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miércoles, 16 de noviembre de 2011

Un paseo por las Arribes del Duero salmantinas


Una excursión muy bella por una zona única, fronteriza entre España y Portugal.

En numerosas ocasiones había oído hablar de un paraje único y muy bello que marcaba la línea fronteriza entre España y Portugal en tierras del antiguo reino de León. Sentía mucha curiosidad por conocerlo: había visto fotografías evocadoras, leído artículos, algún que otro reportaje en televisión. No había más remedio que planear una excursión y disfrutar en directo de tanta belleza prometida. Así es que, aprovechando unos días libres durante el pasado mes de mayo, reservé unas noches en el parador de Ciudad Rodrigo, con la intención de acercarme desde allí a la zona salmantina de las Arribes.

No sé vosotros, pero yo soy de los que piensan que en los viajes es tan interesante el destino que se pretende alcanzar como la ruta que se debe seguir para llegar al mismo. Por ello, y sin hacer caso a mi navegador que me mandaba por la ruta "más rápida" a través de anodinas autovías, que circunvalan Madrid, decidí preparar mi propia ruta por carreteras que consideré más atractivas. Por si no lo sabéis -seguro que no- vivo en Ciudad Real, por lo que emprendí mi ruta hasta Ciudad Rodrigo atravesando primero los montes de Toledo y después, tras dejar a un lado Plasencia y Béjar, adentrarme por la sierra de Francia. No hace falta que os recuerde lo generoso que fue el invierno pasado en lluvias. Imaginaos qué mes de mayo tan florido y hermoso -como dice el refrán- dejaron los meses lluviosos de marzo y abril en estos parajes que atravesé. Como no soy muy amigo de los aires acondicionados a no ser que no quede más remedio, viajaba con la ventanilla abierta, y el aroma de jara y tomillo en flor entraba a raudales en mi coche.

Embriagado por estos aromas llegué a la antigua Miróbriga y alli no tuve más remedio que introducirme en sus sinuosas y estrechas calles -afortunadamente el furor constructivo de años pasados ha respetado algunos trazados medievales en algunas ciudades, atravesar su plaza Mayor y toparme de golpe con la mole del castillo-parador, situado en las murallas a orillas del Águeda. Nada más llegar experimenté una gran desilusión: la torre del homenaje estaba completamente cubierta de andamios: no había más remedio que restaurar, me explicaron en recepción, habían caído grandes trozos de mampostería que habían dañado la cubierta de cristal del amplio vestíbulo y amenazado la integridad física de visitantes y trabajadores del recinto. Nada más tomar la copa de bienvenida en el maravilloso -perdonad la cursilada, pero es que lo es- jardín escalonado del parador, desde el qie se obtienen unas vistas únicas el río, acompañado de una puesta de sol espectacular, se me pasó la decepción.

Permitidme una pequeña digresión. Puestas de sol únicas hay muchas; en todos los folletos turísticos nos las venden y cantan sus excelencias... Lo que es un espectáculo único y que no podrán nunca igualar los mejores "registas" y directores de escena, es ver ocultarse a diario y salir de nuevo como si tal cosa, a esa estrella que nos da la vida. Sin embargo, no quiero dejar de deciros que lo que yo sentí viendo caer el sol esa tarde de mayo sobre los bancales del Águeda, fue una muy bella experiencia.

Recuperadas las fuerzas con un buen desayuno, como el que acostumbran a darnos en paradores, inicié a la mañana siguiente mi excursión a las Arribes. Después de cruzar la inmensa dehesa de encinas salmantinas, donde pacían tranquilas las reses que tan brava resultan después en los ruedos, y atravesar pueblos de connotaciones tan taurinas como Vitigudino, arribé a Aldeadávila de la Ribera, punto de partida del crucero por el Duero que pensaba hacer como inicio de mi ruta. Una sinuosíma carretera me dejó junto al embarcadero. Allí había atracado un barco turístico, con techo de cristal, y haciendo cola para entrar en él estaban muchos tuistas que, al igual que yo, quería disfrutar de una soledada mañana en un paraje único.

Comenzó el trayecto. Los buitres y alimoches nos sobrevolaban añorando otros tiempos en que podían ver su río libre de esos molestos visitantes que a veces subían excesivamente el tono de voz, a pesar de los esfuerzos de nuestra guía por acallarlos. A medida que el barco avanzaba, el cañón se estrechaba un poco más. Veíamos nidos en los que los buitres cuidaban a sus crías, nacidas hacía muy poco tiempo, y alguna que otra cabra que, habiendo escapado de su rebaño, moraba salvaje por aquellos escarpados parajes. Los niños eran los más expresivos cuando apercibían algo que les llamaba poderosamente la atención. En la orilla portuguesa -zona de solana- se apreciaban pequeños huertos y terrenos plantados con frutales, situados en zonas de acceso prácticamente imposible; ¡cómo tiene que luchar en ocasiones el humano para arrarcar sus frutos a la naturaleza. Así avanzábamos con los ojos repletos de verde y azul, mientras nuestra guía nos contaba cuentos e historias de pastores que habitaron esos lares en otro tiempo -no tan lejano, no creáis- y que se veían obligados a robar las presas de las rapaces de sus propios nidos para poder subsistir, sufriendo en muchas ocasiones sus feroces ataques. Por fin llegamos al final de la travesía: la presa de Aldeadávila, que se leventa imponente junto al Picón de Felipe, lugar que luego visité y desde el que se obtienen las mejores vistas del lugar. Allí, lo primero que te viene a la mente es de lo que es capaz el hombre, como puede transformar un paisaje y moldearlo a su antojo para conseguir sus objetivos. Bueno, en este caso, quizá colaborase a que el paisaje fuera aún más bello...

El regreso fue igual de agradable. ya en tierra firme, inicié varias caminatas por la zona que me hicieron disfrutar de las vistas que ofrecen varios pueblos de la zona. También paré en un pueblecito que me pareció anclado en la Edad Media: San Felices de los Gallegos. ¡Qué paz se respiraba entre sus callejones, flanqueados por muros conventuales y tapias de huertos que ya empezaban a dar sus primeros frutos de temporada.

En suma, una excursión gratificante. Ahora tengo anotado en mi agenda viajera un nuevo viaje, esta vez a la zona de las Arribes zamorana y cruzar la raya hasta Portugal, donde los sabios del lugar me dijeron que la comunión entre hombre y naturaleza es, si cabe, aún más intensa.

4 comentarios:

  1. Viajero, nos hubiese encantado poder compartir contigo esa puesta de sol sobre los bancales del Águeda, extasiados, en silencio, sólo algún clic de la cámara fotográfica.
    ¡¡ Me encantan tus relatos !! Saludos cariñosos.

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  2. Gracias, Elvireta, amiga, por pasarte por aquí. Espero que todo vaya fenomenal y veros pronto a ti y a Joseph. Besos.

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  3. Un hermoso recorrido del que he visto parte de algún reportaje en televisión. Bonito relato.
    Un saludo de Faustino:http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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  4. Un hermoso recorrido del que he visto parte de algún reportaje en televisión. Bonito relato.
    Un saludo de Faustino:http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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