diferentes apodos –de la Alberca o de Comares- que se le dieron a lo largo de la historia. Diversas circunstancias habían hecho imposible que disfrutara de un concierto en el patio de los Arrayanes de los palacios nazaríes: funciones en días de trabajo o lo limitado del aforo del recinto que hacía que se agotaran rápidamente las localidades. Un año había conseguido entradas para este lugar, pero la mala suerte hizo que una fuerte tormenta estival descargara sobre la ciudad granadina, y el concierto se trasladase a un recinto cerrado- ¡gran desilusión!-. Pero ese tres de julio, cuando se celebraba la sexagésimo primera edición del festival surgido a raíz de los conciertos sinfónicos decimonónicos organizados con motivo de las festividades del Corpus en el palacio de Carlos V, no cubría el cielo ningún nubarrón que amenazase con descargar sobre las viejas piedras de la Alhambra; y el Viajero tenía su entrada que había guardado como un tesoro. Esa noche sí podría acariciar los mirtos mientras oía los acordes de la viola y el piano. 
   
Ya en la cola, frente a la puerta de entrada situada al lado de la zona por la que los turistas accedían a los palacios nazaríes, saboreaba los momentos previos del espectáculo. Había llegado con mucho tiempo de antelación y pensaba ingenuamente que podría pasear por los patios, ahora en penumbra, del monumento y disfrutar de una calma que no existía cuando estaba lleno de hordas de visitantes ávidos de disparar el arma imprescindible de los viajeros modernos: la cámara fotográfica. Pero cuando traspasó el umbral del acceso que se abrió ante él, situado a la derecha del muro del palacio del emperador, sus ojos se toparon súbitamente con los arcos del patio en el que el concierto iba a tener lugar. No sería posible ese paseo nocturno por el Mexuar y los rincones que imaginaron Yusuf I y Mohammed  V como imitación de su futuro paraíso; habría que recurrir en otra ocasión a las visitas organizadas por el patronato de la Alhambra por las noches.

Olvidó el Viajero pronto su desilusión cuando vio el reflejo de la luna llena y los arcos sobre el estanque calmo. La escasa iluminación ayudaba a crear una sensación de intimismo en la que procuraba abstraerse, a pesar de los crecientes murmullos del público que iba ocupando sus localidades. No quiso sentarse todavía y paseó con calma a lo largo de la longitudinal alberca, deambuló delante de los aposentos laterales que rompen la blancura de los muros, quiso tocar el agua de las pilas de mármol de los extremos de la gran piscina, se extasió bajo las cúpulas y los vasares de mocárabes de la galería sobre la que se alza la torre de Comares, e imaginó un color nuevo para añadirlo a los paneles de azulejos que ornan sus paredes. Creyó encontrarse dentro de una de las pinturas de Sorolla que esa misma mañana había contemplado muy cerca de allí, en las galerías del Carlos V, y en las que el maestro valenciano lograba captar con sus pinceles la magia de ese jardín, entre otros Jardines de luz que reflejó en sus lienzos.     
       
Cuando comenzaron a oírse los primeros compases de las Imágenes de cuentos de Robert Schumann, el Viajero disfrutaba de las melodías que sacaba de la viola Tabea Zimmermann, acompañada al piano por SIlke Avenhaus, tocando el mirto, frontera del agua, junto al que estaba sentado.  Los chillidos gárrulos de los vencejos que bajaban a beber y el chapoteo de alguna ranilla que saltaba desde su escondrijo  al estanque acompañaron los movimientos de la Sonata op. 11 de Hindemith y las siete canciones de juventud de Alban Berg. De esta última obra hizo Zimmermann una versión en la que la habitual parte vocal de la mezzo fue interpretada por la viola; fue el escuchar estas canciones en la voz de la sueca Anne Sofie von Otter, lo que suscitó el deseo en la solista de hacer esta adaptación.  La segunda parte, tras el intermedio en que el Viajero pudo otra vez moverse a sus anchas por el patio, e incluso asomarse al Albaicín en el mirador que se abre delante de la explanada del palacio carolino, la conformaron las obras de György Kurtág y César Frank. De la selección que de los Signos, juegos y mensajes del primero hizo la violista, destacó Una flor para Tabea, dedicada a la propia intérprete por el compositor húngaro. De Frank sonó otra adaptación preparada para el instrumento protagonista de la velada: los presentes pudieron oír su célebre Sonata en La mayor no como suena habitualmente en las cuerdas del violín, sino transformada a la sonoridad de la viola. La ejecución de estas piezas fue ágil y dinámica. La intérprete alemana arrancó de su instrumento, que parecía en muchas ocasiones una prolongación de su cuerpo, una gama de sonidos que surgieron del arco central de la torre de Comares, donde estaba situado el escenario, para ascender al cielo de Granada y hacer todavía más bella aquella noche de verano.

Esa fue la última velada del festival a la que el Viajero asistió ese año. Satisfecho de haber cumplido uno de sus deseos más acendrados, se dispuso a abandonar la ciudad con una pena semejante a la que sintiera Boabdil. Pero se consoló porque a diferencia de su desafortunado último rey, él podría regresar en breve tiempo a Granada. Por eso no derramó ninguna lágrima cuando desde la ventana del tren vio alejarse las piedras del monasterio de San Jerónimo y la torre de la catedral que destacaban en el abigarrado caserío. Alzó los ojos hasta las cumbres de la Sierra Nevada, y se despidió con un esperanzador hasta luego.

Fuente foto: www.wikipedia.org

viernes, 28 de septiembre de 2012

Noches de julio en la colina de la Alhambra(II): En los jardines del Generalife

Sigue el Viajero disfrutando de las noches del Festival de Música y Danza granadino. En otro rincón de la Alhambra, el Generalife, asiste a la última creación de la bailarina María Pagés. Utopía es su nombre. No fue para él una utopía pasear en una clara noche de luna llena por los laberintos de arrayanes de los huertos reales de los nazaríes.

Estaba sentado una vez más en una de las muchas terrazas del Campo del Príncipe. Le gustaba mucho ese lugar. En pleno barrio del Realejo y a los pies de la Antequeruela, disfrutaba de la alegría que en la calurosa tarde de julio le ofrecía la amplia explanada llena de granaínos y visitantes ociosos. Los niños llenaban el lugar con sus risas y jolgorios. Y el Señor de los Favores, silencioso, desde su cruz de piedra situada en un extremo de la plaza, contemplaba la agitada actividad que se desarrollaba a su alrededor.  Terminó el Viajero los pescaítos fritos y la tortilla del Sacromonte que le sirvieron –lástima que esa tarde no hubiese caracoles, que tanto apreciaba- y se decidió a iniciar la subida hasta lo más alto de la colina de sus sueños.

Comenzó la ascensión por el carril de San Cecilio, el patrón de Granada,  y al pasar frente a la iglesita de bella portada renacentista dedicada al santo, no pudo evitar la evocación de don Manuel de Falla bajando y subiendo la cuesta de la Antequeruela Baja para escuchar misa en la parroquia más cercana a su humilde domicilio.  Atajando por callejas de empinadas escalinatas,  y cruzando delante de la abanderada fachada del Alhambra Palace, tomó el paseo que servía como arteria principal de los bosques y en breves minutos se encontró junto a la Torre del Agua, preámbulo del moderno pabellón de acceso en el que se encontraban las taquillas de la Alhambra.

Volvió de nuevo a sentir ese placer inefable que experimentaba cuando recorría las sendas bordeadas de cipreses que conducían al teatro del Generalife. Las luces del parador de San Francisco y las más lejanas del Albaicín quedaron a su izquierda, titilando como estrellas en la noche clara. Aún tenía tiempo antes de que comenzase la función y quiso perderse entre las penumbras de los jardines y los macizos de arrayanes perfectamente recortados, aspirar el perfume de las rosas que  ofrecían pinceladas de color  entre tanto verde,  y oír el monótono cantar del agua sobre las acequias y las tazas de piedra. Era el momento propicio: no había demasiada gente porque la mayoría estaba ocupando sus localidades y otros se afanaban en conseguir un refresco o un aperitivo en el ambigú situado en la terraza inferior. Sentado ya en su butaca echó de menos el frondoso telón de fondo que componían los viejos cipreses que ocupaban el escenario del teatro antes de su restauración.  A los jóvenes, plantados no hacía mucho, les quedaban  todavía varías primaveras para emular a sus predecesores. El de ahora era un espacio más funcional, pero añoraba el viejo coliseo semicircular donde la mampostería de ladrillo, en lugar del cemento, era dueña del recinto. Sobre ellos, una luna llena lorquiana, pletórica de luz, lucía orgullosa su blanco polisón de nardos.

El espectáculo resultó toda una grata sorpresa. Quiso hacer la creadora sevillana un homenaje al arquitecto brasileño Oscar Niemeyer. En el palco escénico un gran vacío llenado con una estructura de líneas curvas que variaba  a medida que avanzaba la representación, y que imitaba los bocetos constructivos del artista. Los siete bailaores flamencos que acompañaban a María Pagés, vestidos con los colores opacos del hormigón y de las materias primas extraídas  de la naturaleza, simulaban, en palabras del propio Niemeyer en el programa de mano, estar “cubiertos del polvo del camino, del sudor del trabajo, de la densidad de la tierra”. La música, era interpretada en directo en el mismo escenario por sus propios compositores: el guitarrista Rubén Lebaniegos y el cantautor brasileño Fred Martins.  Las voces flamencas de Ana Ramón y Juan de Mairena revivieron los pensamientos, en forma de poema, de Baudelaire, Benedetti, Neruda, Machado y el propio Niemeyer.  En esta reflexión sobre el ser humano tampoco podían faltar las palabras de Cervantes, sacadas de esa magistral descripción de la naturaleza humana que es Don Quijote. Todo este elenco fue desgranando sobre las tablas del  Generalife granadino ocho bellos números: Utopía, Diálogo, Tiempo roto, Conciencia y deseo, Vamos juntos, compañero… Farrucas, soleás, granaínas, rondeñas, tarantos, martinetes y otros palos flamencos, que se fundieron con pegadizas melodías brasileñas, tomaron vidas en los cuerpos y voces de los intérpretes en esa noche con aroma a jazmín  y arrayán. Especialmente bello fue el número titulado Camino rojo, en el que, con una espectacular bata de cola rojo sangre, Pagés materializó el prodigio de convertir a taranto con ribetes de martinete la poesía de Antonio Machado.   Después de los aplausos, el público, todavía subyugado por ese vínculo mágico que la función había creado entre mundos tan lejanos como Brasil y Andalucía, tarareaba los compases de la melodía, mixtura de aires del nuevo y el viejo mundo, con la que la compañía se despidió de la escena.

El Viajero, al igual que otros amantes de las noches de la Alhambra, se resistía a abandonar el frescor que desprendían las acequias cantarinas, los aromas de los rosales floridos, los jazmines y los laureles, la vista del barrio del Albaicín donde se adivinaba una inacabable actividad a pesar de lo avanzado de la hora; en definitiva, no quería ser expulsado todavía de ese edén. Decidió sentarse, junto con su acompañante, en uno de los bancos dispuestos en la terraza baja de los jardines, frente a los cultivos de viñedos y naranjos sumidos ahora en una semioscuridad que dejaba el protagonismo al espectacular cuadro que se exponía detrás de ellos. El rumor de las conversaciones que mantenían algunos grupos en la zona del bar, un grillo cantarín que repetía su melodía monótona, y el tintineo de los cubitos de hielo de la copa que bebía a sorbos pausados, eran la banda sonora de la maravillosa visión que tenía ante sus ojos. No era preciso hablar. El tiempo se volvió infinito.

Fuente foto: www.wikipedia.org

jueves, 6 de septiembre de 2012

Noches de julio en la colina de la Alhambra (I). En el palacio de Carlos V


Mucha historia ha visto la colina de la Sabika desde que en el siglo XI se levantaran allí las primeras edificaciones. Y mucha historia ha visto su palacio rojo desde que pensara en su construcción el nazarí Al-Ahmar. Los primeros días del verano traen a sus bosques y  a sus muros el deleite de otro sentido: el del oído. Las notas del Festival de Música y Danza granadino salen del palacio de Carlos V, símbolo del poder de un emperador, para inundar, vadeando el Darro, las calles blancas de la colina del Albaicín que mira a su eterna rival con envidia.

Había decidido subir hasta el palacio de Carlos V en autobús. La tarde de ese domingo era muy calurosa y, después de un largo y fatigoso viaje, no se atrevió a castigarse con un ascenso nada fácil bajo el sol que conocía bien. Pasó junto al monumento a Isabel la Católica, en perenne actitud de conceder a Colón todo lo necesario para su viaje, obra de Benlliure, y evitando mirar a su derecha para no ver el horrendo edificio que le servía de telón de fondo, se dispuso a esperar su transporte en el nacimiento de la calle Pavaneras.

Esa misma mañana llegó a Granada. Habían pasado dos años desde la última vez. Pero desde la ventanilla del vagón vio que, como siempre, seguía vigilando a la ciudad la mole rojiza de Sierra Nevada, esa vez sin rastro de nieve; vio también la silueta recortada en el azul de la torre de la catedral y el monasterio de San Jerónimo que, con orgullo, da la espalda enseñando su espectacular ábside a la calle del Gran Capitán, enfadado quizás porque ese tramo de vía pública no lleve su nombre. Granada seguía allí, como siempre. Y el Viajero se alegró de no ser ciego, como aquel que en la copla era digno de compasión y de recibir limosna porque no se podía vivir un infortunio mayor que el de no poder disfrutar de los encantos de la ciudad del Darro y el Genil. Él sí podría llenar sus pupilas con las imágenes del lugar por el que Boabdil derramó sus lágrimas.

El vehículo  dejó atrás Pavaneras, con sus palacios nobles, y enderezó por Molinos. Por una bocacalle avistó el trotamundos el cuadrilátero imperfecto del Campo del Príncipe y pensó que había llovido mucho desde la última vez que se sentó allí con calma. Remontando la empinada cuesta del Caldero,  sus ojos se perdieron en la amplia extensión de la ciudad nueva que se había adueñado de la vega del Genil. La mole anaranjada del hotel Alhambra Palace, interrumpió su contemplación y anunció la entrada en el bosque de la Alhambra.  Poco tiempo después,  ya a pie, cubrió los escasos metros que separan la torre de las Cabezas de la puerta de la Justicia de la muralla de la Alhambra y se encontró frente a la fachada almohadillada del palacio de Carlos V. Siempre le había causado algo de desasosiego y malestar el edificio de Machuca; sabía que hubo que destruir todo un pabellón del palacio nazarí, frontero a la torre de Comares, para levantarlo. Era para él como un intruso fuera de lugar que se había hecho señor de un mundo que no le pertenecía. Pero era también consciente de que su construcción había sido un seguro de vida para la conservación del resto del conjunto; y muchas veces había imaginado la emoción que sintiera el emperador al contemplar tanta belleza reunida en tan poco espacio. Se acercó al mirador que se abre al Albaicín y se detuvo largo rato a admirar las luciérnagas titilantes de sus farolas entre los cipreses, el blanco de sus cármenes que empezaba a difuminarse en los últimos minutos de luz, la animación perpetua que se vivía en las recoletas plazas, las piedras ocres del Salvador… La línea rojiza con la que el ocaso enmarcaba el conjunto se desleía en los cerros que cerraban el panorama. ¿Habría una visión más bella? Quizás  la que estaban contemplando en ese mismo instante los afortunados que, delante de la iglesita de San Nicolás, veían caer la tarde sobre los muros rojos de la Alhambra.

El anuncio de inicio del concierto lo sacó de sus ensoñaciones. El patio circular del Carlos V, una de las salas de concierto con mejor acústica según muchos intérpretes y directores, iba a llenarse de los acordes compuestos por tres músicos mediterráneos: Ravel, Falla y Respighi. Un programa muy bello y con algo en común: músicas impresionistas y evocadoras de ambientes, lugares y épocas. La velada comenzó con el universo infantil sugerido por la bella obra Mi madre la Oca, orquestación hecha por Ravel de su obra original para piano a cuatro manos; la Bella Durmiente, Pulgarcito o la emperatriz de las Pagodas convirtieron el recinto de columnas dóricas y jónicas en un remedo del jardín feérico con que se cierra la pieza. Luego el Viajero, al igual que el público que lo acompañaba, vibró con las alegres notas de La Valse raveliana y se trasladó a la Viena imperial. Y se emocionó, como solía, con la jota final de la segunda suite de El sombrero de tres picos; no podía faltar esa noche la música de Falla, el gaditano que se hizo granadino de adopción, y que vivió muy cerca de donde estaban sonando ahora sus melodías. La segunda parte fue un paseo por la ciudad eterna; sus fuentes y sus pinos. Los dos poemas sinfónicos de Respighi, de ineludible colorido musical, llevaron a los presentes a revivir los sentimientos que distintos lugares de Roma hacen aflorar en el alma sensible que los recorre.  La Royal Philarmonic Orchestra, dirigida por el suizo Charles Dutoit,  supo transmitir la delicadeza y la fuerza de esta música. Una luna lorquiana, a punto de llenarse, se asomó por los tejadillos del palacio atraída  por tan bellos sones.

Todavía con las imágenes de los pinos de la Vía Apia en su imaginación, atravesó el Viajero la puerta de la Justicia. Oyó ahora otros cantares: los del agua cayendo en el pilar de Carlos V, y se sumergió en otro bosque en el que no solo encontró pinos, sino magnolios, cipreses, almeces, avellanos, plátanos, castaños de indias, arces… y el omnipresente arrayán. Lo que se siente en este descenso nocturno–que siempre ha recomendado el paseante a quien bien quiere-  por el camino escoltado por las acequias que no cesan de repetir su sempiterna melodía, es algo inefable. En la puerta de las Granadas, recién restaurada, inició el descenso por la cuesta de Gomérez, felizmente recuperada para el caminar tranquilo. Y ya en Plaza Nueva, y como la noche invitaba al paseo, decidió acercarse por la Carrera del Darro –pocas calles más bellas han contemplado sus ojos- hasta el paseo de los Tristes. No quería concluir su primera noche granadina sin despedirse del palacio rojo, pero ahora desde la otra orilla del Darro. La torre de la Vela le hizo un guiño desde su altura; en el Peinador de la Reina creyó ver una sombra furtiva. Perdió la noción del tiempo. La luna seguía allí.

Fuente foto: www.wikipedia.org
                                                                                                                             

viernes, 13 de julio de 2012

La villa de los siete sietes


El Viajero llegó, casi por casualidad, a Olmedo para asistir al “sí quiero” de unos buenos amigos. Pero no va a dejar el pueblo sin dar su acostumbrado y siempre curioso paseo cultural. Acompañémoslo. 

A mis amigos  Eva y Agus,  que tuvieron el acierto de elegir este  lugar tan singular para comenzar una nueva etapa en sus vidas.


“Siete iglesias y siete conventos, siete plazas y siete fuentes, siete entradas a través de sus siete arcos y siete pueblos dentro de su alfoz con sus siete casas de realengo”. Esta frase que sus amigos colocaron en la original y bella invitación de boda que recibió, llamó poderosamente la atención del Viajero y despertó su curiosidad. Conocía Olmedo como topónimo literario, escenario de uno de los dramas del Fénix de los Ingenios -“Que de noche lo mataron al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo”-, pero desconocía el lugar real. Por eso, antes de emprender viaje, se documentó latamente. Con la información en sus alforjas, salió temprano hacia el pueblo vallisoletano abundante en olmos, aunque la ceremonia a la que tenía que asistir se celebraría por la noche.
Comenzó su recorrido en el lugar donde confluían casi todas las arterias principales de la población: la plaza Mayor. Allí destacaban dos edificios de interés: la casa de la Villa, con una fachada con arcadas del siglo XVII, que fue ayuntamiento hasta hace muy poco, y el palacio que albergó en otros tiempos la Chancillería, con su empinada torre del reloj;  hoy sala de exposiciones y biblioteca pública. A escasos metros, en otra de las siete plazas de Olmedo, se topó con el antiguo convento de Nuestra Señora de la Merced, la actual casa consistorial; también centro de artes escénicas. Y es que en este pueblo vallisoletano se celebra anualmente un importante festival de teatro clásico. Llamó la atención del visitante su patio de ladrillo, como la mayoría de los edificios que estaba encontrando en su paseo, y con galerías de arcos  de medio punto, la superior acristalada. Enfrente de este histórico ayuntamiento y teatro, contempló la fachada de la iglesia gótico mudéjar de Santa María del Castillo, que aún conservaba una portada románica del siglo XII.
Encaminó a continuación sus pasos hacia la plaza de San Julián. Ocupando el centro de la misma -¿cómo no?- se alzaba el monumento de líneas un tanto modernas al caballero de Olmedo, y detrás de él, la que hubiera sido su casa de haber realmente existido. En una casona del siglo XVII se había instalado un centro de interpretación de su historia, un viaje en el tiempo hasta esas épocas, que se había bautizado con el nombre de Palacio del Caballero. En una esquina de la plaza descubrió un enclave singular: una posada a la vieja usanza, la Gran Posada la Mesnada, con un gran patio porticado y un hermoso jardín, ahora, con los fríos de finales del otoño, bastante desmejorado. Allí repuso el caminante fuerzas para seguir la ruta con un café bien caliente, que estaba el día “para no andar por la calle”, como le sugirió la señora que lo atendió amablemente.
Pero sin arredrarse por el intenso frío, enderezó después por la calle de San Miguel y llegó hasta el arco del mismo nombre unido a un amplio lienzo que aún se conservaba de las murallas. Eran restos de la época gloriosa de Olmedo, de cuando las coplas la llamaban “la villa de los siete sietes”. Al lado, la iglesia de San Miguel, el mejor ejemplo del mudéjar de este pueblo, que encerraba un sepulcro en cuya fábrica observó el paseante la mezcla, tan común en los tiempos medievales castellanos, de las culturas cristiana, árabe y judía. Descendiendo de nuevo por San Miguel, y girando en la travesía de las Cuatro Calles, admiró la bella estructura del ábside de la iglesia de San Andrés, hoy en ruinas, pero restaurada para funcionar como auditorio al aire libre, en el que también se representan obras de arte dramático. En la cercana plaza de San Juan, donde se encontraba la ermita de la misma advocación, y junto a un suntuoso palacio, otrora casa parroquial, descansó unos instantes el Viajero, admirando algo que siempre le había fascinado: las enormes puertas de madera de las casas de labor que rodeaban el  cuadrilátero.
Algo agotado ya, decide desandar lo andado y regresar a la plaza Mayor en la que inició su recorrido. Ha llegado la hora de recuperar fuerzas en alguno de los figones que allí se encuentran.  Además, ¡no era cuestión de despearse! Debe descansar para estar listo para el ajetreo de la boda vespertina. Seguro que no se iría a dormir pronto esa noche. Cuando regresaba a su hotel, agradeció en su fuero interno a sus amigos el haberle dado la oportunidad de descubrir ese enclave castellano. Sabía el Viajero que dejaría  Olmedo sin haber visto muchos de los edificios emblemáticos que había en la villa. Pero no dudaba de que algún día regresaría.

Fuente imagen: http://www.pueblos-espana.org

lunes, 18 de junio de 2012

La alegría de volver a Jerez

Ese espíritu inquieto que es el Viajero, en esta ocasión revisita Jerez de la Frontera. En el tren, saborea por anticipado los días que pasará en la ciudad.
Siempre era una alegría para él regresar a Jerez. En ese fin de semana de noviembre se había buscado la excusa de asistir a la representación de una ópera en su teatro principal,  el Villamarta.  Se trataba de una Traviata que no le ofrecía muchas expectativas; pero era un pretexto muy bueno para volver a la ciudad del vino, el flamenco y los caballos.
El tren cruzaba el valle de los Pedroches cordobés. Un hermoso atardecer reflejaba  sus tonos dorados y rojizos sobre las páginas del libro que el Viajero se esforzaba en leer. No se concentraba. Pronto llegarían a Córdoba, luego Sevilla y, finalmente, Jerez. Pronto podría pasear por la calle Larga, desde la rotonda de los Casinos, hasta encontrarse con el Gallo Azul, donde tomaría unas siempre excelentes tapas. Si hacía buen tiempo, cosa que no era infrecuente en Jerez en otoño, se sentaría en la calle, en uno de esos toneles enormes que hacen la función de mesas a las puertas del establecimiento.  Subiría después por la calle Lancería hasta la alegre plaza del Arenal, y desde allí llegaría a una de los rincones que más le gustaban de Jerez, la plaza de la Asunción, donde se sorprendería otra vez, y se quedaría extasiado, ante la visión del edificio renacentista del Antiguo Cabildo, frontero a la iglesia de San Dionisio; ¿habrían terminado ya su restauración?
Pasearía por la alameda Cristina, debajo de sus altas palmeras, y, después de asomarse a Santo Domingo y bordear el palacio Domecq, se acercaría por la calle Porvera, siempre en sombra por las acacias enormes que forman un arco natural que la cubre, hasta la zona de las bodegas en las que se han instalado los museos del vino –El misterio de Jerez-, el  de relojes –El palacio del tiempo- y el de Enganches. Si los encontraba abiertos, se daría una vuelta por alguno de ellos.
De regreso de este paréntesis museístico, el caminante bordearía las antiguas murallas árabes de la villa, y llegaría por la calle Ancha a uno de los barrios más castizos de Jerez: el de Santiago. Lo recibiría su espectacular iglesia, del gótico tardío, seguro que todavía en obras de restauración. Callejearía por las sinuosas calles de este barrio popular que, en su primera visita a la ciudad, le dio un poco de miedo, por sus callejones solitarios y porque muchas de sus casas están medio derruidas. ¡Qué tarde nos hemos dado cuenta de que teníamos que cuidar los barrios viejos de nuestros pueblos y ciudades, cegados por  el torbellino de la marea urbanística que ha arruinado rincones tan hermosos! Pasaría por la puerta del Centro Andaluz de Flamenco y se acercaría a la plaza del mercado, para comprobar si, por fin, había sido abierto al público el Museo Arqueológico que hacía mucho que quería conocer. En su deambular por el barrio se toparía con las iglesias de San Juan de los Caballeros y San Lucas. Y detrás de la plaza del Museo,  la de San Mateo. Vería en la plaza del Mercado las ruinas del palacio Riquelme, y reflexionaría entonces sobre el paso del tiempo, lo caduco de las vidas y las obras humanas y la inutilidad de atesorar pingües  bienes materiales.
Por la noche se acercaría a tomar unas copas a alguno de los bares de la calle Francos, muchos de ellos casas nobles rehabilitadas, o a la calle Letrados. Y si se encontraba con fuerzas, volvería al barrio de Santiago para pasar un rato en el Bereber, un fastuoso palacio rehabilitado que el Viajero siempre recomienda a todo visitante que quiera disfrutar de un rato de asueto en un local fuera de lo común.
El domingo por la mañana pasearía por el mercadillo de antigüedades de la Alameda Vieja; escucharía, si el tiempo lo permitía, un concierto al aire libre de la Banda Municipal de Jerez en el patio del Alcázar o en el templete de la plaza del Banco. Y deambularía por la catedral, esa joya renacentista que lleva la advocación de San Salvador, con su curiosa torre exenta. ¿Visitaría esta vez las bodegas de Tío Pepe, que estaban tan cerca del templo?
Una voz que, por la megafonía del vagón, anunciaba que faltaban pocos minutos para que el convoy llegara a la  ciudad de Jerez, despertó al Viajero de sus ensoñaciones. Se dispuso a prepararse para abandonar el tren. Cuando cruzaba el espectacular vestíbulo de la estación, revestido de azulejos, sonreía feliz pensando que pronto saludaría al enorme monumento del Minotauro, que ocupa una rontonda muy cercana. Aunque ahora lo vería desnudo -¡pobre, hacía un poco de fresco esa tarde!- porque el Jerez, esa temporada ya no estaba en primera, y no lo habrían vestido con los colores del equipo de fútbol.
Fotos del autor.

jueves, 31 de mayo de 2012

Una loba insulsa y un hilarante inspector

En la recta final de la temporada, el Centro Dramático Nacional nos propone dos visiones completamente distintas del espectáculo teatral: dos obras clásicas pero muy modernas y actuales. Una decepción y una grata sorpresa para el Viajero. El gran teatro del mundo.

Las malas personas son malas hasta las últimas consecuencias. Su falta de escrúpulos les hace permanecer impasibles ante la comisión de atroces acciones que buscan únicamente su provecho. Nunca van a conmoverse ni a perder tiempo ocupándose en lo que puedan sufrir los demás. Los buenos, aun a costa de su propio perjuicio, buscarán siempre la felicidad ajena, siendo una bendición para los que los rodean. Esto es difícil de apreciar en el mundo real, donde no hay nadie que consuma las veinticuatro horas del día siendo un individuo abyecto –el más terrible asesino en serie puede ser un padre, marido, hijo o vecino encantador y muy querido por los suyos-; ni nadie tan bondadoso que no cometa en ocasiones un acto inicuo. Sin embargo es más fácil encontrar personajes de esta calaña en la literatura universal, donde hay seres diabólicos en los que no puede hallarse un ápice de bondad y otros angelicales que sufren las embestidas de los primeros. Es muy frecuente que muchos  autores unten sus argumentos  de un exacerbado maniqueísmo.
Algo  de maniquea tiene la obra The littles foxes de la estadounidense Lillian Hellman, que se está representado estos días en el teatro María Guerrero de Madrid. Fue traducida a nuestra lengua como La loba, en lugar del original Las pequeñas zorras, con el que la autora quiso hacer referencia a los versos del Cantar de los Cantares que dicen: “cazadnos las zorras, las pequeñas zorras que devastan las viñas, pues nuestras viñas están en flor”. La protagonista de la función quizás sea una de las últimas leyendas aún en activo de nuestras tablas: Nuria Espert. Y es ella la que encarna a la protagonista: Regina Hubbard, una dama ambiciosa, que vive a finales de siglo XIX en un estado norteamericano del sur después de la Guerra Civil de Secesión. Criada en el seno de una familia de comerciantes enriquecida que quiere quitar el puesto a la rancia aristocracia sureña, aherrojada por un mundo del que quiere huir, planea junto con sus hermanos un gran negocio basado en la explotación continua y salvaje de los negros que constituyen una mano de obra muy barata. Para conseguirlo -puesto que es mala, muy mala- no duda en pisotear a todos los seres que la rodean, sin excluir a su marido y a su hija –los buenos de la historia-. El mundo se ha portado mal con ella, no ha sido justo, y ella no tiene por qué tener piedad cuando ha llegado el momento de la revancha. La Espert –actriz con la que mantengo una relación de amor-odio desde que la vi por primera vez en el papel de Rosita, la soltera de Lorca en este mismo teatro allá por los años ochenta- no me convenció. Guardaba un buenísimo sabor de boca de su anterior montaje: La violación de Lucrecia, cuyo tormento viví en el teatrillo de Almagro durante el último festival, pero esa noche en Madrid no logró conmoverme. Compuso una Regina bastante falsa, muy amanerada y nada creíble. Aunque era la primera vez que veía esta obra en escena, no puede evitar compararla con la creación del personaje que hizo Bette Davis en la versión cinematográfica que dirigió William Wyler en 1941. La mirada malvada que salía de sus enormes ojos recogía en aquella película toda la perversidad de esa mujer que quiere alcanzar sus objetivos.
Pero el resto de actores –quizás excluiría a Víctor Valverde que encarnaba a James Hiddens, el marido honrado y sufridor de Regina- tampoco logró salvar la función. Encontré su actuación falta de sentimiento, poco natural. En ningún momento se produjo esa mágica sensación ante el escenario de creer que a lo que el espectador asiste es algo real, que los personajes son seres de carne y hueso, y que la historia podría suceder a alguien cercano o incluso a ti mismo. No conecté y no entré en ningún momento en la piel de esos seres que se movían por una escenografía muy convencional, y que parecían querer dejar muy claro que todo lo que decían y hacían era mentira. Gerardo Vera, que venía de triunfar con su Agosto en el coliseo de la plaza de Lavapiés, no encontró en La loba la clave para que sus actores transmitieran emociones veraces. Héctor Colomé y Ricardo Joven, los hermanos de Regina, correctos pero fríos; Carmen Conesa, quizás algo mayor para el papel de la jovencísima Alexandra, la hija de la protagonista; o la sobreactuada Jeannine Mestre, su cuñada, no consiguieron emocionar a una sala que aplaudió correcta y educadamente al final de la representación, pero sólo el tiempo justo hasta que se encendieron las luces. Una loba bastante insulsa.
Sensaciones muy distintas se vivieron al día siguiente en el Valle-Inclán. Cuando terminó la función de El inspector, una pieza del ruso Nikolái Gogol, el público que había estado pasándolo muy bien durante dos horas,  explotó en una fuerte ovación  con la que quiso reconocer al nutrido grupo de actores que habían participado en el espectáculo. Miguel del Arco, artífice de la versión y director de esta fiesta, logró actualizar y hacer muy cercano al espectador un argumento escrito en 1836. Desde luego el tema no ha pasado de moda y seguro que ahora, con la cacareada crisis, es cuando tiene más actualidad. La llegada por sorpresa de un inspector del estado a una pequeña población en la que la corrupción, los favoritismos, los fraudes… han sido tan frecuentes como el respirar, provoca tal situación de nerviosismo entre las fuerzas vivas del municipio que acaban agasajando y sobornando a la persona equivocada. Cual Leandro en Los intereses creados, quien se hace pasar por el noble que no es, el pícaro Iván es tomado por el representante de la ley que deberá juzgar y analizar la situación de caos en que sus autoridades han sumergido a la ciudad. Corrupción política, corrupción humana, corrupción social, ¿hay algún tema más actual que este? ¿Se habla de otra cosa últimamente en los telediarios?

A pesar de ser un reparto muy numeroso, es una obra coral, los actores doblan y triplican sus personajes; se travisten y tan pronto encarnan personajes femeninos como masculinos. Los movimientos escénicos son rápidos y nerviosos. La hilaridad no solo se consigue con la palabra, también con los gestos y la expresión corporal. La escena es sencilla; en ella nos trasladamos con muy pocos elementos de la casa del alcalde a las calles del pueblo, de una pensión de mala muerte a los despachos administrativos del ayuntamiento. Y la protagonista indiscutible de todo el espectáculo es la risa, una risa que actúa a modo de  catarsis entre los asistentes a la disparatada función. La única forma de no caer en la más negra de las depresiones en estos tempus horribilis que vivimos es tomarse las cosas con mucho humor. Esto es lo que nos propone Del Arco y todo su equipo. Ante la impotencia de no poder hacer nada contra la corrupción, la única arma de que disponemos los ciudadanos de a pie es la crítica burlesca, la ridiculización de los corruptos. A modo de comedia de Berlanga, y con raíces en el esperpento del autor que da nombre a este teatro, se van sucediendo escenas grotescas que se acompañan de la música en directo que ejecuta una pequeña banda compuesta de un violín, una tuba y un saxo. Hay momentos en que los actores se convierten en cantantes y entonan melodías pegadizas con estribillos que el público repite. ¡Gran espectáculo!
En suma, como bien dice su director en el programa de mano, la única forma de abordar los temas serios es convertirlos en una comedia delirante. Completamente de acuerdo. Lo pasé francamente bien riéndome de la crisis y de los que la han provocado. Que no nos quite nadie el consuelo de la risa.

Fuente fotos carteles: http://www.cdn.mcu.es/

domingo, 13 de mayo de 2012

Recuerdos de una tradición casi perdida

La matanza del cerdo, todo un ritual familiar y social hoy ya casi perdido. En este escrito, relato mis impresiones infantiles sobre este acontecimiento que se repetía todos los meses de diciembre.

Un día de diciembre frío y con un poco de niebla ha traído hasta mi pensamiento recuerdos de hace muchos años, cuando aún conservaba la inocencia infantil y no estaba tan contaminado como hoy en día por el paso del tiempo. Cuando llegaban esas jornadas que anunciaban el duro invierno manchego, el niño que yo era estaba ya inquieto preguntando a sus padres: “¿Cuándo vamos a la matanza?”. Y es que al pequeño le encantaba asistir todos los años a ese rito en que la familia se proveía de buenas pitanzas que les acompañarían muchos meses.
El fin de semana señalado  sus padres recogían al pequeño en el colegio, entonces se acababa la jornada a las seis de la tarde, por lo que el viaje hasta la finca de Alamillo, un pueblecito cerca de la raya de Extremadura  aunque todavía de la provincia de Ciudad Real, se hacía de noche. A través de las ventanillas del coche el niño jugaba a adivinar las formas caprichosas que tenían las retorcidas encinas que los faros iluminaban. Y cuando por fin llegaban a su destino, el cortijo de los primos, una gran emoción le hacía saltar del vehículo para ver cómo iban los preparativos de todo el ritual que tenía que desarrollarse al otro día. Luego venía la cena en la cocina campera, que exhalaba ya los aromas típicos de la matanza: cebolla cocida, pimentón, ajo, pimienta, orégano…  Y el descanso en una cama amplia que compartía con sus primos pequeños  y en la que costaba meterse: tan frías estaban las sábanas, que muchas veces había que calentarlas con bolsas de agua hirviendo. Y es que el único foco de calor que tenía la casa venía de la chimenea de la cocina; si se asomaba la cabeza de la pila de mantas, las orejas y la nariz se quedaban en el acto congeladas y con riesgo de desprenderse de la cara.
Todos los niños se levantaban muy temprano la mañana siguiente. ¡Comenzaba el duro trabajo para los mayores y la diversión para ellos!  Pero antes venía el desayuno; se solía almorzar migas, de las que nuestro protagonista apartaba los trozos de asadura que no le hacían mucha ilusión. A veces, el cerdo ya estaba muerto cuando llegaban, y esto le suponía un gran consuelo a nuestro pequeño Viajero, porque le horrorizaba la escena de la muerte del animal. Si no había suerte y había que matarlo, veía llegar al matarife con sus utensilios. Los hombres de la casa ponían al desgraciado animal maniatado sobre una mesa, y el experto procedía a degollarlo. En ese momento, el pequeño que se encontraba lejos de la escena, tenía que taparse fuertemente los oídos para no escuchar los terribles chillidos que la víctima profería.  En un lebrillo con un poco de sal gorda, se recogía toda la sangre que soltaba el animal, que tenía que removerse constantemente hasta que se enfriase  para que no se coagulara, y que después serviría para hacer las morcillas. Se colgaba al cerdo de un gancho, después, y con unas aulagas prendidas  se socarraba la piel de la bestia para quitar todas las cerdas y limpiarla bien. Si no había aulagas, se escaldaba el pellejo del  cerdo con agua hirviendo y luego se raspaba meticulosamente. Seguidamente se colocaba a la víctima cabeza abajo y el matador procedía a abrirlo en canal extrayendo bien todas las vísceras y las tripas. Estas se lavaban con agua y jabón porque luego servían para hacer los embuchados. Luego se dejaba el cerdo a la intemperie para que se enfriase y se endureciera.
El día siguiente, era el más divertido para el niño. Las mujeres eran las encargadas de elaborar los embutidos, y él disfrutaba ayudándolas. En las grandes artesas, enormes recipientes de casi dos metros de madera, se mezclaban todos los ingredientes y se amasaban con mucho esmero hasta que se obtenía el resultado deseado, que se probaba friéndolo en pequeñas sartenes en la lumbre. Luego, con la tradicional máquina de embutir, se introducía el bodrio en las tripas. Disfrutaba mucho el pequeño colgándose de la manivela de la máquina y viendo salir el producto por el embudo que rellenaba la tripa arrugada;  a veces, y aunque le decían que parase, jugaba a seguir apretando hasta que la tripa se desbordaba y salía más contenido del deseado. Después, meticulosamente, se ataban las morcillas y se ponían a cocer en grandes baldes metálicos unos quince o veinte minutos; tras esto, se colgaban en el humero de la chimenea para que se secaran y ahumaran convenientemente. Está viva en los recuerdos del jovencito de pocos años esa lluvia de grasa que desprendían durante toda la noche.
Entonces llegaba uno de los momentos preferidos de los chiquillos: les daban las vejigas de los cerdos que se hubieran matado, que ellos hinchaban hasta crear perfectos balones con los que jugar. Otras veces se guardaban para hacer pieles de zambomba que se utilizarían en la navidad cercana.
Otra tarea era la elaboración de los chorizos, para lo que había que picar bien la carne del cerdo que había estado oreándose por la noche. También gustaba mucho el infante de girar la manivela de la máquina picadora, aunque tenía que dejar la mayor parte de las ocasiones la tarea a los mayores porque sus pocas fuerzas no le permitían dar vueltas con presteza.  También se recortaban las paletillas y los jamones, se apartaba el tocino, la panceta, la papada y las entremantas. Y ya estaba prácticamente hecha toda la faena.
Hoy, este anochecer antesala del invierno, me ha llevado a ese tiempo ya tan lejano, a esa reunión familiar en la que era muy feliz. Pasaba mucho frío en la casa de esa finca de Alamillo, pero nunca podré olvidar esas entrañables noches junto a la chimenea, noches de risas, chascarrillos y cuentos junto al fuego, que alegraban mi corazón y me hacían creer que el mundo se limitaba a esos cuatro muros, que no había nada fuera de ellos, que tendría permanentemente ese sentimiento de seguridad. Después el paso de los años me enseñaría que algo, un poco, estaba equivocado.

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martes, 8 de mayo de 2012

Un plato popular manchego: las migas

Un plato que, si bien no es exclusivo de la Mancha, es uno de los más tradicionales y característicos de nuestros pueblos.

¿Hay algo más agradable que una reunión de gente a la que quieres y con la que te sientes muy a gusto? Si además a esa reunión unimos el disfrute de una buena comida, el placer es doble. Yo me he juntado en muchas ocasiones con gente muy cercana en torno a una buena sartén de migas. Es  este un plato muy ligado a toda la tradición gastronómica española, pero que cobra especial relevancia en la Mancha. Tiene un origen humilde: era comida pobre de pastores que tenían que pasar muchos días en el campo, sin otra compañía que la de sus ovejas. Como no disponían de ingredientes variados, tenían que utilizar como base de su alimentación el pan, casi nunca recién hecho. Ahí está el origen de este modesto y sabroso guiso que hoy tiene el honor de no faltar en ningún restaurante que ofrezca comida típica manchega.

Para preparar las migas hay que disponer de una buena cantidad de pan atrasado. Si queremos prepararlas para cinco o seis comensales, habrá que disponer más o menos de un kilo. Es muy importante que el pan no sea reciente sino que, como decimos por aquí, tiene que estar sentao, esto es, que tenga dos o tres días. Si es un pan "moreno" tradicional de nuestros pueblos, mucho mejor. Además necesitamos una cabeza de ajos, un cuarto de litro, aproximadamente, de agua, unos 20 centilitros de aceite y sal.


Picaremos el pan en cuadrados pequeños el día anterior a la preparación. De este modo no se perderá mucho tiempo a la hora de cocinar el plato. Una vez que tenemos troceado el pan, partiremos los ajos por la mitad sin pelar. Prepararemos una buena lumbre de leña -también se pueden hacer en cocina de gas o vitrocerámica pero es obvio que no saben igual- en la que colocaremos las trébedes, y sobre ellas la sartén con el  aceite. Cuando esté caliente, echamos los ajos, los sofreímos y retiramos la sartén hasta que el aceite se enfríe un poco. Añadimos el agua y la sal y lo mezclamos bien. Llega el momento de zambullir las migas en el caldo, removiendo bien con la paleta, para que la mezcla sea uniforme. La cuestión ahora es dar vueltas hasta que estén doradas. La última vuelta, cuando ya vemos que están a punto, se les da con la sartén en el aire. Hay que tener, para esto, mucha habilidad y maestría. Las migas han de acompañarse de torreznos, ajos asados, pimientos verdes y rojos secos, sardinas, chorizos, e incluso uvas o melón. Todo esto, salvo la fruta evidentemente, ha debido freírse previamente. Lo más típico es comerlas directamente de la sartén, colocada en el suelo, y situados los comensales en corro en torno a la misma: “¡cuchará y paso atrás!".

En la Mancha, no sé en otras regiones, existe una variedad de comer las migas: las migas canas. Lo sobrante en la sartén se aprovecha para el postre. Se retiran los ajos y los restos de otros ingredientes, y se añade leche al gusto, también azúcar si se quiere. No hace falta explicar el porqué de su nombre.

No hay festejo popular, romería  o reunión social en las tierras que hollara el caballero de la Triste Figura en la que no esté presente una buena sartená de migas. Son el complemento ideal de estas fiestas, que tienen “mucha miga”. Y es que “no con palabras, sino con migas, se llenan las barrigas”. Allí sí que se hacen “buenas migas”, ¡pobre del que no las haga! Traen alegría a raudales: “migas con tropezones, alegran los corazones”. Y no hay que despistarse, que vuelan; porque ya se sabe: “ya están las migas en la poyata, y el que se descuida no las cata”. Y después de yantar, a bailar y a saltar hasta quedar “hechos migas”. 


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martes, 24 de abril de 2012

La "Toledillo" de la Mancha

En sus andanzas por la geografía española, llega el viajero a Yepes, población de la provincia de Toledo, conjunto histórico-artístico, de gran riqueza monumental.
Atraído por lo que ha leído de su iglesia parroquial, a la que llaman “la catedral de la Mancha”, nuestro Viajero llega a Yepes. Las guías turísticas se hacen eco de sus grandes dimensiones y la consideran, después de la catedral de Toledo, el monumento religioso más importante de la provincia. No puede perderse  un edificio tan singular, deseoso siempre de atesorar en su retina y en su cámara fotográfica, nuevas imágenes artísticas.
Entra el caminante por la puerta de la Villa, también llamada de San Cristóbal, de la antigua muralla, que conserva sus dos torrecillas almenadas. Pero antes ha contemplado sorprendido un magnífico ejemplo de gótico isabelino: un rollo inquisitorial, o picota, que se yergue orgulloso en una rotonda. Situado fuera de la muralla, hoy presenta un aspecto incompleto ya que le falta su remate. Sin embargo, no ha perdido ni un ápice de su belleza. El Viajero la admira, y no se para a pensar en las terribles escenas que en tiempos más tristes tendrían lugar aquí. Tras franquear el arco, se vuelve y descubre en su cara interna una pequeña hornacina con un gracioso San Cristóbal que parece darle la bienvenida.
Cuando se adentra en el laberinto de calles que conservan su trazado medieval, va descubriendo otros restos interesantes de la muralla de esta importante villa, cedida por Alfonso VIII al arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, y vendida, según le cuentan, por el rey Felipe II siglos después a su concejo ciudadano. Son dos torres albarranas que han desafiado el paso de los años y a las que se han pegado, como lapas, otras construcciones más modernas.  Se suceden ante los ojos del Viajero, siempre ávidos por descubrir pequeños tesoros, casonas nobles con sus escudos heráldicos y otras menos nobles, con  grandes portadas de madera y cubierta de tejas, tan características de estas tierras manchegas.  También encuentra algunas edificaciones del siglo XVII, época en la que Yepes recobró viejos esplendores perdidos, como el convento barroco de Carmelitas y los hospitales de la Concepción y San Nicolás.
Relatan al paseante leyendas de amores entre judíos y cristianos con finales siempre trágicos que, como en tantos otros lugares de la piel de toro, tuvieron como escenario la villa de Yepes. Y es que esta localidad albergó en la época medieval un importante censo de pobladores judíos, árabes y cristianos que vivían en una idealizada y no siempre cierta convivencia pacífica. Por este motivo, y por su riqueza patrimonial, dicen al viajero con mucho orgullo que recibe este pueblo el apelativo de la “Toledillo” de la Mancha.
Al final de una animada calle, divisa la impresionante y porticada plaza Mayor. Pero cuando intenta acceder a ella, una valla metálica le impide el paso. ¡Oh desilusión! Toda la plaza está en obras y solamente se puede pasear debajo de los pórticos. La plaza quedará bonita, o eso esperan los yeperos, cuando la terminen; aunque las obras parecen alargarse más de lo previsto. Dos edificios llaman la atención del caminante en esta plaza: el denominado “Edificio de las Buhardillas”, del XVIII, cuya planta y trazado fue supervisado por Juan de Villanueva, y la desafiante mole de la colegiata de San Benito Abad.
 Al encontrarse frente a la iglesia, y a pesar de que no puede contemplarla desde todas las perspectivas que quisiera por culpa de las dichosas reformas  -¿por qué tiene que afectar tanto el paso del tiempo a las obras humanas?-  piensa que su visita a Yepes ha quedado  perfectamente justificada. En su exterior examina despacio las dos portadas renacentistas y se sorprende con los sesenta metros de altura de su torre. Es una obra del siglo XVI, le explican, trazada por el más notable arquitecto de Toledo: Alonso de Covarrubias. No quiere dilatar más tiempo su ingreso en el que supone será magnífico templo. Su intuición no le engaña: al entrar por los pies de la nave principal, su mirada se pierde en un bosque de columnas con pilares fasciculados y bóvedas de nervaduras estrelladas, características del último gótico. El Viajero las conoce bien; para algo tienen que servirle tantos estudios de historia del arte.  No dejan de sorprenderle las capillas laterales, con sus rejerías platerescas. Pero algo le disgusta la capilla barroca del Cristo, del siglo XVIII: no puede impedir que le moleste la incursión de ese estilo no muy querido por él en el conjunto renacentista del templo.  En la cabecera del edificio el altar mayor lo atrae como un imán;  y es que sabe que alberga lienzos de gran tamaño de Luis Tristán, el que fuera el mejor alumno de Domenico Theotocopuli, más conocido como el Greco. En su contemplación pierde la noción del tiempo. Una reciente restauración –al menos eso es lo que él piensa- ha sacado a la luz los colores brillantes y las líneas que el autor dibujó. Las escenas de la vida de Cristo están contadas con un extremo realismo. Una voz hace volver a la realidad al visitante absorto en sus pensamientos: “La iglesia se cierra”.
Ya está otra vez el Viajero en las calles de Yepes. Está anocheciendo, pero no quiere renunciar a ver las puertas de la muralla que aún le restan: la de Toledo  o del Carmen, y la Puerta Nueva o de la Lechuguina. Es hora de partir, no sin antes hacerse un firme propósito: regresar a Yepes. Habrá que ver si la plaza ha quedado bonita después de las obras.

Fotos del autor,


martes, 10 de abril de 2012

Lo que es Cádiz...


Un intento de definición de esta maravillosa ciudad atlántica, enamorada del océano, que parece querer soltarse de la tierra y mecerse eternamente en la cuna de las olas.

Cádiz es una puesta de sol en la playa de la Caleta, íntima y recogida, viendo regresar las barquitas que los pescadores varan en la arena repletas de los frutos que han arrancado al océano; es una cena en una taberna del barrio de la Viña, barrio popular y dicharachero, en una animada noche de agosto. Cádiz es un paseo por la línea marítima de la playa de la Victoria, un baño en las agitadas aguas de Cortadura en día de poniente; es un caminar pausado por la Alameda de Apodaca, contemplando las olas que se estrellan contra los pétreos malecones; es un descanso en el parque Genovés, viendo volar las inquietas cotorras que lo pueblan y oyendo el rumor de sus fuentes.

Cádiz es una festiva noche de carnaval, cuando los gaditanos sacan a la calle todo su salero y su gracia; es una fiesta de comparsas en el Falla. Cádiz es flamenco en verano, en el baluarte de la Candelaria; es música en el castillo de Santa Catalina; arte encerrado en su fabuloso museo. Cádiz es historia, una historia dura y complicada sufrida por generaciones y generaciones de gaditanos que han visto sus calles asaltadas por piratas, holandeses o ingleses que la han arrasado muchas veces; es la villa de "la Pepa", nuestra primera constitución, la de 1812, la que no quiso luego respetar Fernando, el rey felón, traicionando a su pueblo.

Cádiz es una extensión breve de calles cuadriculadas que mueren en el mar -siempre el mar, el mar por los cuatro costados- salpicada de muchas plazas: la de la Mina, con sus centenarios ficus, que tiene el honor de albergar la casa natal de Falla; la cercana y recoleta de San Francisco, con sus animadas terrazas veraniegas; la de las Flores, salpicada de los aromas y colores de los puestos ambulantes; la de la Candelaria, con sus estiradas palmeras; la extensa plaza de San Antonio, de la que surge, señorial y elegante, la calle Ancha; la plaza de San Juan de Dios, abierta al puerto, que presume, orgullosa, de albergar el cabildo de la localidad; la cosmopolita, llena de turistas, de la catedral; la plaza de España, donde se levanta orgulloso, siempre con la llama encendida, el Monumento de las Cortes. Cádiz es disfrutar del paseo, sin apenas agobios de tráfico; es disfrutar de la vida en la calle.

Cádiz es cazón en adobo, carne mechada, chocos fritos, o en albóndigas, gambón, chipirones, morenas, atún, calamares, tortillitas de bacalao, ortiguillas, toritllitas de camarones, huevas "aliñás", cabrillas, ricas caballas... Cádiz es disfrutar de la buena gastronomía en tascas y freidurías populares a precios asequibles; es la alegría de poder comer fuera en todas las épocas del año. Cádiz es la tapa del mediodía, en las animadas calles aledañas de la plaza de la Mina; es el chocolate con churros del desayuno o a la hora de la tarde.

Cádiz es el pasado de las ruinas de su teatro romano, de su antigua fábrica de salazones, de su magnífico museo-excavación de la Casa del Obispo, de sus maravillosos templos, es el presente de sus gentes que día a día disfrutan de su ciudad y trabajan para asegurar su porvenir, y es el futuro de una ciudad moderna y abierta al mundo que organiza importantes actividades y congresos en su Antigua Fábrica de Tabacos, y que se engalana para los fastos de la conmemoración de los doscientos años de los acontecimientos del Oratorio de San Felipe Neri, improvisado parlamento donde vio la luz "la Pepa".

Cádiz es luz, Cádiz es sol, Cádiz es océano, Cádiz es vida. Cádiz es la sonrisa amable de un gaditano. Cádiz es, sencillamente, Cádiz.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Dulzuras otoñales de la Mancha


Algunos de los más tradicionales postres del otoño de la cocina manchega. ¡Buen provecho!

La llegada del otoño, además de la siembra, trae a las tierras manchegas el olor a mosto. La vendimia, que se realiza por estos lugares entre septiembre y octubre, siempre dependiendo de la climatología, llena de actividad los campos que recorriera el Caballero de la Triste Figura. No es poca cosa la vendimia manchega: estamos hablando de una de las mayores extensiones de viñedo del mundo. Pues como viñas hay muchas, y uvas también, no todo el producto se destina a la elaboración del riquísimo vino; también se utiliza un poco del mosto que se obtiene para endulzar los paladares de los sufridos vendimiadores que se desloman en el duro trabajo de la recolección.

El mostillo es un dulce que me ha fascinado desde pequeño. No se puede encontrar nada más que en el otoño, en la temporada de vendimia, y esto lo hace más apetecible y deseable: las cosas que podemos comer frecuentemente y se encuentran todo el año con facilidad, no nos saben tan bien como aquellas que esperamos con deseo porque sólo las tenemos en una temporada concreta. Pues eso pasa con el mostillo. Siempre me pregunté en mis años infantiles cómo era posible que el líquido zumo de la uva se convirtiera en ese rico producto sólido de un color encarnado oscuro intenso.

Para hacer un buen mostillo, es imprescindible tener mosto recién exprimido, cogido directamente en el momento de la prensa. El primer paso es hervir el zumo de la uva hasta que quede reducido a la mitad (hay que tener en cuenta que si se ponen a cocer dos litros, finalmente sólo quedará uno). A este proceso se le llama "aclarar el mosto". Después hay que dejarlo enfriar unas veinticuatro horas, con el objeto de que repose y todas las impurezas que contenga queden en el fondo del recipiente, y podamos retirarlas con facilidad. A continuación añadimos harina (aproximadamente 100 gramos por cada litro de mosto cocido) y lo pasamos por un colador. ¡Y otra vez al fuego! Pero esta vez, un fuego moderado y sin dejar ni un instante de remover con la paleta hasta que espese. Para comprobar si está bien cocido y espeso hay que poner una cucharada de mostillo caliente sobre un plato y dejar que se enfríe, y cuando esté frío ponerlo boca abajo: si no se despega, es que ya está listo. Entonces se retira del fuego, se añade la ralladura de un limón, canela molida y, con todas las fuerzas de que uno disponga, se darán vueltas al producto para que todo se mezcle bien. Seguidamente, y todavía en caliente, hay que repartirlo en platos, moldes o recipientes pequeños. Cuando se enfríe, quedará completamente sólido.

El otoño es también la época del membrillo. Cuando menciono esa palabra, todavía puedo oler, a pesar de que ya ha llovido mucho desde entonces, el aroma que desprendían los cajones de los armarios y las cómodas de la casa de mi abuela, que solía introducir aquí y allá los amarillos frutos. Me gustaría repetir esa costumbre hoy en mi hogar, pero no tengo membrillos a mano. Solamente queda un triste árbol en el corral de la casa de mi infancia, que resiste, con su tronco retorcido, añorando horas mejores en las que estaba rodeado de muchos compañeros, y que apenas da ya fruto por viejo... La carne de membrillo es un dulce que también se elabora en el otoño, cuando maduran los frutos. Una vez recolectados, hay que empezar escaldándolos para poder pelarlos bien (están cubiertos por una pelusilla que puede irritar las pieles más sensibles). Se les quita la cáscara y la parte central. En una cacerola colocaremos el membrillo, azúcar (la misma cantidad que de membrillo; es decir: un kilo de azúcar por cada kilo de membrillo), y un poco de agua y se deja cocer a fuego lento, removiéndolo constantemente, para evitar que el fondo se agarre. Cuando esté espeso y adquiera un tono dorado, haremos la misma prueba que con el membrillo, la de la cucharada en el plato: si no se despega, ya está en su punto. Luego se reparte en diversos recipientes y cuando se enfríe, ya se puede comer. Es muy fácil de elaborar, ¡y menuda cantidad de calorías que nos echamos para el cuerpo! El dulce de membrillo casero no tiene nada que ver con el que venden industrial. Y con queso, sabe a beso...

He dejado para el final un postre que combina los dos ingredientes estrella de los platos anteriores. Y es que para hacer arrope al estilo manchego -ya sé que en otros lugares lo hacen con calabaza- son necesarios: una manzana, una raja de melón, un membrillo y un litro de mosto ya cocido. Cuando estén limpias las frutas, las troceamos y las ponemos a hervir con el mosto a fuego lento. Las dejaremos cocer hasta que el producto tome la consistencia de un jarabe. Entonces, se retira del fuego y cuando este frío, ya se puede comer. Este postre está especialmente indicado para los que sean auténticos golosos -"galgos", decimos en mi tierra- porque resulta extremadamente dulce.

No he presentado aquí postres exquisitos o muy refinados. Se trata de postres sencillos, humildes, elaborados con productos que los hombres y mujeres del campo tienen a mano. Postres que han endulzado generación tras generación, la dura vida de personas que con el sudor de su frente han doblegado una tierra extrema y dura como la Mancha.

Foto del autor.

miércoles, 7 de marzo de 2012

"Follies" o la vida es un musical


Un musical ha tomado por dos meses el teatro Español de la madrileña plaza de Santa Ana. Follies, en su estreno en nuestro país dirigido por Mario Gas, nos lleva a atravesar una vez más la difusa frontera entre el mundo real y la ficción. ¿Es acaso otra cosa el teatro?

Santa Ana es una de las plazas más populares de Madrid. Cercana a la abigarrada Puerta del Sol, y situada a medio camino entre la bellísima plaza de Canalejas y la ruidosa de Benavente, se ha convertido hoy día en el centro neurálgico del turismo, sobre todo internacional, que visita la capital de España. Es la puerta de acceso al rebautizado no hace mucho como “Barrio de las Letras”, antes la zona de Huertas. En la década de los ochenta, durante los años de la universidad, era mi zona preferida para salir los sábados por la noche. No estaba tan limpia de coches, pero sí menos atiborrada de “guiris”. Un abigarrado mercado de artesanía ocupaba su parte central; recuerdo la tristeza que sentí cuando me enteré de la noticia de la prohibición del mismo a principios de los noventa. Muchas noches animadas pasé allí bajo la adusta mirada de Calderón de la Barca, inmortalizado en piedra en 1878 por el escultor gerundense Juan Figueras y Vila. Y vi colocar en ella en 1986 la estatua de Lorca, en actitud eterna de soltar una paloma, tal como lo imaginó Julio López Hernández. Ambos insignes escritores están circundados por numerosos restaurantes, cafeterías y bares de tapas, que inundan con sus terrazas el cuadrilátero, y que apenas dejan espacio para los paseantes. Entre ellos, el famoso Villa Rosa, con su característica decoración de azulejos en sus fachadas, utilizado como escenario por Almodóvar en su película Kika; la centenaria cafetería La Suiza, o la Cervecería Alemana, visitada en otros tiempos por el mismísmo Hemingway -¿dónde no estuvo este hombre?-. Orna el lado oeste de la plaza el Gran Hotel Reina Victoria, más bello antes que ahora, sin los neones que le ha colocado la cadena que lo adquirió hace un tiempo; el “hotel de los toreros”, donde gustaban alojarse cuando venían a los festejos de las Ventas.

Y mirando cara a cara a Calderón y Federico, orgulloso de haber llevado sus obras decenas de veces a sus tablas, se levanta en el lado opuesto el teatro Español. Puede presumir la sala de ser la única de Madrid que se alza en el mismo lugar que ocupara un antiguo corral de comedias del siglo XVI: Felipe II autorizó a la Cofradía de la Sagrada Pasión a erigir un espacio escénico en 1565, que con el paso del tiempo se conoció con los nombres de Corral del Príncipe y Corral de la Pacheca. Derribado en el siglo XVIII, se edificó en el solar un teatro “a la italiana”, que se incendió completamente a inicios del XIX, reedificándose de nuevo con planos de Villanueva. Poco tenemos hoy en día de la obra del arquitecto del Prado: numerosas reformas y fuegos, el último en 1975, lo convirtieron en lo que hoy conocemos, pasando definitivamente a propiedad del ayuntamiento de Madrid.

Entré, mezclado con el gentío que hacía creíble el cartel de que no había billetes para la representación de ese día, en el patio de butacas de la hermosa sala principal. Desde mi localidad alcé la vista hacia los cuatro pisos de palcos, rematados por el alto anfiteatro; me acordé de muchos lejanos días del espectador en los que me sentaba en las últimas filas del gallinero. Tiempos felices. Y aguardé el comienzo de la función.

Esa tarde iba a presenciar un musical, un tipo de espectáculo no muy habitual en la plaza de Santa Ana antes de que el actual director, Mario Gas, cogiera las riendas del teatro. Se trataba de Follies, obra del americano Stephen Sondheim, con libreto de James Goldman. Después de disfrutar en el mismo escenario con la producción de Sweeny Todd, la historia del barbero diabólico de la calle Fleet, también creación de Sondheim, llevada al cine por Tim Burton, y adaptada por Gas, creía que no me defraudaría esta nueva aventura. Era un montaje muy ambicioso y con un elenco de artistas nada desdeñable.

Se apagaron las luces y comenzaron a desfilar por el escenario los fantasmas de las coristas que actuaban treinta años atrás –el tiempo presente de la acción es 1971- en un teatro de revista que está a punto de ser demolido para construir un aparcamiento. Una historia muy frecuente en nuestros tiempos. Allí, Dimitri Weissmann, su dueño –el propio Mario Gas interpreta a este personaje- ha citado a todos los artistas que habían actuado en él a lo largo de tres décadas en las que se habían montado cientos de “follies”, espectáculos de variedades muy populares en Nueva York hasta la segunda guerra mundial. Van llegando los invitados y, embargados por los recuerdos, en un nostálgico flash-back, comienzan a rememoran lo que fueron sus años de juventud. Y entonces, entre vidas conformistas y acomodadas o sensaciones de haber dejado algún fleco pendiente, se dejan seducir por la tentación de querer enmendar los errores cometidos en el pasado.

Las protagonistas de estos recuerdos son las chicas Weissmann, bellezas hoy ajadas, que derrocharon glamour en tantas y tantas noches gloriosas. Unas han optado por no despertar del sueño y seguir viviendo como si esos tiempos no hubieran pasado; otras han envejecido dignamente y se conforman con mantener viva la memoria; algunas tienen aún la ilusión de ser felices... La historia personal de cada una está perfectamente perfilada por el texto de Goldman, muy bien traducido por Roser Batalla y Roger Peña. Y todo trufado con bellísimos números musicales –Aquel tren que pasó, La chica perfecta, Loveland...- al más puro estilo Broadway, donde estos días también se representa la función. La orquesta Manuel Gas, dirigida por Pladellorens, acompañaba las voces de unos actores que, sin haber cantado muchos de ellos nunca en escena, afrontaban sus números con gran soltura; se notaba el arduo trabajo de producción y los muchos ensayos que llevaban encima. Los arropaba un bien coordinado cuerpo de bailarines.

Todos magníficos, todos perfectamente en su papel, pero destacaría la actuación de la incombustible Massiel, felizmente recuperada para las tablas, que borda el papel de Carlota Campion, una vampiresa que presume de utilizar a los hombres como si fueran pañuelos desechables y que quiere aprovechar intensamente la existencia. Un rol hecho exactamente a la medida de la actriz-cantante; se diría que Sondheim y Goldman lo hubiesen creado expresamente para ella. Cuando terminó de cantar su número, Aquí estoy, toda una declaración de amor por la vida, del público surgió de forma espontánea una gran ovación. La misma que acompañó el solo de la entrañable Asunción Balaguer, que con más de ochenta años, cantó y bailó y ejecutó su papel de Hattie Walter con gran profesionalidad y simpatía. ¡Qué vitalidad la de esta señora!

Pero sería injusto no hacer una mención en esta crónica del cuarteto protagonista de la trama. Su historia frustrada de amor y desamor, que comenzó tres décadas atrás, es el hilo conductor de la obra. Y además son los encargados de cerrarla con una gran apoteosis final, que sorprende al espectador cuando cree que la función va a concluir. En ella, en varios números musicales antológicos que resumen lo mejor de las revistas de variedades –escalera luminosa incluida- desgranan sus deseos, esperanzas e ilusiones que no se van a cumplir, ni siquiera treinta años después, por ese terrible conformismo en el que más o menos caemos la mayor parte de los mortales. Carlos Hipólito, gran revelación del espectáculo por su bello timbre de voz, en el papel de Benjamin Stone, un hombre que nunca podrá ser feliz porque nunca ha encontrado el amor; su mujer, Phyllis, encarnada por la versátil Vicky Peña, que ya hace mucho que ha desistido de tratar de que su marido la quiera; la idealista Sally Durand, toda la vida enamorada del hombre que se casó con su mejor amiga, revivida por Muntsa Rius, gran voz; y el Buddy Plummer de Pep Molina, unido a Sally, pero de la que nunca obtendrá su corazón. Todo un auténtico póquer de ases. Su tragedia personal es presentada al espectador con la técnica del salto atrás temporal: cuatro actores jóvenes desgranan las ilusiones de las dos parejas en el pasado; hasta que llega el momento en que las historias de los dos grupos se entremezclan y cada uno de ellos se enfrenta y dialoga con el que fue treinta años atrás.

That´s entertaiment!, espectáculo puro. Tres horas de diversión que nos hacen olvidar, oyendo las pegadizas canciones, y viendo moverse con destreza al cuerpo de ballet, unos problemas que traspasamos a esos seres de ficción que se mueven detrás de la cuarta pared del escenario. Y es que, en definitiva, la vida es, o mejor dicho, debería ser, un musical. ¿O no suenan mejor las cosas cuando se dicen cantando?

Fuente foto cartel: www teatroespanol.es

viernes, 2 de marzo de 2012

Azul, azul intenso, blanco y gris


El Viajero se adentra en el valle de sus sueños y sus recuerdos, el valle de Alcudia, en los límites de la Mancha y Andalucía, y contempla sus inmensidades y sus bellos cielos.

Enderezó por una senda que se abría tras una reja canadiense. Ante él se presentó la inmensidad del valle: esa gran extensión en el límite de la Mancha y Andalucía, moteada en otros tiempos de ventas que servían de descanso al caminante. Recordó en ese momento el comienzo de Rinconete y Cortadillo y se preguntó dónde estaría la famosa venta del Molinillo en la que se conocieron los pícaros cervantinos. Y es que el Valle de Alcudia fue un lugar de mucho trasiego en otros tiempos: lo atravesaba el Camino Real, único paso en los Siglos de Oro para las tierras del sur. Ahora, mucho más tranquilo que en esas épocas doradas, aparecía a los ojos del Viajero como si durmiera la siesta. Sólo unos cuantos rebaños de ovejas, pacían en la lejanía, aprovechando las briznas de hierba que las pocas lluvias de ese seco otoño habían hecho brotar.

Miró hacia el cielo. Sus ojos se llenaron de azul, un azul intenso, inmaculado, apenas manchado por algún que otro jirón de nubes caprichosas que jugaban en el horizonte con las alturas de Sierra Madrona. Había llegado, tras un breve paseo, a un retamar que ocupaba una pequeña meseta bordeada por un riachuelo que estaba pidiendo a gritos aguas a un avaro cielo que se resistía a soltar su tesoro. Tampoco parecía que ese día fuera a llover: el pequeño regato prolongaría su agonía. El Viajero contempló las retamas: eran casi árboles; sus troncos leñosos se retorcían alcanzando una altura de más de dos metros. Le pareció un lugar agradable para descansar.


Se detuvo, y sentado se abandonó a la tarea de escuchar el sonido de las pocas aguas que el arroyo llevaba; se sentía bien. Súbitamente llegaron balidos lejanos y los gritos de un pastor que trataba de impedir que su grey se dispersara. Otra vez ese azul, un azul infinito... No pudo resistir la presión de tanto azul en sus pupilas y tuvo que cerrar los ojos. No supo cuánto tiempo se mantuvo así. No veía nada, pero hasta sus oídos llegaron los trinos de alguna ave que se posó en la retama que le daba sombra -¿tal vez algún petirrojo, o sería un humilde vencejo?; el agua seguía su discurrir monótono, también le llegó el zumbido de un abejorro que buscaba flores que libar, escasas en aquella zona... Hasta su olfato se acercaban efluvios de romero y cantueso.

No pudo estar más tiempo privado del sentido de la vista y entreabrió los parpados. Tras recuperarse de la ceguera momentánea que le provocó la luz, se percató de que el cielo había dejado de ser tan azul. Los blancos y los grises de las nubes habían ganado terreno y estaban ocultando por momentos al sol. Eran nubes caprichosas, de formas muy variadas. Se acordó de aquellos años de infancia cuando, tumbado en la manta de campo que llevaban en sus salidas de domingo, jugaba con sus padres a adivinar qué forma tenían las nubes: "Mira, ¡un avión!, ¡esa parece un águila!, ¡aquella es una palmera...!". Quiso volver a jugar, y descubrió en la bóveda celeste mil y una formas curiosas que intentó captar con su máquina fotográfica.

Cuando la tarde empezó a caer, pensó en regresar. Antes de abandonar definitivamente el lugar, quiso despedirse de esas nubes que lo habían hecho volver a tiempos pretéritos más felices e inocentes. En el lejano horizonte, creyó descubrir la sonrisa de un formidable cúmulonimbo que le decía adiós.

Fotos del autor.