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viernes, 28 de septiembre de 2012

Noches de julio en la colina de la Alhambra(II): En los jardines del Generalife

Sigue el Viajero disfrutando de las noches del Festival de Música y Danza granadino. En otro rincón de la Alhambra, el Generalife, asiste a la última creación de la bailarina María Pagés. Utopía es su nombre. No fue para él una utopía pasear en una clara noche de luna llena por los laberintos de arrayanes de los huertos reales de los nazaríes.

Estaba sentado una vez más en una de las muchas terrazas del Campo del Príncipe. Le gustaba mucho ese lugar. En pleno barrio del Realejo y a los pies de la Antequeruela, disfrutaba de la alegría que en la calurosa tarde de julio le ofrecía la amplia explanada llena de granaínos y visitantes ociosos. Los niños llenaban el lugar con sus risas y jolgorios. Y el Señor de los Favores, silencioso, desde su cruz de piedra situada en un extremo de la plaza, contemplaba la agitada actividad que se desarrollaba a su alrededor.  Terminó el Viajero los pescaítos fritos y la tortilla del Sacromonte que le sirvieron –lástima que esa tarde no hubiese caracoles, que tanto apreciaba- y se decidió a iniciar la subida hasta lo más alto de la colina de sus sueños.

Comenzó la ascensión por el carril de San Cecilio, el patrón de Granada,  y al pasar frente a la iglesita de bella portada renacentista dedicada al santo, no pudo evitar la evocación de don Manuel de Falla bajando y subiendo la cuesta de la Antequeruela Baja para escuchar misa en la parroquia más cercana a su humilde domicilio.  Atajando por callejas de empinadas escalinatas,  y cruzando delante de la abanderada fachada del Alhambra Palace, tomó el paseo que servía como arteria principal de los bosques y en breves minutos se encontró junto a la Torre del Agua, preámbulo del moderno pabellón de acceso en el que se encontraban las taquillas de la Alhambra.

Volvió de nuevo a sentir ese placer inefable que experimentaba cuando recorría las sendas bordeadas de cipreses que conducían al teatro del Generalife. Las luces del parador de San Francisco y las más lejanas del Albaicín quedaron a su izquierda, titilando como estrellas en la noche clara. Aún tenía tiempo antes de que comenzase la función y quiso perderse entre las penumbras de los jardines y los macizos de arrayanes perfectamente recortados, aspirar el perfume de las rosas que  ofrecían pinceladas de color  entre tanto verde,  y oír el monótono cantar del agua sobre las acequias y las tazas de piedra. Era el momento propicio: no había demasiada gente porque la mayoría estaba ocupando sus localidades y otros se afanaban en conseguir un refresco o un aperitivo en el ambigú situado en la terraza inferior. Sentado ya en su butaca echó de menos el frondoso telón de fondo que componían los viejos cipreses que ocupaban el escenario del teatro antes de su restauración.  A los jóvenes, plantados no hacía mucho, les quedaban  todavía varías primaveras para emular a sus predecesores. El de ahora era un espacio más funcional, pero añoraba el viejo coliseo semicircular donde la mampostería de ladrillo, en lugar del cemento, era dueña del recinto. Sobre ellos, una luna llena lorquiana, pletórica de luz, lucía orgullosa su blanco polisón de nardos.

El espectáculo resultó toda una grata sorpresa. Quiso hacer la creadora sevillana un homenaje al arquitecto brasileño Oscar Niemeyer. En el palco escénico un gran vacío llenado con una estructura de líneas curvas que variaba  a medida que avanzaba la representación, y que imitaba los bocetos constructivos del artista. Los siete bailaores flamencos que acompañaban a María Pagés, vestidos con los colores opacos del hormigón y de las materias primas extraídas  de la naturaleza, simulaban, en palabras del propio Niemeyer en el programa de mano, estar “cubiertos del polvo del camino, del sudor del trabajo, de la densidad de la tierra”. La música, era interpretada en directo en el mismo escenario por sus propios compositores: el guitarrista Rubén Lebaniegos y el cantautor brasileño Fred Martins.  Las voces flamencas de Ana Ramón y Juan de Mairena revivieron los pensamientos, en forma de poema, de Baudelaire, Benedetti, Neruda, Machado y el propio Niemeyer.  En esta reflexión sobre el ser humano tampoco podían faltar las palabras de Cervantes, sacadas de esa magistral descripción de la naturaleza humana que es Don Quijote. Todo este elenco fue desgranando sobre las tablas del  Generalife granadino ocho bellos números: Utopía, Diálogo, Tiempo roto, Conciencia y deseo, Vamos juntos, compañero… Farrucas, soleás, granaínas, rondeñas, tarantos, martinetes y otros palos flamencos, que se fundieron con pegadizas melodías brasileñas, tomaron vidas en los cuerpos y voces de los intérpretes en esa noche con aroma a jazmín  y arrayán. Especialmente bello fue el número titulado Camino rojo, en el que, con una espectacular bata de cola rojo sangre, Pagés materializó el prodigio de convertir a taranto con ribetes de martinete la poesía de Antonio Machado.   Después de los aplausos, el público, todavía subyugado por ese vínculo mágico que la función había creado entre mundos tan lejanos como Brasil y Andalucía, tarareaba los compases de la melodía, mixtura de aires del nuevo y el viejo mundo, con la que la compañía se despidió de la escena.

El Viajero, al igual que otros amantes de las noches de la Alhambra, se resistía a abandonar el frescor que desprendían las acequias cantarinas, los aromas de los rosales floridos, los jazmines y los laureles, la vista del barrio del Albaicín donde se adivinaba una inacabable actividad a pesar de lo avanzado de la hora; en definitiva, no quería ser expulsado todavía de ese edén. Decidió sentarse, junto con su acompañante, en uno de los bancos dispuestos en la terraza baja de los jardines, frente a los cultivos de viñedos y naranjos sumidos ahora en una semioscuridad que dejaba el protagonismo al espectacular cuadro que se exponía detrás de ellos. El rumor de las conversaciones que mantenían algunos grupos en la zona del bar, un grillo cantarín que repetía su melodía monótona, y el tintineo de los cubitos de hielo de la copa que bebía a sorbos pausados, eran la banda sonora de la maravillosa visión que tenía ante sus ojos. No era preciso hablar. El tiempo se volvió infinito.

Fuente foto: www.wikipedia.org

jueves, 6 de septiembre de 2012

Noches de julio en la colina de la Alhambra (I). En el palacio de Carlos V


Mucha historia ha visto la colina de la Sabika desde que en el siglo XI se levantaran allí las primeras edificaciones. Y mucha historia ha visto su palacio rojo desde que pensara en su construcción el nazarí Al-Ahmar. Los primeros días del verano traen a sus bosques y  a sus muros el deleite de otro sentido: el del oído. Las notas del Festival de Música y Danza granadino salen del palacio de Carlos V, símbolo del poder de un emperador, para inundar, vadeando el Darro, las calles blancas de la colina del Albaicín que mira a su eterna rival con envidia.

Había decidido subir hasta el palacio de Carlos V en autobús. La tarde de ese domingo era muy calurosa y, después de un largo y fatigoso viaje, no se atrevió a castigarse con un ascenso nada fácil bajo el sol que conocía bien. Pasó junto al monumento a Isabel la Católica, en perenne actitud de conceder a Colón todo lo necesario para su viaje, obra de Benlliure, y evitando mirar a su derecha para no ver el horrendo edificio que le servía de telón de fondo, se dispuso a esperar su transporte en el nacimiento de la calle Pavaneras.

Esa misma mañana llegó a Granada. Habían pasado dos años desde la última vez. Pero desde la ventanilla del vagón vio que, como siempre, seguía vigilando a la ciudad la mole rojiza de Sierra Nevada, esa vez sin rastro de nieve; vio también la silueta recortada en el azul de la torre de la catedral y el monasterio de San Jerónimo que, con orgullo, da la espalda enseñando su espectacular ábside a la calle del Gran Capitán, enfadado quizás porque ese tramo de vía pública no lleve su nombre. Granada seguía allí, como siempre. Y el Viajero se alegró de no ser ciego, como aquel que en la copla era digno de compasión y de recibir limosna porque no se podía vivir un infortunio mayor que el de no poder disfrutar de los encantos de la ciudad del Darro y el Genil. Él sí podría llenar sus pupilas con las imágenes del lugar por el que Boabdil derramó sus lágrimas.

El vehículo  dejó atrás Pavaneras, con sus palacios nobles, y enderezó por Molinos. Por una bocacalle avistó el trotamundos el cuadrilátero imperfecto del Campo del Príncipe y pensó que había llovido mucho desde la última vez que se sentó allí con calma. Remontando la empinada cuesta del Caldero,  sus ojos se perdieron en la amplia extensión de la ciudad nueva que se había adueñado de la vega del Genil. La mole anaranjada del hotel Alhambra Palace, interrumpió su contemplación y anunció la entrada en el bosque de la Alhambra.  Poco tiempo después,  ya a pie, cubrió los escasos metros que separan la torre de las Cabezas de la puerta de la Justicia de la muralla de la Alhambra y se encontró frente a la fachada almohadillada del palacio de Carlos V. Siempre le había causado algo de desasosiego y malestar el edificio de Machuca; sabía que hubo que destruir todo un pabellón del palacio nazarí, frontero a la torre de Comares, para levantarlo. Era para él como un intruso fuera de lugar que se había hecho señor de un mundo que no le pertenecía. Pero era también consciente de que su construcción había sido un seguro de vida para la conservación del resto del conjunto; y muchas veces había imaginado la emoción que sintiera el emperador al contemplar tanta belleza reunida en tan poco espacio. Se acercó al mirador que se abre al Albaicín y se detuvo largo rato a admirar las luciérnagas titilantes de sus farolas entre los cipreses, el blanco de sus cármenes que empezaba a difuminarse en los últimos minutos de luz, la animación perpetua que se vivía en las recoletas plazas, las piedras ocres del Salvador… La línea rojiza con la que el ocaso enmarcaba el conjunto se desleía en los cerros que cerraban el panorama. ¿Habría una visión más bella? Quizás  la que estaban contemplando en ese mismo instante los afortunados que, delante de la iglesita de San Nicolás, veían caer la tarde sobre los muros rojos de la Alhambra.

El anuncio de inicio del concierto lo sacó de sus ensoñaciones. El patio circular del Carlos V, una de las salas de concierto con mejor acústica según muchos intérpretes y directores, iba a llenarse de los acordes compuestos por tres músicos mediterráneos: Ravel, Falla y Respighi. Un programa muy bello y con algo en común: músicas impresionistas y evocadoras de ambientes, lugares y épocas. La velada comenzó con el universo infantil sugerido por la bella obra Mi madre la Oca, orquestación hecha por Ravel de su obra original para piano a cuatro manos; la Bella Durmiente, Pulgarcito o la emperatriz de las Pagodas convirtieron el recinto de columnas dóricas y jónicas en un remedo del jardín feérico con que se cierra la pieza. Luego el Viajero, al igual que el público que lo acompañaba, vibró con las alegres notas de La Valse raveliana y se trasladó a la Viena imperial. Y se emocionó, como solía, con la jota final de la segunda suite de El sombrero de tres picos; no podía faltar esa noche la música de Falla, el gaditano que se hizo granadino de adopción, y que vivió muy cerca de donde estaban sonando ahora sus melodías. La segunda parte fue un paseo por la ciudad eterna; sus fuentes y sus pinos. Los dos poemas sinfónicos de Respighi, de ineludible colorido musical, llevaron a los presentes a revivir los sentimientos que distintos lugares de Roma hacen aflorar en el alma sensible que los recorre.  La Royal Philarmonic Orchestra, dirigida por el suizo Charles Dutoit,  supo transmitir la delicadeza y la fuerza de esta música. Una luna lorquiana, a punto de llenarse, se asomó por los tejadillos del palacio atraída  por tan bellos sones.

Todavía con las imágenes de los pinos de la Vía Apia en su imaginación, atravesó el Viajero la puerta de la Justicia. Oyó ahora otros cantares: los del agua cayendo en el pilar de Carlos V, y se sumergió en otro bosque en el que no solo encontró pinos, sino magnolios, cipreses, almeces, avellanos, plátanos, castaños de indias, arces… y el omnipresente arrayán. Lo que se siente en este descenso nocturno–que siempre ha recomendado el paseante a quien bien quiere-  por el camino escoltado por las acequias que no cesan de repetir su sempiterna melodía, es algo inefable. En la puerta de las Granadas, recién restaurada, inició el descenso por la cuesta de Gomérez, felizmente recuperada para el caminar tranquilo. Y ya en Plaza Nueva, y como la noche invitaba al paseo, decidió acercarse por la Carrera del Darro –pocas calles más bellas han contemplado sus ojos- hasta el paseo de los Tristes. No quería concluir su primera noche granadina sin despedirse del palacio rojo, pero ahora desde la otra orilla del Darro. La torre de la Vela le hizo un guiño desde su altura; en el Peinador de la Reina creyó ver una sombra furtiva. Perdió la noción del tiempo. La luna seguía allí.

Fuente foto: www.wikipedia.org