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jueves, 8 de diciembre de 2011

Unas navidades muy dulces

Dedicado a mi abuela materna, Petra, y a mi bisabuela Iluminada. Donde quiera que estén, seguro que siguen llenando de dulzor a todos cuantos las rodean.


Érase una vez, hace muchos, muchos años, casi cuarenta, un niño que vivía feliz en una pequeña ciudad en los límites de la Mancha llamada Puertollano. Era una ciudad muy populosa; las minas de carbón en otros tiempos, y la refinería petroquímica más reciente, habían atraído a oleadas de andaluces y extremeños, amén de otros pobladores de la provincia, que veían en este foco industrial una salida para la difícil situación económica que vivían en sus lugares de origen. La ciudad había crecido de forma caótica, ocupando las casas los cerros cercanos sin ningún orden. Pero el niño, ajeno por aquel entonces a estas cuestiones urbanísticas, vivía alegre con sus padres, su abuela y su tía en una humilde casita, eso sí, con un enorme corral y un ameno patio en el que daba gusto estar en verano bajo la sombra de las parras.

Nuestro niño, de natural soñador, se alegraba muchísimo cuando empezaban a llegar los primeros fríos y las tempranas nieblas que hacían estar la estufa de carbón del comedor todo el día, y gran parte de la noche encendida. No es que le gustase el invierno, es que ya barruntaba que llegaba la navidad. Y no hace falta que os explique lo que la navidad gusta a los niños...

La actividad en la cocina comenzaba a ser febril cuando sólo faltaba una semana para que comenzaran las fiestas. Las mujeres de la casa, se ponían manos a la masa, nunca mejor dicho, para elaborar los ricos dulces navideños tradicionales, que se hacían en grandes cantidades, porque eran muchas las bocas que había que endulzar con ellos. ¡Qué lejos han quedado ya esas navidades multitudinarias en familia! Había que preparar los barquillos -o bartulillos, como también eran llamados-, los enaceitados, las flores, las magdalenas, los mantecados y los rosquillos. Esa actividad fascinaba al pequeño, que no paraba de ir de un lado a otro, metiendo las manos por todas las fuentes, y pidiendo a gritos que le prepararan sus pirulíes, tijeras y llaves de caramelo. Era digno de ver con qué facilidad su abuela, después de haber cocido el caramelo líquido, lo echaba sobre una cama de azúcar en la que previamente, con una llave, o unas tijeras, había hecho la forma; al solidificarse daba como resultado un rico dulce. Los cucuruchos para hacer los pirulíes se colocaban en botellas de vino o cerveza vacías, hasta que se enfriaban. ¡Con qué delectación chupaba el pequeño esos caramelos sin conservantes ni colorantes! Su abuela había tenido una buena maestra: su madre, bisabuela del niño, se había recorrido media comarca con un puesto ambulante de turrones, garrapiñadas y otras dulzainas, que previamente preparaba de forma artesanal en casa.

Para hacer una buena cantidad de magdalenas se necesitaba una docena de huevos. Tras separar las yemas de las claras, se batían éstas, hasta que quedaran a punto de nieve. Después se batían las yemas. En un dornillo o recipiente de barro, en el que ya estaban los huevos, se añadían por orden: un kilo y medio de harina, un kilo de azúcar, medio litro de aceite previamente tostado, un litro de leche, la ralladura de un limón y unos papelillos gaseosos de levadura. Se mezclaba todo muy bien. Y a continuación, con una cuchara, se iban llenando los moldes de papel hasta las tres cuartas partes de su capacidad, para evitar que rebosaran cuando aumentaran su volumen en el horno.

La manteca fresca de cerdo era el ingrediente principal de los mantecados. No era problema conseguirla porque se había traído de la cercana matanza. Se debía derretir hasta que se volviera líquida, un kilo y medio de manteca. Además, para preparar la masa había que añadir medio litro de vino blanco, un cuarto de azúcar, la ralladura de un limón, una copa de anís, el zumo de un kilo de naranjas y unos dos kilos de harina. Había que coger una pequeña cantidad de la masa y extenderla sobre la mesa hasta que tuviera un grosor de más o menos dos centímetros. Con el molde, se cortaban los mantecados y se disponían en una bandeja untada de aceite tostado o harina. Y directamente al horno. Cuando estaban dorados, se espolvoreaban con azúcar.

¡Qué sabrosos estaban los enaceitados -o "enaceitaos", como todos los llamaban- que preparaban con tanto cariño las mujeres de la casa! Al pequeño le fascinaban las curiosas formas que tenían: corazones, rombos... según el molde que se utilizara en cada bandeja. Para obtener tan buen resultado había que comenzar por tostar un cuarto de litro de aceite, al que se añadía un vasito de aguardiente, el zumo de cinco naranjas, medio kilo de azúcar, ocho yemas de huevo y, finalmente, la harina que admitiera la masa, cuidando de que no quedara demasiado espesa. Tenía que quedar suelta. A continuación, se extendía la masa sobre la mesa y se iba cortando con esos moldes que les daban formas tan pintorescas. El siguiente paso era dorarlos en el horno.

Estos tres dulces se elaboraban en el horno, todavía caliente después de la hornada del día, que cedía amablemente la panadería cercana. ¡Qué divertido era para el infante que ya sentía tan cercana la presencia de las fiestas ir tras sus queridas mujeres, llevando algunas latas de hornear, u otros enseres pequeños, acordes con el tamaño de sus manos. La masa cruda ya preparada se llevaba en dornillos cubiertos con mucho esmero por unos paños de cocina. Le gustaba mucho al niño ver entrar y salir las bandejas del horno y, con mucho recelo, se asomaba a la boca de la que salía un calor excesivo, pero no molesto, dada la temperatura ambiente del exterior. Cuando veía sobre las enormes mesas de la panadería las bandejas con las magdalenas recién hechas, sentía deseos de morder alguna, pero siempre lo impedía su madre que argumentaba que aún estaban calientes y podían hacerle daño. Cuando volvían a casa, daba gusto ver las alacenas llenas de esos ricos dulces que alegrarían los días que estaban por venir. El pequeño no lo sabía entonces, pero cuarenta años más tarde, añoraría esos momentos tan felices en los que sus seres queridos unían la dulzura con la que lo cuidaban a la de esas delicias cuyo sabor nunca olvidaría.

9 comentarios:

  1. Seguro que allá donde estén endulzaran a los que las rodean, aquí se las echa de menos, aun a las que no sabían ni freír un huevo...B7s.

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  2. ¿Verdad que sí, Mómica? Pero bueno, siempre nos queda el recuerdo...

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  3. ¡Qué entrañable y dulce escrito, Lorenzo!
    Te quedan muchos almibarados recuerdos de tu niñez y eso me encanta y el que sepas transmitirlos tan bonitos, más.
    Bss.

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    1. Gracias, Carmen. Lo importante es que haya personas como tú y mis amigos, entre los que te cuento, por supuesto, que sintáis lo mismo que yo al leer estas cosas. Besos.

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  4. Hola Loren.

    He vuelto a recordar las vivencias de mi niñez con tu bello escrito.

    Saludos.

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  5. Hola Loren,

    muchas gracias por darnos la posibilidad de viajar al pasado, cuántas veces me he acordado de las maravillosas flores de la abuela y sus ricos pirulíes, ¡cómo se echan de menos¡.
    Fántastica manera de contarlo, me ha encantado llegar hasta tu blog.Un abrazo enorme. Mari Carmen

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    1. Mari Carmen, ¡qué ilusión me hace que hayas leído este artículo! Seguro que muchos de estos recuerdos -aunque indudablemente muchos menos, porque eres más joven que yo- son también tuyos. Espero verte por aquí. Muchos besos, prima, ¡y enhorabuena otra vez por tu nuevo título!

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  6. Cuantos recuerdos de mi niñez. Como sigas así nos hacemos reposteros. Un saludo

    Faustino Miragalla Muñoz: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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  7. Cuantos recuerdos de mi niñez. Como sigas así nos hacemos reposteros. Un saludo

    Faustino Miragalla Muñoz: http://puertoviajaciones.blogspot.com.es/

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