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jueves, 6 de junio de 2013

Preparando el viaje

Las horas previas a emprender un viaje son muy intensas. Realmente es en esos momentos cuando empieza nuestra aventura: hay decidir lo que se lleva o lo que no.

Mañana salgo de viaje. Mañana voy a emprender esa aventura maravillosa que llamamos viajar. Voy a descubrir sitios que no conozco y que han estado pacientemente esperando mi visita. Me trasladaré a lugares nuevos; respiraré otros aires y disfrutaré del conocimiento de nuevas personas que me enseñarán otros modos de vida y otras costumbres. Me reafirmaré en mi idea de que el viaje es el mejor medio para conocer la realidad y, al mismo tiempo, encontrarse  con la propia identidad del que lo emprende.

Pero el viaje hay que prepararlo. Y no me refiero al proceso de documentación previa que todo buen viajero que se precie realiza muchos días, e incluso meses antes, de que llegue la fecha de partir. Estoy hablando de algo mucho más prosaico: la preparación del equipaje. No me gusta mucho esta tarea. ¡Nunca sé qué llevar! Si el desplazamiento es veraniego, resulta algo más fácil: con unas cuantas camisetas, algún pantalón corto y un vaquero, soluciono la papeleta; bien es verdad que no lo tengo tan claro cuando el destino es un lugar de esos en los que no existe el verano: entonces la cosa se complica.  Pero en invierno, hay que pensar mucho más.
He pasado toda la tarde preparando la maleta para uno de estos viajes de invierno. Jerséis gruesos, camisetas de felpa, guantes, bufandas, camisas de franela, gorro… ¡Qué horror!  Y lo peor de todo es decidir lo que llevas o lo que no; el clima puede darte sorpresas y sobrarte gran parte de la intendencia que has preparado, o faltarte cosas que desechaste en el último momento. ¡Vaya problema! Conclusión: echas de todo. Temo el momento, que he pospuesto para cuando me levante, de cerrar la maleta.

Por eso siento una gran envidia cuando oigo a muchos compañeros de viaje que me dicen que no tardan nada en preparar lo necesario para su marcha: “Yo, tardo bien poco en hacer la maleta –dicen mientras se vanaglorian de portar un pequeño bulto, mientras tú te afanas por tirar de tu maletón- no merece la pena llevar muchas cosas, porque luego no utilizas ni la mitad de lo que llevas”. Y lo que más me molesta es tener que darles finalmente la razón. 

Efectivamente, muchas cosas de las que llevamos no son después necesarias. Pero yo sigo cayendo una y otra vez en el mismo error… No tengo remedio.
¿No sería maravilloso disponer en nuestro destino de un inmenso guardarropa que pudiéramos utilizar a discreción? Muchas veces he pensado que esto podría ser una solución para las personas que, como yo, dan vueltas y más vueltas a la hora de hacer la maleta. Imaginad: iríamos totalmente libres de carga, sólo con lo puesto, y al alcanzar nuestra meta, dispondríamos de todo lo necesario para pasar  del mejor modo posible esos días fuera de nuestro hogar. De este modo únicamente viajaríamos con un gran fardo de ilusiones y propósitos que no pesan tanto como las engorrosas valijas.

Pero mientras se materializa esta propuesta mía, tengo que aprender a viajar ligero de equipaje. Y no solamente para ese “último viaje” al que canta el poeta, que dice que emprenderá “casi desnudo, como los hijos de la mar”, sino para todos los que inicie desde hoy en adelante. Y es que, claro, a ese “último viaje” al que se refiere Machado, no podremos llevarnos nada; no nos dejan.

Fuente imagen: www.wikipedia,org