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martes, 31 de enero de 2012

Mi capital cultural europea



Un sentido homenaje a Cuenca, cuyo sueño de ser capital cultural europea en el año 2016 se vio hace tiempo truncado. Cuando en el otoño de 2010 me enteré de que se cayó de la lista de ciudades que finalmente optaban a la distinción, escribí estas líneas. Ahora, las comparto con vosotros.

A comienzos del mes de octubre, se desveló el enigma. Las ilusiones de una pequeña y modesta ciudad castellana quedaron truncadas. Fue en el Auditorio del Museo Reina Sofía, ese modernísimo espacio creado por Jean Nouvel y que ha dado un aspecto diferente a la Ronda de Atocha de Madrid. Allí el comité de preselección de la Capital Europea de la Cultura 2016 anunció las seis ciudades que seguirán en la competición: Cuenca, no estaba entre ellas. Seguían en la lucha Burgos, Córdoba, San Sebastián, Las Palmas de Gran Canaria, Segovia y Zaragoza. Finalmente, la ganadora resultó ser la bella Easo, ¡enhorabuena a los donostiarras! La ciudad de las casas colgadas-sus autoridades, sus ciudadanos; todos en general- habían hecho un gran esfuerzo por presentar una candidatura muy digna: se habían diseñado infraestructuras, elaborado presupuestos, y realizado un proyecto de gran implicación europea; pero finalmente no pudo ser.

Fue el fin de un bonito sueño. La ciudad que parece dormitar asomada a las dos hoces de sus dos ríos: el Huécar y el Júcar se despertó súbitamente con la mala noticia. El carácter resignado -castellano, hecho a sufrir- de sus habitantes fue expresado con claridad en los informativos regionales, cuando los periodistas de turno les aproximaban sus micrófonos en plena calle: "¡Era muy difícil, jugábamos con desventaja; nos enfrentábamos a otras ciudades con mucho más presupuesto y más población e infraestructuras..." Pero me gustó mucho la respuesta de una señora de edad avanzada que, al tiempo que en su rostro se dibujaba una gran sonrisa, exclamó: "Bueno, capital o no, Cuenca seguirá siempre siendo única".

Y es que es verdad que Cuenca es única, como reza un lema que triunfó felizmente hace ya muchos años y que se ha convertido en distintivo de la población. "Cuenca es única". O mejor dicho, las dos Cuencas son únicas, porque en realidad hay dos Cuencas. La una, sigue creciendo, pujante, en torno a Carretería, la arteria principal de la parte nueva, toma el sol en tardes primaverales en el parque de San Julián, se extiende en bloques que quieren tocar el cielo a lo largo de la carretera de Valencia, y ha entrado en la modernidad gracias al tren de alta velocidad. La otra se encarama hacia las alturas, colgándose en el vacío vertiginoso de las dos hoces, alcanza la Plaza Mayor, y se empina por la calle de San Pedro hasta el barrio del castillo. La primera ofrece la vida de una tranquila y cómoda ciudad de provincias; la segunda enamora a propios y extraños y les hace vivir un sueño fantástico en un mundo casi imaginario.

Cuenca no va a ser Capital Cultural Europea en el 2016. Realmente a mí, que frecuento la ciudad desde hace muchos, me hubiera gustado que así fuera. ¡Qué oportunidad sería para despegar en este mundo tan competitivo del turismo y ser de una vez por todas reconocida, ocupando el lugar que realmente merece esta bellísima y, sobre todo, distinta población! Me hubiera gustado asistir a esos eventos culturales especiales y espectaculares que se organizan en las ciudades vencedoras, gracias a las fuertes subvenciones que reciben. Habría disfrutado del gran ambiente ciudadano y callejero que, seguramente, viene unido a este tipo de conmemoraciones. Me habría sentido, en definitiva, muy orgulloso de que otra vez se hubiera repetido la historia bíblica y David, con su humilde honda, hubiera vencido de nuevo a Goliat.

Sin embargo, que Cuenca no sea Capital Cultural no impedirá que yo la siga visitando con mucho amor y cariño, que siga ascendiendo hasta su Plaza Mayor -perdiendo el resuello, eso sí-, bien por las curvas de la Audiencia y la calle Alfonso VIII, bien por la dura ascensión de la Puerta de Valencia, y que siga quedando deslumbrado por la belleza de su catedral tras atravesar los arcos del ayuntamiento. No impedirá que asista religiosamente -¡nunca mejor dicho!- a los conciertos de su Semana Santa musical en el convento de las Petras, en la iglesia de San Miguel, en la sala capitular del templo catedralicio o en su Auditorio casi excavado la roca. Tampoco dejaré de emocionarme con el fervor ciudadano de sus procesiones. No me privaré de sentir el vértigo que produce atravesar el puente metálico de San Pablo, camino del cercano Parador. Ni dejaré de pasear por las orillas del Júcar, emulando a mi querido Machado en su ruta de San Polo a San Saturio, en otra ciudad también castellana, hablando "con el hombre que siempre va conmigo". No faltan razones, como podéis apreciar, para que yo otorgue a este querido "nido de águilas" el título de mi ciudad europea de la cultura.


martes, 24 de enero de 2012

Música y Renacimiento

Como cada mes de diciembre, con el frío, la niebla, y a veces la nieve, llegan a las ciudades renacentistas de Úbeda y Baeza los acordes del Festival de Música Antigua. Este año, atraído por el evento, también se ha acercado por estas joyas Patrimonio de la Humanidad el Viajero.






Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él ansí se anega
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o siente.


Fray Luis de León: Oda a Francisco Salinas


Sábado, 10 de diciembre, mediodía. Deseando emular a Fray Luis, el Viajero ha llegado a Úbeda, esplendor del Renacimiento, con el anhelo de transportar su alma y anegarla en ese musical mar de dulzura que el maestro tan bien describe en la oda a su amigo el músico Salinas. En la plaza de Vázquez de Molina, el Llano de Santa María para los ubetenses, se extasía, aunque ya la ha visto muchas veces, ante la grandeza del conjunto que forman la capilla del Salvador, ingente mausoleo para el secretario de Carlos V que no pudo acabar Siloé y concluyó Vandelvira , el lindante hospital de los Honrados Viejos, el fastuoso palacio del Deán Ortega, hoy parador de turismo, el palacio de las Cadenas o de Vázquez de Molina, la actual casa de la ciudad, la felizmente recuperada iglesia de Santa María de los Reales Alcázares y la Cárcel del Obispo, hasta no hace mucho Palacio de Justicia. No sabe hacia dónde mirar este inquieto amante del arte. A pesar de que la mañana es bastante fría, antes de sumergirse en las notas del concierto que le espera, quiere aprovechar para reencontrase con las calles de la ciudad jienense, y acercarse a la vecina plaza del Ayuntamiento y a la del Primero de Mayo, donde se alza la iglesia de San Pablo. Llega a la animada calle Real y dirige sus pasos hacia los callejones con gran sabor próximos a la plaza de San Pedro. Vuelve a admirar la fachada de la Casa de las Torres, singular Escuela de Arte, y se detiene ante las ruinas de la Iglesia de San Lorenzo; lo invade una leve tristeza al comprobar que la frondosa y romántica hiedra que las cubría se ha secado. Habrá que esperar, como dice el poeta, otro milagro de la primavera.

Una de la tarde. Iglesia de Santa María de los Reales Alcázares. El Viajero, junto a otros sufridos amantes del arte de Euterpe, aguanta estoicamente el intenso frío que hace en el interior de la inmensa nave central. Sentado en un banco aguarda el comienzo del concierto titulado Paradisi Gloria, el primero de los que tiene apuntados en su agenda del Festival de Música Antigua de Úbeda y Baeza. Quince años han pasado ya desde que alguien tuvo la genial idea de unir la música medieval, renacentista y barroca a estas ciudades únicas. Su contemplación del artesonado de madera y el cristo crucificado gótico que se enseñorea en el altar mayor, es interrumpida por los aplausos que anuncian la presencia del organista Andrés Cea y el contratenor Mark Chambers. Muy pronto las notas de los bellos motetes de Monteverdi, Palestrina, Frescobaldi y Tomás Luis de Vitoria, maestro del renacimiento hispano del que se celebra el IV centenario de su muerte, inundan el algo destartalado interior del templo, que formaba otrora parte del antiguo alcázar defensivo de la villa.

Seis de la tarde. Baeza. Pasea el Viajero por el patio –renacentista, ¿cómo no?- del palacio de los Salcedo. Convertido en un agradable e histórico hotel, será su alojamiento por esa noche. Grandes arcadas de medio punto, moteadas de escudos pétreos y dispuestas en dos galerías, le hacen evocar otros tiempos en los que el edificio albergaría los sueños, pasiones, intrigas de otros hombres y mujeres. ¡Cuántas gentes se habrían apoyado antes que él en el antepecho por la que se asoma a la fuente central, acompañada ahora por el árbol de navidad. que anuncia la llegada de festejos sin fin! Después, pensando en la caducidad de las cosas y las personas, y en el inexorable paso del tiempo, se dirige a su cuarto para descansar.

Ocho de la noche. Ruinas del convento de San Francisco. Antes de acceder al remozado auditorio, contempla el visitante la exuberante decoración de los restos que se abren al exterior, enmarcados por un bosquecillo de naranjos. En el interior, ya acomodado en su butaca, lamenta la desaparición de la gran bóveda cruzada, obra maestra de Vandelvira – ¡omnipresente su huella en estas tierras!- cuya ausencia recuerda una gran estructura de acero colocada en nuestros días. Los terremotos, las inclemencias del tiempo y las tropas foráneas invasoras han borrado todo testimonio de pasados esplendores. Las Cantadas al Santísimo de José de Nebra, cuyos sones interpreta Al Ayre Español, la formación dirigida por Eduardo López Banzo hacen olvidar al Viajero, al menos mientras suenan, la tristeza que le provoca la destrucción de la belleza. La magnífica soprano María Espada desgrana con soltura los recitados y las arias de “esa dulzura amable” compuesta por el músico bilbilitano. Gran barroco el nuestro, tan olvidado y tan necesitado de resurrección.

Casi medianoche. El programa señala que el concierto comenzará a las 23,59. Hora apropiada para la actuación de la Schola Gregoriana Hispana. Conmemorando de forma anticipada el octingentésimo aniversario de la batalla de las Navas de Tolosa, interpretan canto llano y polifonías del monasterio de las Huelgas. Hace frío también en la iglesia de la Santa Cruz: una rareza, un templo románico en plena Andalucía. Los ojos de los asistentes, sentados en la nave central del templo, se clavan en el ábside semicircular que la cierra. Al salir, la niebla y la llovizna no invitan a recrearse en la fachada gótica isabelina del palacio de Jabalquinto, hoy sede de la Universidad Internacional andaluza. Se dirige el Viajero deprisa a su refugio palaciego, se sentirá como un señor esa noche; ¡mañana será otro día!

Domingo, 11 de diciembre. Once de la mañana. No ha madrugado mucho el trotamundos. Según su costumbre cuando visita las tierras del sur, ya se ha desayunado con la nutritiva “tostá” de tomate y aceite. El día ha amanecido desapacible y algo lluvioso. En la plaza de Santa María hay pocos turistas. De espaldas a lo que fue seminario de San Felipe Neri, y a través de la triple arcada triunfal de la fuente de Santa María, contempla la catedral. Pasea después por las calles ubetenses que más le gustan: las que rodean el templo. Atravesando la recoleta plaza del
Arcediano, y emulando al autor de Campos de Castilla, deambula sin prisas por el paseo de la Muralla. No hay vistas esa mañana. La espesa niebla las oculta. Pero sabe el Viajero que allí están los olivares a los que Machado cantara: “Por estos campos de la tierra mía, / bordados de olivares polvorientos, / voy caminando solo, / triste, cansado, pensativo y viejo”. Atrochando por zonas residenciales nuevas, llega el caminante solitario a la calle Atarazanas; deja a su derecha el museo de Úbeda, con el firme propósito de visitarlo en una próxima ocasión, y cruzando la puerta de Jaén, gana la plaza del Pópulo. Los leones de su fuente, según la tradición, originales de la ciudad ibero-romana de Cástulo, siguen allí impertérritos, arrojando constantemente agua por sus fauces. Aunque es un poco tarde, sube por la calle Romanones y con prisa, revisita el aula de su admirado poeta en la Antigua Universidad. Allí, sobre la gastada tarima de madera, lo imagina, cual revivido Juan de Mairena, deleitando a sus alumnos con sus amenas charlas, que no sólo francés explicaría el maestro.

Una de la tarde. Iglesia de Santa María del Alcázar y San Andrés. Las prisas de nuestro amante de la música, que ha tenido casi que correr para no llegar tarde al último concierto de su apretada agenda, han sido inútiles. Todavía no ha acabado el oficio y aún queda bastante para el Ite, missa est. No obstante, entra en el templo, y se sienta en los últimos bancos de la amplia nave de arcos apuntados y techumbre de madera. Quiere estar cerca del órgano, que será el protagonista del concierto que está por comenzar. Tras él una sólida reja separa el pequeño coro con escaños de madera. Un grupito de niños, que se ha separado del resto de sus compañeros y que no asisten con el fervor debido a la ceremonia, le hacen sonreír con sus bromas. Con media hora de retraso –no tienen, ni tienen por qué tener ninguna prisa los feligreses en abandonar el recinto sagrado, para eso es domingo- comienzan a salir del órgano y las trompetas de conjunto Triorganum los acordes de una fanfarria de Buxtehude. El programa no defrauda a los asistentes. Las obras de Teleman, Cabanilles, Biber, Cabezón, Bach... hacen vibrar el órgano barroco de San Andrés. Todavía con los sones de una brillante fanfarria de Mouret, baja el forastero por la calle de San Francisco, dispuesto a degustar algunas tapas en una taberna cercana al lugar en el que le espera su vehículo. La música antigua volverá a Úbeda y Baeza en un año, pero él seguro que no resistirá la tentación de pisar mucho antes de entonces sus calles renacentistas.

Fotos del autor

jueves, 19 de enero de 2012

Enhorabuena, Mario. ¡Por fin!

En octubre de 2010 nos enteramos de una buenísima noticia para las letras hispánicas: la Academia Sueca había otorgado el premio Nobel de literatura a Mario Vargas Llosa. En aquel momento, no me resistí a la tentación de escribir algo sobre la concesión de este importante galardón. Y aquí os lo presento. Perdonad la poca actualidad del asunto, pero me he acordado de este escrito hoy al oír en las noticias que Vargas Llosa ha sido propuesto para dirigir el Instituto Cervantes. Sería un buen director, ¿verdad?

Y es que Mario Vargas Llosa es uno de mis escritores preferidos. Hace ya mucho tiempo que lo conocí. Eran los primeros ochenta. Yo cursaba segundo de bachillerato; ¿recordáis aquel Bachillerato Unificado Polivalente, B.U.P.? Yo soy de esa generación. Fui del grupo de adolescentes que casi inició ese nuevo ciclo de enseñanzas hoy desaparecidas. Ya sólo la gente de cierta edad, en estos últimos años en los que hemos asistido a un baile vertiginoso de programas educativos, se acuerda del B.U.P y el C.O.U. Pues yo estaba en 2º de B.U.P. Y en la clase de literatura la profesora nos dio una lista de libros bastante considerable, que iban a ser las lecturas obligatorias de la asignatura -¡cómo han cambiado los tiempos...!-. Entre ellas nos advirtió que había dos libros de autores hispanoamericanos -no hacía mucho que estos nuevos creadores habían conmovido el mundo editorial español con su feliz "boom"-; estos libros eran: El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, y el que iba a ser uno de los libros que más me impactaron en mi juventud: La ciudad y los perros.

La historia me fascinó. Rápidamente ingresé en el Colegio Militar "Leoncio Prado", donde se desarrolla gran parte de la novela, y viví las vicisitudes de sus alumnos; me indigné con las vejaciones a que era sometido el pobre Ricardo Arana, el esclavo, que era vilipendiado por todos, y casí lloré -soy de lágrima fácil- con su injusta muerte. Como me gustó tanto la obra, no tardé mucho tiempo en conseguir la que, según me decían en clase, era la obra maestra del autor por aquellos años: La casa verde. Me pareció una novela bastante más compleja que la primera, pero a pesar de las dificultades que encontré en la misma -recordad que apenas tenía 16 ó 17 años- tenía algo de fascinante que me enganchó. Recorrí las calles de Piura y asistí a la ruina y el resurgimiento del burdel que don Anselmo fundara en la ciudad, y conocí a Lituma -que después pasearía por los Andes-, Bonifacia y Fushía. No podía quedarme ahí: había que seguir leyendo a ese autor; después siguieron Conversación en la catedral, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo, Travesuras de la niña mala... Y así hasta ahora, fecha en la que hemos recibido la grata noticia, y en la que espero ansiosamente la aparición de su próxima obra El sueño del celta, basada en la vida de un personaje real: Roger Casement, defensor acérrimo de los derechos humanos en África central, y que será publicada por Alfaguara a primeros de noviembre (qué lanzamiento tan oportuno en estas fechas, y qué publicidad gratuita para la editorial, ¿verdad?)

Oía este mediodía una de las primeras entrevistas que ha concedido tras conocer la noticia el autor. Se encontraba en Nueva York, donde imparte estos días unas clases magistrales -¡nunca mejor empleado el término!-. Con gran sencillez, y creo que algo de falsa modestia, ha confesado que ya no esperaba este premio: ya no contaba con ello porque su nombre no aparecía en la lista de candidatos. Efectivamente, Vargas Llosa ha sido muchos años el eterno candidato. Por eso el que reciba este reconocimiento mundial ahora cuando todavía se encuentra en plenitud de facultades, es algo grande. Ha comentado que cuando le llegó la noticia -eran las cinco y media de la madrugada-estaba leyendo El reino de este mundo de Alejo Carpentier. ¿Qué mejor actividad puede imaginarse para un escritor cuando no está escribiendo? Y ha añadido algo que realmente me ha emocionado: más que por él, se alegraba enormemente por la lengua en la que escribe, tan rica, múltiple y diversa, y su inmensa literatura.

Realmente se ha hecho justicia con uno de los nuestros. Y es que Vargas Llosa lo es. No solamente porque, además de la peruana, tiene ya hace muchos años la nacionalidad española, cosa que también es muy importante; sino porque pertenece a esa grande y entrañable comunidad que sentimos tan cerca y dentro de nosotros, como es la iberoamericana. Estoy convencido de que ese sentimiento no existe entre los millones de angloparlantes del mundo. Un inglés o un americano no creo -quizás sea muy osado este aserto- que se emocione y considere como suyo un premio o reconocimiento que reciba un escritor sudafricano o australiano, aunque compartan la misma lengua. La comunidad hispana mantiene lazos más estrechos, lazos que hacen a nuestros hemanos del otro lado del Atlántico llamar "madre patria", a una España que no siempre se ha portado como tal con ellos.

Ha dicho Vargas Llosa que la literatura no puede ser gratuita, una mera invención, sino que tiene que estar enraizada en una problemática concreta. Y realmente sus libros tienen mucho que ver con la realidad, con su infancia y juventud en Perú -"lo que escribo es el Perú", afirmó en numerosas ocasiones-, con sus estancias en Europa. La realidad social se palpa en sus novelas. Su crítica contra las injusticias políticas y sociales están siempre presentes. Pero además para el autor la literatura es diversión, algo que le mantiene vivo y le da fuerzas para continuar. También nos hace seguir adelante a nosotros, impulsándonos con su prosa a ser un poco más buenos y a vivir un poco mejor.

Me ha alegrado muchísimo la noticia que nos ha llegado hoy. También estarán dando saltos de alegría en su mundo de ficción todos los personajes que han surgido de su imaginación. Y seguro que Ricardo Arana, el esclavo, cuya vida triste tanto me emocionó en su momento, hoy es incluso capaz de enfrentarse y vencer a todos los compañeros que le hacían la vida imposible, incluso al temido Jaguar. Enhorabuena, Mario, ¡por fin!



Fuente imagen: wikipedia.org

sábado, 7 de enero de 2012

Otras delicias manchegas

Algunos platos muy típicos de mi tierra, a los que asocio muy buenos recuerdos, y que quiero compartir con vosotros. ¡Qué aproveche!

A mi madre la mejor cocinera del mundo. Gracias por estas sabrosas recetas


Muchos de mis recuerdos de infancia y adolescencia, cuando aún vivía en casa de mis padres, se ambientan en una gran mesa de comedor, una gran familia sentada a su alrededor y viandas, muchas viandas ocupando la mesa. Esas reuniones familiares, en las que a veces nos reencontrábamos con parientes a los que hacía tiempo que no veíamos -gajes de la emigración interior que llenó de penas a muchas familias en los años 60 y 70- y que nos contaban sus peripecias y vicisitudes en tierras lejanas. En esas reuniones se hablaba, se recordaban tiempos pasados con nostalgia, seres queridos que ya no estaban entre nosotros y, sobre todo, se comía, y mucho. Entre otros platos apetitosos, la cocina típica manchega era la estrella: el pisto, el asadillo, el tiznao, las berenjenas de Almagro... hacían las delicias de los comensales, sobre todo de aquellos que, por vivir lejos, no podían disfrutar de ellas salvo en estas ocasiones.

Muchos de vosotros, seguro, tendréis recuerdos similares unidos a otros sabores, pero como creo que no conocéis estos platos, os voy a contar cómo se preparan, por si queréis llenar vuestras cocinas y comedores de aromas y gustos manchegos.

Asadillo. Bonito nombre para un plato cuya base son, precisamente, los pimientos rojos carnosos "asados" al horno. Su rojo intenso destaca vivamente sobre los blancos manteles, dando un toque de bellísimo color a la mesa. Cuando hemos asado, como ya queda dicho, los pimientos, y una vez que éstos están fríos, se pelan y se cortan en tiras. En la sartén, se fríen, siempre con aceite de oliva virgen, unos tomates -la mitad de cantidad que de pimientos hayamos asado-. Cuando el tomate está a medio hacer, se aparta. Se majan en el mortero dos o tres ajos y comino, añadimos a esta mezcla un poco del caldo que han soltado los pimientos al asarse y, si es necesario, un poco de agua. Este preparado, junto con los pimientos que hemos reservado antes, se une al tomate que nos espera a medio freír en la sartén. Se añade aceite en crudo y se deja hervir unos diez minutos. Sólo falta añadir sal, al gusto del cocinero y de sus comensales, y ya está listo.

El tiznao, parece ser -tampoco me hagáis mucho caso-, toma su nombre de la tizne que acumulaban las ollas y cacerolas, tras haber sido lamidas por la llama en numerosas ocasiones. Es un plato con ingredientes sencillos: bacalao, patata, cebolleta, ajo, pimiento rojo seco y pimentón. Tras haber cocido las patatas, en un asador se asan el bacalao, los ajos y el pimiento, teniendo especial cuidado de que, sobre todo el pimiento, no se queme. A continuación, y una vez asado el bacalao se le retira la piel y las espinas y se desmiga; los ajos se pelan, y el pimiento se trocea. Juntaremos todos los ingredientes en una fuente y verteremos un vaso de agua hirviendo, con el objeto de que el bacalao suelte su sal. Se añaden las patatas peladas, una cucharadita de pimentón y aceite de oliva virgen crudo. Falta, para completar el plato, cebolleta cruda picada y una pizca de vinagre al gusto. Removemos todo muy bien. No conviene añadir sal porque el plato ya quedará suficientemente salado con la que lleva el bacalao. Si queréis disfrutar de un tiznao exquisito y en su justo punto de sabor, es mejor prepararlo un día antes de ser consumido, porque cuando los ingredientes se asientan está más apetitoso.

¿Quién no ha oído hablar todavía de las berenjenas de Almagro? Se trata de un fruto típico de estas tierras y que no se cultiva exclusivamente en esta localidad, pero ha sido la población del corral de comedias la que le ha dado nombre, y lo ha hecho famoso. Estas berenjenas no tienen mucho que ver con las que usamos normalmente en la cocina. Si acaso, podrían considerarse primas segundas. Son de tamaño medio, más pequeñas que sus parientes lejanos, y tienen una baya central de una amalgama de color violeta, verde jaspeado y morado intenso, que está recubierta casi en su totalidad por una áspera piel, Se trata de un cultivo muy esquilmante del terreno, por lo que en una misma parcela se procura no repetir la plantación hasta pasados seis o siete años. Hoy están protegidas por el Consejo Regulador de la Denominación de Origen.

El primer reto a la hora de cocinar las berenjenas de Almagro, es conseguirlas. Y es que esto no es fácil. Incluso en los mercados de la zona en que se cultivan hay años en que son escasas. Por lo que, si queréis disfrutar del placer de prepararlas, tendréis que hacer un viajecito hasta los campos de Calatrava en los primeros días del otoño, y probar suerte. Fuera de sus dominios es imposible encontrarlas crudas. Los afortunados que las hayan conseguido, tendrán que cocerlas en una olla con abundante agua, cubriéndolas con hojas de parra o higuera. Os parecerá bastante inusual esta tapadera vegetal, pero es que la sabiduría manchega llegó a la conclusión de que estas hojas tienen el poder de evitar que las berenjenas se oxiden y pierdan su tono natural. Una vez cocidas, se dejan enfriar completamente y en otra olla se prepara un caldo con mucha agua, bastante ajo machacado, cominos, vinagre y sal. Una por una, se les raja la tripa a las sufridas berenjenas, y se introduce en ellas una tira de pimiento asado rojo, que se sujetará con un palillo de hinojo -¡qué sabor el de esta planta!-. Zambulliremos una por una las berenjenas en el caldo que hemos preparado, teniendo cuidado de que queden bien cubiertas por el mismo. Después añadimos el resultado de batir medio vaso de aceite con una cucharada de pimentón. Tendremos que esperar una semana para que los frutos estén totalmente curados, y poder entonces disfrutar de su peculiar sabor.

Platos de mi infancia, de mi adolescencia, de toda mi vida. Platos exquisitos, preparados con muchísimo esmero y amor por esos seres queridos que ponían -y ponen- además de los ingredientes que os he enumerado, uno muy importante: una gran dosis de amor. Los he comido en cientos de ocasiones en compañía de personas que me querían y a las que quería. Su sabor está siempre presente en mi boca y en mi paladar, y me ayudan a mantener -a duras penas- muchas ilusiones de tiempos pasados.
Fuente foto: www.wikipedia.org

viernes, 6 de enero de 2012

Las aventuras del Capitán Trueno en Calatrava la Nueva


Hace poco más de un año comenzó en el castillo de Calatrava la Nueva, en mis tierras manchegas, el rodaje de una película sobre las aventuras del Capitán Trueno, el famoso héroe del cómic de nuestra infancia y adolescencia. Al enterarme de la noticia, escribí esta evocación del personaje y el castillo que acompañaron mis sueños aventureros, unidos por el azar y el séptimo arte.


La noticia apareció una cálida mañana de septiembre en
todos los medios de comunicación de la provincia: iba a iniciarse un rodaje en los próximos días en Ciudad Real. Bueno, no me pareció algo fuera de lo normal. Ya estamos acostumbrados por estos lares a rodajes cinematográficos; hay lugares, como el palacio del Marqués de Santa Cruz, en el Viso del Marqués, o la población de Almagro que han sido iluminados en numerosas ocasiones por grandes focos y ya conocen el golpe de la claqueta. Sin ir más lejos, uno de nuestros paisanos más ilustres, Pedro Almodóvar ha ambientado alguna de sus películas en su tierra, y ha inmortalizado, por ejemplo, el cementerio de Granátula de Calatrava en los títulos de crédito de Volver. Pero este rodaje tenía algo de especial, al menos para mí. Y es que en él se iban a unir dos grandes mitos de mi niñez y preadolescencia: el Castillo de Calatrava la Nueva y el Capitán Trueno.

Se iba a rodar una película en el Sacro Convento de Calatrava la Nueva. No es mal escenario. Se trata de una fortaleza-convento situada en el término municipal de Aldea del Rey, cuyos habitantes se enfadan muchísimo cuando algún despistado forastero les pregunta por el "castillo de Calzada de Calatrava", denominación que suele dársele por la zona; y es que Calzada se ha llevado el honor de dar nombre al castillo porque está algo más cerca del mismo. Pero que quede claro que el término en que se enmarca es el de Aldea, no vaya a ser que algún aldeano lea este escrito y se me ofenda. Estuvo habitado por la orden militar de los calatravos, que han dado denominación a toda la comarca, hasta el siglo XVIII. Sus orígenes se remontan al siglo XII, y los monjes guerreros se instalaron definitivamente en él en el siglo XIII, después de numerosas escaramuzas con los invasores musulmanes que, en no pocas ocasiones, tomaron la plaza, obligando a los monjes a regresar a su feudo de Calatrava la vieja, en Carrión de Calatrava, a pocos kilómetros de Ciudad Real. Pasados los años, los Reyes Católicos, e incluso Felipe II pasaron por allí. No os voy a cansar con más datos históricos que podéis encontrar fácilmente tecleando el nombre del monumento en vuestro buscador, que lo de bucear en las enciclopedias ya ha pasado de moda (O tempora, o mores!), pero sí os quiero hablar antes de continuar de su iglesia. Y es que es impresionante. Tiene una fachada muy original, presidida por un gran rosetón de piedra caliza, que impresiona al visitante. Después, cuando entra, se encuentra con una amplia nave de traza gótica, pero con mucho de románico tardío, e incluso de mudéjar. Tres largas naves culminan en tres ábsides que se insertan en la muralla defensiva. De las pinturas, retablos y sepulcros que otrora la ornaban, hoy, lo siento por el viajero ansioso de arte, no queda nada. Pero la iglesia del convento-castillo, incluso en su estado de medio ruina, subsanada en los últimos tiempos por la labor de numerosas escuelas-taller, sobrecoge y deja el alma en un puño, creedme. Completan el conjunto monumental, algunas estancias, grandes extensiones de almenas amuralladas y, a sus pies, el inmenso campo de la mancha calatrava, moteado de rojos, amarillos y verdes en una amalgama que ya quisieran imitar los mejores esmaltistas de Limoges.

El director Antonio Hernández seleccionó como una de las localizaciones de su película El Capitán Trueno y el Santo Grial este Sacro Convento. Y lo eligió para ser el castillo del "malo",Sir Black, donde vive subyugando terriblemente a los desgraciados campesinos. Trucarían la imagen de nuestro castillo, y lo decorarían por medio de procedimientos informáticos con grandes cúpulas y elementos arquitectónicos que no existen en la realidad, con el objetivo de hacerlo más terrorífico La verdad es que cuando yo contaba con pocos años y pasaba por la falda de la montaña en que se alza el castillo, un poco de sobrecogimiento sí que sentía. Contemplar la inmensa mole del edificio que, por arte de brujería, se fundía con la cumbre rocosa del cerro, hasta el punto de no distinguirse dónde empezaba la labor del hombre y dónde acababa la de la naturaleza, era más que suficiente para asustar el alma de un niño, por muy aventurero que fuera, que lo dejaba a un lado de la carretera cuando iba a pasar un tranquilo día dominical de campo y de pesca con sus padres en un pantano cercano. ¡Qué terribles monstruos, fantasmas y dragones imaginaba mi mente infantil que habitaban los medio derruidos torreones y murallas! Mi atracción hacia ese imponente edificio, era más fuerte que el temor que me inspiraba, por lo que insistía, siempre que pasábamos por allí para que mis padres me llevaran a su interior. Acompañado por ellos -¡qué inocencia!- no podría ocurrirme ningún mal: mi padre era lo suficientemente fuerte como para enfrentarse al más temibles de los gigantes de mi imaginación.

Y llegó el día en que por fin me llevaron a lo alto del cerro. ¡Por fin podría entrar en el mundo mágico de la fortaleza! Mientras el viejo Renault 4 -un 4 latas, ¿os acordáis?- que tenía mi padre por aquel entonces, ascendía a duras penas el empinado camino empedrado que conducía a la cumbre, mi corazón iba palpitando de emoción. Cuando llegamos arriba y pude recorrer todos los intrincados vericuetos del castillo (no dejé ni un palmo por explorar), no os negaré que una pequeña desilusión sí que sentí: no hayé ningún dragón, ni gigante, ni fantasma... Sin embargo, sí que encontré algo que no esperaba: la perfecta localización para las aventuras de mi querido Capitán Trueno, cuyos libros, publicados por Bruguera, devoraba por aquel entonces en largas tardes de verano bajo el emparrado del patio encalado de nuestra vieja casa, con el consiguiente enfado de mi madre, que quería que yo durmiese la siesta y no me pasara la tarde ensimismado en tales aventuras. Las almenas, los torreones, incluso la amplia llanura que se contemplaba abajo, se me figuraban como las que dibujara Ángel Pardo, ¡y estaban a pocos kilómetros de mi casa! Era evidente que el Capitán Trueno había estado allí, y que allí había vivido mil aventuras. Imaginad con la satisfacción que dormí esa noche soñando -seguro- con las aventuras de Trueno en Calatrava la Nueva. Siempre que volvía a pasar delante del conjunto de edificios, desde que empezaba a divisarse en lontananza hasta que se perdía de vista, ya no pensaba en otra cosa; ¡quizás algún día el Capitán volvía por allí y yo coincidía con el!

Y fijaos como son las cosas de la vida y del destino. Casi cuarenta años después de la historia que os he contado, vino un director de cine que, cuando descubre "mi" castillo, piensa lo que yo pensé entonces. Y él, con más posibilidades que la febril imaginación de un niño, haría que el sueño que yo tuve se materializase: finalmente el Capitán Trueno campearía por el castillo de Calatrava. No os imagináis las ganas que tengo de ver esta película, que a pesar de haberse estrenado ya, pasó de forma fugaz por las pantallas de mi localidad y cuando quise ir al cine ya se había caído del cartel (las cosas de la industria y los gustos del personal). Ya la veré en casa, pero me da un poco de miedo: ya sabéis como es el cine; igual las escenas rodadas en el castillo sólo ocupan un trozo insignificante de metraje, quizás el castillo ni se reconoce con tanto maquillaje que le iban a poner, igual -seguramente- me defrauda. Pero al menos, me ha hecho mucha gracia, y algo de ilusión, que otras personas hayan hecho realidad una aventura imaginada hace muchos años.

Hace poco más de un año, cuando se estaba realizando el rodaje, venía yo de una comida en Santa Cruz de Mudela y me dirigía a Puertollano. De pronto, y cuando no era consciente de que estaba tan cerca, se presentó ante mí, dorada por el sol del atardecer, la fortaleza de mis sueños. Se apreciaba a lo lejos una gran actividad y un resplandor especial, casi sobrenatural, que no era el del sol. Aunque seguro que era provocado por inmensos focos y cañones que daban luz adicional a alguna escena, por un momento pensé que en medio de ese resplandor, el auténtico capitán Trueno, pensando en su querida Sigrid, junto con sus fieles Goliat y Crispín, estaban enzarzados en una lucha a muerte contra las fuerzas del mal. Sonreí, y me uní a ellos.

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