Hace poco más de
tres años se inauguraba en Toledo la nueva casa de El Greco. Este año en el que
estamos inmersos en la vorágine de las celebraciones del cuarto centenario de
la muerte del cretense, quiero recuperar este artículo que se hacía eco de ese
acontecimiento.
Pues
sepan vuestras mercedes que mi nombre es Doménikos Theotokópoulos, más conocido como el Greco, apelativo que me dieron los habitantes de
este país, tan dados a bautizar a las personas con otros nombres, sobre todo cuando,
como sucede en mi caso, es tan raro por estas latitudes. Y no estaban faltos de
razón los españoles que me dieron ese apelativo, porque yo nací en Grecia. Vi
la luz en Candia, la actual Creta, por aquel entonces ocupada por los
venecianos. Comencé mi carrera –yo, por si lo desconocen sus señorías, soy
pintor- en mi tierra natal, pero pronto consideré que para un joven de cierto
talento como yo, perdónenme la falta de modestia, el futuro estaba allende los mares,
en tierras italianas. Era allí donde el Renacimiento, eclosionado dos siglos atrás, gracias al
patrocinio de grandes mecenas, había tomado plaza fuerte. En Venecia y Roma
completé mi formación, pero como no veía mucho futuro allí y soy de carácter
aventurero, me embarqué con rumbo a las costas de España.
Por aquella época Felipe II estaba concluyendo la obra de
su Escorial, dedicado al santo que pidió, estoicamente, que le dieran la vuelta
en la parrilla porque ya estaba bien tostado por un lado. Había oído noticias
en Italia de los trabajos y de lo bien recibidos que eran los artistas
provenientes de allí. No lo dudé. Me instalé en Toledo, capital religiosa del
reino y una de las ciudades más grandes de Europa en aquellos momentos, donde
fui recibido con grandes honores. Mi idea era trasladarme pronto a la corte, y
de hecho realicé algunos encargos para el Monasterio del monarca en cuyos
dominios no se ponía el sol, pero no gustaron mucho a su majestad. Así es que
me quedé en mi querida Toledo, donde fui tratado y reconocido como gran
artista, durante la no despreciable cifra de treinta y siete años. Y allí
fallecí, después de imprimir de forma indeleble mi arte en la ciudad. Tienen
que reconocer vuestras mercedes que hoy Toledo no sería la misma sin mis
trabajos.
Pero no siempre mis cuadros fueron reconocidos. Pasaron
siglos oscuros en los que fui considerado un pintor menor, caprichoso y
extravagante. Incluso ignoraban mi existencia fuera de mi patria de adopción
por no haber salido nunca de ella mis pinturas. Pero llegaron a España los viajeros
románticos europeos y se volvió a dar el trato debido a mi persona y mi labor
(ya he dicho que la modestia no es una de mis principales virtudes). Y en los
primeros años del convulso siglo XX, a iniciativa de un marqués que ostentaba
por pomposo nombre el de la Vega-Inclán se me dedicó en la ciudad imperial un
museo. ¡Ya era hora!
Era el año de 1910. Había un solar libre y bastante
amplio en plena judería toledana. Se daba además la circunstancia de que estaba
a poca distancia de mi verdadero hogar, que desgraciadamente se perdió en un
incendio. Pues en él pensó el insigne noble para erigir mi casa-museo. Un año
más tarde se inauguró con todos los honores que requieren estos casos. Se
aprovecharon restos de un palacio renacentista del siglo XVI, pero la mayor
parte de la construcción se hizo en tiempos modernos. Un bello patio con
galería de columnas de piedra de capitel jónico, balconadas de madera y azotea
en el piso principal, sirvió de distribuidor a las habitaciones que fueron
decoradas con muebles y enseres de mi época. La dejaron tan bien y tan coqueta
que no me hubiera importado volver de donde estoy para aposentarme en ella.
Allí se reunió gran parte de mi obra, para evitar que se dispersara y
cayera en
manos de coleccionistas desaprensivos. Uno de los tres Apostolados que imaginé, la Vista y plano de Toledo o Las
lágrimas de San Pedro, encontraron por fin un digno destino, junto a
cuadros de otros colegas como Luis Tristán, Murillo, Valdés Leal, alguno de
ellos a los que ni siquiera llegué a conocer.
El
museo con el tiempo fue –como todas las cosas en este valle de lágrimas, “tempus fugit!”- deteriorándose. En
varios momentos de su historia ya centenaria. Sufrió numerosas reformas que
parchearon sus deficiencias. La última y más importante se acometió hace algo
más de cinco años; cinco años durante
los cuales, los pobres turistas que salían de ver mi Entierro del Conde de Orgaz, caminaban como desorientados espectros
por la judería, hasta que un alma caritativa les decía que no, que no podían
entrar, que estaba cerrado. Pero ahora
me han dicho, seguro que vuestras mercedes también son sabedores de la noticia,
que hace pocos días han finalizado las obras. ¡Por fin se ha cumplido el ciclo
de los trabajos! Otra vez mis cuadros se alegrarán de reencontrarse con esos
extraños seres vestidos con estrafalarios ropajes y enseñando sin ningún pudor
las pantorrillas, que tratan de burlar los ojos censores de los vigilantes para
disparar sus artefactos que dicen que capturan las imágenes. ¡Por fin se
liberarán de la carga de tanto viaje, tantos desplazamientos de la ceca a la
meca a los que han sido sometidos durante el cierre de su casa! ¡Han viajado
casi más que yo, que ya es mucho decir! ¡Por fin la ciudad toledana ha
recuperado un lugar que le da merecida fama! Y es que, perdónenme, Toledo soy
yo.
Y
aunque ahora digan que ya no se llama mi casa,
y la hayan rebautizado con el nombre más simple de museo, de lo que no me cabe ninguna duda es de que mi espíritu
errará como siempre, nostálgico y melancólico,
entre sus muros.
Fuente fotos: www.wikipedia.org