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lunes, 26 de noviembre de 2012

Noches de Julio en la colina de la Alhambra (y III): En el patio de los Arrayanes

El eco callado del agua en remanso de la alberca del patio de los Arrayanes de la Alhambra acompaña la música que arranca de su viola Tabea Zimmermann. El Viajero se deleita con esos dos sonidos otra noche de verano en Granada.

A pesar de que hacía muchos años que asistía al Festival, nunca había presenciado  un concierto en su marco más emblemático: el patio que atravesaban los embajadores llegados de tierras distantes para ser recibidos en audiencia por los sultanes bajo la cúpula que guarda la torre de Comares; el patio al que ha nominado definitivamente el lineal y perfecto seto de arrayán, venciendo otros diferentes apodos –de la Alberca o de Comares- que se le dieron a lo largo de la historia. Diversas circunstancias habían hecho imposible que disfrutara de un concierto en el patio de los Arrayanes de los palacios nazaríes: funciones en días de trabajo o lo limitado del aforo del recinto que hacía que se agotaran rápidamente las localidades. Un año había conseguido entradas para este lugar, pero la mala suerte hizo que una fuerte tormenta estival descargara sobre la ciudad granadina, y el concierto se trasladase a un recinto cerrado- ¡gran desilusión!-. Pero ese tres de julio, cuando se celebraba la sexagésimo primera edición del festival surgido a raíz de los conciertos sinfónicos decimonónicos organizados con motivo de las festividades del Corpus en el palacio de Carlos V, no cubría el cielo ningún nubarrón que amenazase con descargar sobre las viejas piedras de la Alhambra; y el Viajero tenía su entrada que había guardado como un tesoro. Esa noche sí podría acariciar los mirtos mientras oía los acordes de la viola y el piano. 
   
Ya en la cola, frente a la puerta de entrada situada al lado de la zona por la que los turistas accedían a los palacios nazaríes, saboreaba los momentos previos del espectáculo. Había llegado con mucho tiempo de antelación y pensaba ingenuamente que podría pasear por los patios, ahora en penumbra, del monumento y disfrutar de una calma que no existía cuando estaba lleno de hordas de visitantes ávidos de disparar el arma imprescindible de los viajeros modernos: la cámara fotográfica. Pero cuando traspasó el umbral del acceso que se abrió ante él, situado a la derecha del muro del palacio del emperador, sus ojos se toparon súbitamente con los arcos del patio en el que el concierto iba a tener lugar. No sería posible ese paseo nocturno por el Mexuar y los rincones que imaginaron Yusuf I y Mohammed  V como imitación de su futuro paraíso; habría que recurrir en otra ocasión a las visitas organizadas por el patronato de la Alhambra por las noches.

Olvidó el Viajero pronto su desilusión cuando vio el reflejo de la luna llena y los arcos sobre el estanque calmo. La escasa iluminación ayudaba a crear una sensación de intimismo en la que procuraba abstraerse, a pesar de los crecientes murmullos del público que iba ocupando sus localidades. No quiso sentarse todavía y paseó con calma a lo largo de la longitudinal alberca, deambuló delante de los aposentos laterales que rompen la blancura de los muros, quiso tocar el agua de las pilas de mármol de los extremos de la gran piscina, se extasió bajo las cúpulas y los vasares de mocárabes de la galería sobre la que se alza la torre de Comares, e imaginó un color nuevo para añadirlo a los paneles de azulejos que ornan sus paredes. Creyó encontrarse dentro de una de las pinturas de Sorolla que esa misma mañana había contemplado muy cerca de allí, en las galerías del Carlos V, y en las que el maestro valenciano lograba captar con sus pinceles la magia de ese jardín, entre otros Jardines de luz que reflejó en sus lienzos.     
       
Cuando comenzaron a oírse los primeros compases de las Imágenes de cuentos de Robert Schumann, el Viajero disfrutaba de las melodías que sacaba de la viola Tabea Zimmermann, acompañada al piano por SIlke Avenhaus, tocando el mirto, frontera del agua, junto al que estaba sentado.  Los chillidos gárrulos de los vencejos que bajaban a beber y el chapoteo de alguna ranilla que saltaba desde su escondrijo  al estanque acompañaron los movimientos de la Sonata op. 11 de Hindemith y las siete canciones de juventud de Alban Berg. De esta última obra hizo Zimmermann una versión en la que la habitual parte vocal de la mezzo fue interpretada por la viola; fue el escuchar estas canciones en la voz de la sueca Anne Sofie von Otter, lo que suscitó el deseo en la solista de hacer esta adaptación.  La segunda parte, tras el intermedio en que el Viajero pudo otra vez moverse a sus anchas por el patio, e incluso asomarse al Albaicín en el mirador que se abre delante de la explanada del palacio carolino, la conformaron las obras de György Kurtág y César Frank. De la selección que de los Signos, juegos y mensajes del primero hizo la violista, destacó Una flor para Tabea, dedicada a la propia intérprete por el compositor húngaro. De Frank sonó otra adaptación preparada para el instrumento protagonista de la velada: los presentes pudieron oír su célebre Sonata en La mayor no como suena habitualmente en las cuerdas del violín, sino transformada a la sonoridad de la viola. La ejecución de estas piezas fue ágil y dinámica. La intérprete alemana arrancó de su instrumento, que parecía en muchas ocasiones una prolongación de su cuerpo, una gama de sonidos que surgieron del arco central de la torre de Comares, donde estaba situado el escenario, para ascender al cielo de Granada y hacer todavía más bella aquella noche de verano.

Esa fue la última velada del festival a la que el Viajero asistió ese año. Satisfecho de haber cumplido uno de sus deseos más acendrados, se dispuso a abandonar la ciudad con una pena semejante a la que sintiera Boabdil. Pero se consoló porque a diferencia de su desafortunado último rey, él podría regresar en breve tiempo a Granada. Por eso no derramó ninguna lágrima cuando desde la ventana del tren vio alejarse las piedras del monasterio de San Jerónimo y la torre de la catedral que destacaban en el abigarrado caserío. Alzó los ojos hasta las cumbres de la Sierra Nevada, y se despidió con un esperanzador hasta luego.

Fuente foto: www.wikipedia.org