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lunes, 6 de febrero de 2012

Agosto en el invierno madrileño




Uno de los barrios más castizos de Madrid: el de Lavapiés. Una sala: la del moderno teatro Valle-Inclán, segunda sede del Centro Dramático Nacional. Un espectáculo: Agosto (Condado de Osage). Y un espectador, el Viajero, dispuesto a dejarse hechizar durante casi cuatro horas por los problemas, nada triviales, de la familia Weston.

Siempre me ha gustado mucho el barrio de Lavapiés. Ya en mi época de estudiante en la universidad –entonces los de provincias teníamos que trasladarnos a la capital para poder realizar nuestras carreras- paseaba por allí con cierta frecuencia. Tenía unos amigos que vivían muy cerca, en Antón Martín, y cuando los visitaba, siempre completábamos la tarde o la mañana tomando unos vermús o unos vinos en alguna de las abigarradas tabernas que todavía anunciaban en grandes carteles la venta de vino de Valdepeñas. Muchas veces he entrado a comprar en el entonces Simago de la plaza. Y cuando se hacía un poco tarde y tenía que deambular por alguna de sus calles un poco solitaria, lo hacía con cierto temor; no tenía el barrio muy buena fama, y yo era un jovenzuelo, un poco pardillo, recién llegado de la Mancha.

No era entonces Lavapiés ese crisol de razas en que se ha convertido hoy. El barrio estaba bastante deteriorado y la mayor parte de su población era española, madrileños castizos y emigrantes venidos de todos los lugares de la península. Por eso, cuando esa tarde de viernes me adentré en este pedazo de Madrid, al contemplar los restaurantes y las tiendas indias, chinas, afganas, turcas… no pude evitar sentir cierta añoranza por el otro Lavapiés que yo conocí hace más de veinte años, casi treinta ya. Pero bajando por la calle del Ave María, a mi entender unas de las más bellas de la ciudad, con sus bonitos edificios recién pintados, tan animada siempre a cualquier hora, pensé que algo había ganado el barrio: ahora las autoridades municipales parecían preocuparse mucho más por él; ahora estaba más guapo. Y en estos pensamientos me topé con la gran plaza donde se asienta el moderno Valle-Inclán, ocupando el solar del desaparecido teatro Olimpia. El gentío que ocupaba sus aledaños era una prueba manifiesta del gran interés que había levantado la producción a la que iba a asistir. Las entradas se habían agotado para todas las representaciones.

Ocupé mi localidad, con esa emoción que se siente cuando la función está a punto de comenzar. Mis expectativas eran muchas; había oído hablar sobre el espectáculo en radios y televisiones, y leído numerosos reportajes en la prensa. El norteamericano Tracy Letts, había obtenido con su Agosto (Condado de Osage), nada menos que el premio Pulitzer en el año 2008 y un sonadísimo éxito en Broadway. La versión española estaba a cargo del poeta Luis García Montero. Y el director era Gerardo Vera. Con esos mimbres, no esperaba que la representación me defraudase, pero uno ya está muy escamado, y ha visto muchas obras de autores jóvenes y modernos de las que a veces ha tenido que salirse. Por eso aguardaba el inicio de la función con cierta cautela.

Subió el telón y se hizo visible el decorado: una gran casa de dos plantas y buhardilla abierta por su frente, a modo de enorme casa de muñecas, para que el espectador pudiera observar todo lo que sucedía en su interior. El salón, el comedor, la cocina, el estudio y los dormitorios del piso superior iban a ser el escenario en que se desarrollaría el drama de la familia Weston: el padre, Beverly, desaparece al principio de la trama. La madre, Violet, trata de buscar consuelo en sus tres hijas, que se reúnen, después de mucho tiempo, junto con sus familias, en la mansión paterna. Allí también se encuentran la hermana de la señora Weston, su hijo y su marido. Y el dramatis personae lo completa Johnna, una india osage, perteneciente a la tribu que ocupaba esos campos de Oklahoma antes de que llegaran los blancos, y que fue contratada como ama de llaves por el señor Weston antes de desaparecer. Y todo este variopinto grupo se encierra en esa olla a presión que es la casa, caldeada por el sofocante calor del agosto de la inmensa llanura central norteamericana; un calor que altera los nervios de los protagonistas, que a veces les impide respirar, y que se convierte en leitmotiv del drama.

El texto es ágil y, a pesar de su extensión, no aburre al espectador, que se mete en la trama sin ninguna dificultad. El lenguaje, muy bronco en ocasiones, puede llegar a ofender a los oídos más delicados; pero no creo que en el mundo en que vivimos, nadie se espante por escuchar ciertos exabruptos. El gran García Montero, lo ha adaptado a nuestra idiosincrasia y a nuestra sociedad. Tracy Letts nos hace reír, enfadarnos, llorar, sentir vergüenza, deprimirnos, al mismo tiempo que sus personajes; aunque la historia es un auténtico drama -¡pobre familia!- en muchos momentos de la acción consigue que nos riamos a carcajada limpia. En definitiva, consigue perfectamente la catarsis o purificación que los griegos perseguían en sus tragedias. Creo que todos los que estábamos allí salimos, después de haber visto tanta miseria humana, convencidos de que teníamos que mejorar en la medida de lo posible nuestras vidas.

La estrella del espectáculo fue, como lo corroboró la gran ovación con la que le regaló el público puesto en pie cuando salió a saludar, Amparo Baró. A sus setenta y cinco años encarnó perfectamente el rol de esa madre fuerte, autoritaria, adicta a los medicamentos y aquejada de grandes dolores por padecer un cáncer de boca. Había que subir y bajar muchas veces las escaleras que unían su habitación con las zonas comunes de la vivienda, y ella lo hacía con la soltura de una jovenzuela. A modo de una Bernarda Alba americana, mantenía a toda su progenie a raya, a pesar de sus muchas limitaciones físicas y mentales. Carmen Machi era Bárbara, la hija mayor, que logra hacerse aparentemente con el control en los momentos de más tensión; a pesar de sus muchos problemas y un inminente divorcio, trata de imponer cordura a sus hermanas: Karen –Clara Sanchís-, frívola, con varios fracasos amorosos a sus espaldas y que va a caer de forma irremisible en otro, e Ivy –Alicia Borrachero-, la solterona de la familia que finalmente acaba enamorándose de la persona equivocada. Es de destacar el papel de la jovencísima Irene Escolar que, sin caer en los convencionalismos típicos de Al salir de clase que tanto afean el trabajo de sus compañeros de generación, borda el personaje de Jean, Lolita de catorce años, hija de Bárbara, aficionada al cine y a la marihuana.

La pieza es una crítica feroz al american way of life, a ese modo de vida americano que nos tratan de vender los políticos más rancios y las películas de Doris Day. No deja títere con cabeza: el racismo, el abuso de menores, la drogadicción, la corrupción… son temas que desfilan por esa solitaria casa situada muy cerca de una reserva india. El personaje de Beverly, el patriarca de la familia que desaparece al iniciarse la obra, interpretado por Markos Marín, lo resume muy bien en una frase antológica: “Este país siempre ha sido una casa de putas, pero al menos conservábamos la esperanza. Hoy se ha convertido en un tugurio de mierda”.

No hay nada políticamente correcto en la escena. Los personajes beben y fuman constantemente –eso sí, como se nos aclara en el programa de mano, todos los cigarrillos que se consumen no contienen tabaco-, y se dejan llevar por sus más bajas pasiones. Pero es que la vida es así. Nadie es perfecto, y todo el mundo tiene algo que ocultar, por muy insignificante que sea, bajo su perfecta fachada de presunta corrección. Por todo esto, Agosto, creo que es una obra magnífica. Es teatro en estado puro; ese teatro que no hace concesiones al espectador, sino que le revuelve las tripas para que se plantee y se replantee su vida. Esa vida que, parafraseando a T. S. Eliot, dice el pobre Beverly que es demasiado larga. Enhorabuena al Centro Dramático Nacional por hacernos meditar sobre ello.

Fuente foto del cartel: www.cdn.mcu.es

5 comentarios:

  1. El Centro Dramático Nacional tendría que regalarte un abono para todo el año por el pedazo de crítica que le has dedicado, jajaja.
    La próxima semana hacemos una escapada a Madrid, me he apuntado la calle Ave María que tanto te gusta y yo no la recuerdo; a la vuelta te comento.
    Lavapiés debe parecerse al Raval de Barcelona que ha cambiado por acoger tanta multiculturalidad. Coincido contigo que eso nos enriquece; te contaré a la vuelta. Saludos cariñosos, maestro.

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    1. Jaja, pues a ver si te oye, o mejor dicho lee, alguien de las altas esferas y me regala ese abono... Efectivamente, EL Rabal barcelonés es bastante parecido a Lavapiés: un crisol de culturas. Espero que paséis un buen fin de semana en Madrid. Un abrazo para los dos.

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  2. Hola Loren.

    Te pongo el enlace de las fotos de Elvireta

    http://www.paradoresactivo.es/index.php?d=gi&gi=5130

    Saludos.

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  3. Bueno no conocía la obra, pero después de leerte, parece como si ya la hubieravisto. Un saludo: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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  4. Bueno no conocía la obra, pero después de leerte, parece como si ya la hubieravisto. Un saludo: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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