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domingo, 13 de mayo de 2012

Recuerdos de una tradición casi perdida

La matanza del cerdo, todo un ritual familiar y social hoy ya casi perdido. En este escrito, relato mis impresiones infantiles sobre este acontecimiento que se repetía todos los meses de diciembre.

Un día de diciembre frío y con un poco de niebla ha traído hasta mi pensamiento recuerdos de hace muchos años, cuando aún conservaba la inocencia infantil y no estaba tan contaminado como hoy en día por el paso del tiempo. Cuando llegaban esas jornadas que anunciaban el duro invierno manchego, el niño que yo era estaba ya inquieto preguntando a sus padres: “¿Cuándo vamos a la matanza?”. Y es que al pequeño le encantaba asistir todos los años a ese rito en que la familia se proveía de buenas pitanzas que les acompañarían muchos meses.
El fin de semana señalado  sus padres recogían al pequeño en el colegio, entonces se acababa la jornada a las seis de la tarde, por lo que el viaje hasta la finca de Alamillo, un pueblecito cerca de la raya de Extremadura  aunque todavía de la provincia de Ciudad Real, se hacía de noche. A través de las ventanillas del coche el niño jugaba a adivinar las formas caprichosas que tenían las retorcidas encinas que los faros iluminaban. Y cuando por fin llegaban a su destino, el cortijo de los primos, una gran emoción le hacía saltar del vehículo para ver cómo iban los preparativos de todo el ritual que tenía que desarrollarse al otro día. Luego venía la cena en la cocina campera, que exhalaba ya los aromas típicos de la matanza: cebolla cocida, pimentón, ajo, pimienta, orégano…  Y el descanso en una cama amplia que compartía con sus primos pequeños  y en la que costaba meterse: tan frías estaban las sábanas, que muchas veces había que calentarlas con bolsas de agua hirviendo. Y es que el único foco de calor que tenía la casa venía de la chimenea de la cocina; si se asomaba la cabeza de la pila de mantas, las orejas y la nariz se quedaban en el acto congeladas y con riesgo de desprenderse de la cara.
Todos los niños se levantaban muy temprano la mañana siguiente. ¡Comenzaba el duro trabajo para los mayores y la diversión para ellos!  Pero antes venía el desayuno; se solía almorzar migas, de las que nuestro protagonista apartaba los trozos de asadura que no le hacían mucha ilusión. A veces, el cerdo ya estaba muerto cuando llegaban, y esto le suponía un gran consuelo a nuestro pequeño Viajero, porque le horrorizaba la escena de la muerte del animal. Si no había suerte y había que matarlo, veía llegar al matarife con sus utensilios. Los hombres de la casa ponían al desgraciado animal maniatado sobre una mesa, y el experto procedía a degollarlo. En ese momento, el pequeño que se encontraba lejos de la escena, tenía que taparse fuertemente los oídos para no escuchar los terribles chillidos que la víctima profería.  En un lebrillo con un poco de sal gorda, se recogía toda la sangre que soltaba el animal, que tenía que removerse constantemente hasta que se enfriase  para que no se coagulara, y que después serviría para hacer las morcillas. Se colgaba al cerdo de un gancho, después, y con unas aulagas prendidas  se socarraba la piel de la bestia para quitar todas las cerdas y limpiarla bien. Si no había aulagas, se escaldaba el pellejo del  cerdo con agua hirviendo y luego se raspaba meticulosamente. Seguidamente se colocaba a la víctima cabeza abajo y el matador procedía a abrirlo en canal extrayendo bien todas las vísceras y las tripas. Estas se lavaban con agua y jabón porque luego servían para hacer los embuchados. Luego se dejaba el cerdo a la intemperie para que se enfriase y se endureciera.
El día siguiente, era el más divertido para el niño. Las mujeres eran las encargadas de elaborar los embutidos, y él disfrutaba ayudándolas. En las grandes artesas, enormes recipientes de casi dos metros de madera, se mezclaban todos los ingredientes y se amasaban con mucho esmero hasta que se obtenía el resultado deseado, que se probaba friéndolo en pequeñas sartenes en la lumbre. Luego, con la tradicional máquina de embutir, se introducía el bodrio en las tripas. Disfrutaba mucho el pequeño colgándose de la manivela de la máquina y viendo salir el producto por el embudo que rellenaba la tripa arrugada;  a veces, y aunque le decían que parase, jugaba a seguir apretando hasta que la tripa se desbordaba y salía más contenido del deseado. Después, meticulosamente, se ataban las morcillas y se ponían a cocer en grandes baldes metálicos unos quince o veinte minutos; tras esto, se colgaban en el humero de la chimenea para que se secaran y ahumaran convenientemente. Está viva en los recuerdos del jovencito de pocos años esa lluvia de grasa que desprendían durante toda la noche.
Entonces llegaba uno de los momentos preferidos de los chiquillos: les daban las vejigas de los cerdos que se hubieran matado, que ellos hinchaban hasta crear perfectos balones con los que jugar. Otras veces se guardaban para hacer pieles de zambomba que se utilizarían en la navidad cercana.
Otra tarea era la elaboración de los chorizos, para lo que había que picar bien la carne del cerdo que había estado oreándose por la noche. También gustaba mucho el infante de girar la manivela de la máquina picadora, aunque tenía que dejar la mayor parte de las ocasiones la tarea a los mayores porque sus pocas fuerzas no le permitían dar vueltas con presteza.  También se recortaban las paletillas y los jamones, se apartaba el tocino, la panceta, la papada y las entremantas. Y ya estaba prácticamente hecha toda la faena.
Hoy, este anochecer antesala del invierno, me ha llevado a ese tiempo ya tan lejano, a esa reunión familiar en la que era muy feliz. Pasaba mucho frío en la casa de esa finca de Alamillo, pero nunca podré olvidar esas entrañables noches junto a la chimenea, noches de risas, chascarrillos y cuentos junto al fuego, que alegraban mi corazón y me hacían creer que el mundo se limitaba a esos cuatro muros, que no había nada fuera de ellos, que tendría permanentemente ese sentimiento de seguridad. Después el paso de los años me enseñaría que algo, un poco, estaba equivocado.

Fuente imagen: www.wikipedia.org

9 comentarios:

  1. ¡¡Qué recuerdos me ha traído tu relato!!
    Viví estas sensaciones que describes allá por el año 1970, con 22 años que cumplí en plena matanza, allá en tierras aragonesas cuando fui a conocer a mis futuros suegros.
    Chica de capital que no sabía diferenciar una pimientonera de una tomatera, fue una situación impactante ver su primera matanza.Creo que no me he recuperado aún y eso que han pasado tantos años.
    Luego mis suegros la hacían solos, ayudados por sus vecinos porque querían que todo estuviera hecho cuando fuéramos a pasar las vacaciones navideñas.
    ¡¡Y qué bueno saborear todos estos manjares del pobre cerdo !!
    Viajero, sigue contándonos relatos hermosos.

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    1. Pues me alegro, amiga Elvireta, de que estos recuerdos de la matanza sean también algo tuyos. Seguiré intentando poner en este libro virtual relatos, experiencias y reflexiones que sean de vuestro interés. Un abrazo.

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  2. Yo también tengo vivo el recuerdo de la matanza. Sobre todo los chillidos del gorrino cuando lo sujetaban y ver a mi abuelo clavando el cuchillo. Luego la sangre y todo el ritual de la disección. Para mi no fue nada traumático, pero entiendo a Elvireta (aunque de niña también cortaba otras patas de cerdo, ¿no?). Lo que si que te puedo asegurar, Viajero, es que del cerdo me gustan hasta los andares. Y que si no fuera por el colesterol abusaría un poco más.

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    1. Pues a ver si algún día me cuenta Elvireta qué otras patas de cerdo cortaba de niña. jeje. Pues tienes razón Vigia, del cerdo, ¡hasta los andares! Y es que no tiene desperdicio. ¡Y hay que ver lo que solucionaba un buen cerdo a una familia de antaño todo el año! Un saludo y gracias por tu lectura.

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  3. Hola Lorenzo.

    Mis abuelos criaron cerdos hasta principios de los años 90. Nunca tuve el privilegio de ver una matanza, pero sí entendía que los cerdos formaban parte del sustento familiar y que era necesario matarlos.

    Gracias por el relato.

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    1. un cerdo, en muchas familias, ha solucionado casi todo un año de sustento. Muchas gracias a ti por tu lectura, Emilio. Un abrazo.

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  4. No he asistido nunca a una matanza y no se si me gustaría, pero como decís, del cerdo hasta los andares, aunque mejor las morcillas y los perniles..jejeje. b7s Loren.

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  5. Sobre todo los buenos perniles de Jabugo, Teruel o Guijuelo, jeje. Un beso, Mónica.

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  6. Tal como lo cuentas, yo de niño también fui participe de la matanza durante algunos años; a mi me encantaba el momento de tomar un "somarro", así lo llamaban, eran trozos de asadura del cerdo asados en la lumbre y que a modo de aperitivo se tomaban con un vaso de vino. En Yeste (Albacete) hacen todos los años el día 25 de Octubre, la representación de la matanza tradicional del cerdo, realización de embutidos y exposición de utensilios. A cargo de Asociaciones de Mujeres del Municipio en la plaza del Ayuntamiento.
    Yo me acerqué hasta allí en 2.004, llegando cuando acababan de colgar el cerdo y empezaban a descuartizarlo en medio de la plaza. las mujeres tenían un caldero puesto en una lumbre de leña que habían hecho sobre una placa metálica para no dañar el suelo y otros más en los que estaban preparando, supongo que los ingredientes. Un saludo de Faustino: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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