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domingo, 12 de febrero de 2012

Impresiones otoñales de un Viajero en Madrid



Madrid en una mágica estación: el otoño. Y un lugar no menos mágico: el parque del Retiro.

Se había convertido en una costumbre. Cuando el otoño comenzaba a dorar las hojas de los árboles y los días se hacían más cortos y frescos, el Viajero reservaba en su apretada agenda de fin de semana unas horas para pasear por el Retiro. Ese año no iba a ser menos. Era domingo, no sería una mañana tranquila en el parque madrileño, pero eso no le hizo cambiar de idea; a veces, la multitud ofrecía estampas que no podían encontrarse en solitarias mañanas de diario. Hacia el parque encaminó sus pasos.

Había amanecido una mañana radiante. El día anterior no había parado de llover: lo poco que el Viajero pudo circular por las siempre atiborradas calles céntricas de la ciudad, lo hizo con los pies empapados, pisando charcos y cruzando travesías por las que el agua bajaba como un río desbordado. Por eso se alegró al salir a la calle y sentir en su rostro el calor del sol otoñal. Se dirigió hacia el metro. Pero cuando estaba a punto de comprar el billete decidió caminar: no era cuestión de desperdiciar ningún momento de esa mañana tan bella transitando bajo tierra como los topos. Se acercaría a su destino a pie.

Ese día entró al parque por una zona que no conocía y se encontró con una estampa romántica que le conmovió: muy cerca de la agitada calle O´Donnel, lo saludaron las ruinas románicas de la iglesia de San Isidoro. ¡Más de un siglo colocadas en ese lugar y el viajero nunca las había visto o, al menos, no lo recordaba! El Retiro siempre reservaba alguna sorpresa. La hiedra crecía por los pocos arcos abocinados que quedaban en pie. Y a través de ellos, podían verse los edificios nuevos. ¡Extraña fusión entre tradición y modernidad!- pensó. Frente a estas ruinas, un palacete situado en el centro de un pequeño lago, reflejaba su imagen en las límpidas aguas.

Abandonando este lugar que se le antojó mágico, se adentró por calles bordeadas de setos. Pisaba las primeras hojas amarillas de los castaños de indias y muchos de sus frutos: castañas que, hacía muchos años, lleno de curiosidad había probado, y que le dejaron en la boca un sabor entre ácido y amargo que no pudo quitarse en todo el día. Sonrió al recordar la cara de susto de su madre cuando lo vio meterse en la boca la castaña. "¡Niño, ¿qué haces?, que te vas a envenenar..." No se envenenó ese niño que hoy, muchos años después, sintió de nuevo deseos de volver a morder las bayas que ahora pisaba, pero no se atrevió por ese gusto extraño que no quería volver a sentir. Sus ojos se llenaron de amarillos y ocres que, combinados con los verdes de la hierba todavía mojada por la lluvia del día anterior, formaban una estampa digna de ser inmortalizada por el mejor de los pintores impresionistas. Respiró hondo, se sentó unos minutos en un banco, y dio rienda suelta a sus ensoñaciones.

Se decidió a reemprender la marcha. Súbitamente se vio envuelto en el bullicio de la multitud que se agolpaba en las orillas del estanque. Accedió a él por la parte trasera del monumento a Alfonso XII. En sus escalinatas, grupos de jóvenes charlaban animadamente. Muchos turistas no paraban de hacer fotos. No los censuró: era uno de los rincones más fotogénicos de Madrid. Se acercó a uno de los imponentes leones y tocó el bronce verdoso: "Buena idea fue la de sustituir los originales por estos más resistentes", pensó entonces. Se apoyó en la barandilla metálica y pasó largos minutos contemplando las barcas de las que salían conversaciones animadas. Decidió avanzar.

Tras bordear la masa de agua, se mezcló con la abigarrada multitud que, en el Salón del Estanque, se arremolinaba en grupos que contemplaban el espectáculo de un mago callejero, se sorprendían ante la vista de una originalísima escultura humana, o se dejaban retratar por artistas que exhibían en sus puestos imágenes de actores y políticos famosos. Se detuvo un momento a contemplar las caras felices de un grupo de niños que, absortos, contemplaban un teatrillo de títeres. Después descendió hasta el Palacio de Cristal, dejando a un lado la Casa de Vacas. A pesar de que todas las orillas del pequeño lago estaban llenas, logró hacerse un hueco y disfrutar con las evoluciones de los patos y cisnes negros que se disputaban los pedazos de pan que los visitantes les arrojaban. Como cuando era niño, los árboles cuyo nombre no sabía, y que surgían esbeltos de las aguas del lago, le parecieron salidos de un cuento de hadas. Entonces optó por retirarse hacia zonas del parque más tranquilas y anduvo mucho tiempo inmerso en esos colores irreales que solamente el Retiro de Madrid tiene en otoño. Únicamente alguna ardilla despistada que se cruzó en su camino lo sacó de sus cavilaciones.

El sol ya estaba muy alto. El viajero desembocó, casi por azar, en la puerta de Felipe IV. Sus pasos se encaminaron hacia el bullicio de calles menos verdes y arboladas que las que había recorrido hasta ahora. Había cumplido su particular ritual: otra vez había vivido el otoño del Retiro.


Fotos del autor.

8 comentarios:

  1. Muchas gracias por tus relatos. Ahora el Parque del Retiro parece más bonito. Besos

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    1. Gracias a vosotros por leerlos. ¡No sabéis lo que valoro que perdáis un poco de vuestro tiempo leyendo estos escritos.

      Besos.

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  2. Dan ganas de dar una vuelta por tan bello lugar.

    Saludos.

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  3. Como todos tus escritos ,,bellisimo,una pena no escribas mas en el foro donde nos conocimos,un abrzo Helen

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  4. Al ver las barcas me imagino en una de ellas en una mañana de domingo cualquiera junto a mi amada.

    Saludos.

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  5. Gran relato, como todos los tuyos, habrá que volver al retiro, hace años que no lo piso. Un saludo de Faustino: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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  6. Gran relato, como todos los tuyos, habrá que volver al retiro, hace años que no lo piso. Un saludo de Faustino: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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