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viernes, 20 de septiembre de 2013

Armonía en el jardín

Música y naturaleza. En el marco del Festival de Música Antigua, el Viajero emprende un paseo musical por la silva del Jardín del Príncipe de Aranjuez. Los sones de la zanfona, la chirimía, el arpa medieval y la gaita se unen en perfecto acuerdo con los trinos de los ruiseñores y los mirlos y el piar de los gorriones. La flora del vergel es la escena perfecta para estas melodías. Armonía en el jardín.

Llegaste a la entrada principal del Jardín del Príncipe, en la calle de la Reina, en una tarde de domingo de verano anticipado. Acababa de empezar el mes de junio, pero el intenso calor ya se había apoderado del ambiente y hacía que los asistentes que esperaban el comienzo del paseo-concierto que comenzaría en breve buscaran la sombra. El ramaje cerrado del inmenso campo, nominado en honor de Carlos IV que lo mandó construir cuando aún era Príncipe de Asturias, impedía que los hirientes rayos del sol castigaran en exceso los cuerpos de los numerosos visitantes. Estabas en Aranjuez, solaz y reposo de la monarquía hispana en otros tiempos, y hogaño lugar de peregrinación de hordas de turistas bien pertrechados con sus máquinas de captar instantáneas. Contemplaste las columnas de Juan de Villanueva que enmarcaban el acceso: capiteles jónicos, remates en las cubiertas de amorcillos que sostenían un jarrón. No estaban ya allí las efigies de las diosas Pomona y Minerva, traídas de la colección de la reina Cristina de Suecia, que otrora ocuparan los intercolumnios de la portada. Enormes plátanos escoltaban la vía de acceso principal; traídos de las tierras americanas de Louisiana y de territorios orientales, se adaptaron perfectamente al clima de la península Ibérica creando una nueva especie: el platanus hispanica,  omnipresente hoy en nuestras zonas verdes. Entre ellos, algunos tilos buscaban también su lugar.

Acompañado por los numerosos paseantes que formaban tu grupo, enderezaste por un caminillo que señaló el guía voluntario que iba a dirigir la excursión aliñada con música. Unos aligustres convertidos en árboles enmarcaban el Jardín de los Negros, llamado así por los autómatas que para recreo de la corte estaban instalados en ese lugar. La forma circular de los jardincillos te recordaron a los de la época de Felipe II que rodean El Escorial. En ese lugar –o cerca, que la memoria popular a veces miente- te cuentan que se levantó un teatrillo por orden de Felipe IV para conmemorar el final del luto por la muerte de su padre. Corría el año de 1622. La propia reina, Isabel de Borbón, encargó una comedia al que se rumoreaba era por aquellos tiempos su amante: Juan de Tassis, el conde de Villamediana. El poeta compuso La gloria de Niquea, espectáculo alegórico en el que la misma Isabel se haría cargo del papel principal. Durante la representación, que dicen las crónicas que fue fastuosa, se desencadenó un incendio en el transcurso del cual el conde, viendo a su reina en peligro y desafiando las llamas, la sacó salvándola de perecer abrasada. Este hecho incrementó los celos del monarca que ya andaba sospechosos de los devaneos de su consorte con don Juan. Poco después Tassis murió asesinado en las calles de Madrid. Las lenguas de doble filo de la corte afirmaron que con el consentimiento del monarca. ¡Cuánto podrían contar los árboles que rodeaban el recinto si pudieran hablar!

Al final de la ancha calle que separa el Jardín Español de la Huerta de la Primavera, lugar de aclimatación plagado de granados en flor, ciruelos, perales, manzanos y otras especies frutales, te encontraste con la fuente del Fauno viejo, con sus viejas pezuñas gastadas por la acción del agua. Muy cerca, la fuente de Neptuno, junto al embarcadero real. La escultura del dios de los mares, atribuida en ocasiones a Miguel Ángel, formaba parte de la colección del marqués del Carpio; en realidad se trata de una réplica de uno de los ríos que ornan la fontana de piazza Navona de Bernini que el conde encargó al artista. Viste a Neptuno recostado en un caballo sobre las aguas del mar, representado a una edad avanzada pero con cuerpo atlético y con largas barbas, tranquilo, añorando el líquido elemento que no manaba de los surtidores secos.

Era el momento de la primera parada musical de la tarde. En el Salón de Tilos, muy cerca del Tajo, una glorieta cercada por diez añosos cipreses, y a la fresca sombra de los tilos y los álamos blancos, ocupaste tu lugar. Los sones de un trotto a los que siguió los de un saltarello, y otras alegres danzas medievales, comenzaron a surgir de las zanfonas, gaitas y flautas del grupo Artefactum, y se mezclaron con el rumor lejano del agua del río y el rozar del viento en las copas más altas. El conjunto interpretó un repertorio medieval del siglo XII, piezas italianas sacadas del manuscrito de Londres, códice que fue adquirido en el cinquecento por la familia Medici. Los animados aires cortesanos te transportaron a épocas y ambientes del Medievo mientras descansabas sentado en un jardín del siglo XVIII. ¿Podía darse mayor sincretismo?

Los pabellones  del embarcadero, lugares de reposo de la corte tras sus paseos en falúa por el Tajo, fueron tu siguiente destino. El más grande, el Real, fue construido por el arquitecto de Fernando VI Bonavía; los otros vieron la luz en la época de Carlos III.  El exterior sencillo ocultaba un interior suntuoso. El embarcadero está indisolublemente unido a la figura de Farinelli, el castrato que llegó a la corte de Felipe V y cuya importancia en palacio fue afianzada por Fernando VI y su esposa Bárbara de Braganza. Fue el castrado Carlo Broschi el promotor de los paseos con música por el río; organizó una gran iluminación para la fiesta de la onomástica de Fernando e incluso diseñó la calle que une este lugar con el palacio.

El Tajo bañaba majestuoso estos sitios. En la orilla frontera, aprovechando la cálida tarde del domingo, los pescadores se mezclaban con diversas especies de ánades. Unos sauces
llorones refrescaban el lugar. La margen en la que te encontrabas la ocupaban garitas militares y baluartes que saludaban con cañonazos la llegada del séquito real.

Circulando por un paseo de cipreses y una rosaleda cerca del invernadero, alcanzaste el cenador tantas veces pintado por Santiago Rusiñol.  Te saludan imponentes ejemplares de guilandinas, catalfas, pacanos, liquidámbares, algunas de estas especies difíciles de encontrar fuera de este marco. Y ya divisaste los cuatro atlantes que sostenían la taza de la fuente de Narciso, el pobre joven que murió ahogado contemplando su propia belleza. Cerca de allí, en una glorieta cuyo centro ocupaba un estanque, tendría lugar el segundo concierto. Con el fondo del canto de los mirlos, el gorjeo de los gorriones y el arrullo de las palomas, y bajo la lluvia de las semillas de los tilos que caía sin pausa, los integrantes de Artefactum retomaron su repertorio medieval de saltarellos y chansonetas.

Reemprendiendo la marcha, después del paréntesis musical, te adentraste en una zona del jardín poblada por grandes gigantes arbóreos. Con pesar contemplaste la certeza de la muerte en el mundo natural: robles españoles que sucumbían atacados por una maligna especie de escarabajo, un castaño de indias seco, un plátano casi ahogado por la hiedra, un imponente ejemplar de fresno a punto de fenecer por estar lejos de las aguas de una ribera, su ámbito habitual… Miserias particulares que contrastaban con la impresión de vida y lozanía que inspiraban otros colosos del jardín: un elegante pacano de más de cuarenta metros de altura, un ciprés descomunal, castaños de indias y robles enormes, y un inmenso ahuehuete,  el orgulloso “viejo del agua”, compañero de los treinta y dos que habitan en Aranjuez, ejemplar originario de México y que abría al cielo desafiante sus ramas en forma de candelabro. La vida siempre se impone.

El trazado geométrico de las calles del vergel, que muchas veces son prolongaciones de las calles de Aranjuez, te condujo a zonas de umbría ocupadas por prados de vinca y hiedra en los parterres que sustituía al césped. La frondosidad del bosque apenas dejaba pasar la luz del atardecer. Ya en un claro que inunda el aroma de los tilos en flor, divisaste al final de una larga avenida la fuente de Apolo. El dios de la belleza, la perfección y la música presidía el 
monumento que completó el escultor Isidro González
Velázquez a principio en el siglo XIX, siendo rey de las Españas Fernando VII. Contemplaste la réplica del original, que vino también  de la colección de Cristina de Suecia, y que hoy se encuentra en La Granja –lugar para el que la adquirió Felipe V-. La imagen estaba enmarcada por un semicírculo incompleto de cipreses y seis columnas con capiteles jónicos muy historiados en las que se asentaban seis cisnes  alzando sus cuellos en actitud de iniciar el canto: surtidores secos esa tarde.

Delante de este impresionante escenario comenzó el tercer y último concierto. Los instrumentistas estaban ahora acompañados por un gesticulante tenor, Alberto Barea que entonó diversos cantos muy optimistas sobre la primavera.  Amén de otras obras, la sesión se completó con diversas piezas del Carmina Burana, los cánticos de los goliardos de los siglos XII y XIII que son un homenaje al disfrute de la vida y de los placeres que esta ofrece. Los poemas que exhortaban a vivir intensamente llenaron tu alma de un grato optimismo.

Finalizada la actuación, y cuando quedaba muy poco para que la noche se adueñase de la silva del Príncipe, desanduviste la vía que conducía a la puerta de la calle de la Reina. Impregnaba  tu alma un sentimiento filantrópico desmesurado: no podía ser tan malo un primate evolucionado que había sido capaz de reunir tantas manifestaciones de belleza como las que habías presenciado esa tarde de primavera veraniega. La luna te dio la razón.

Fuente fotografías; http:/wikipedia.org