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miércoles, 21 de marzo de 2012

Dulzuras otoñales de la Mancha


Algunos de los más tradicionales postres del otoño de la cocina manchega. ¡Buen provecho!

La llegada del otoño, además de la siembra, trae a las tierras manchegas el olor a mosto. La vendimia, que se realiza por estos lugares entre septiembre y octubre, siempre dependiendo de la climatología, llena de actividad los campos que recorriera el Caballero de la Triste Figura. No es poca cosa la vendimia manchega: estamos hablando de una de las mayores extensiones de viñedo del mundo. Pues como viñas hay muchas, y uvas también, no todo el producto se destina a la elaboración del riquísimo vino; también se utiliza un poco del mosto que se obtiene para endulzar los paladares de los sufridos vendimiadores que se desloman en el duro trabajo de la recolección.

El mostillo es un dulce que me ha fascinado desde pequeño. No se puede encontrar nada más que en el otoño, en la temporada de vendimia, y esto lo hace más apetecible y deseable: las cosas que podemos comer frecuentemente y se encuentran todo el año con facilidad, no nos saben tan bien como aquellas que esperamos con deseo porque sólo las tenemos en una temporada concreta. Pues eso pasa con el mostillo. Siempre me pregunté en mis años infantiles cómo era posible que el líquido zumo de la uva se convirtiera en ese rico producto sólido de un color encarnado oscuro intenso.

Para hacer un buen mostillo, es imprescindible tener mosto recién exprimido, cogido directamente en el momento de la prensa. El primer paso es hervir el zumo de la uva hasta que quede reducido a la mitad (hay que tener en cuenta que si se ponen a cocer dos litros, finalmente sólo quedará uno). A este proceso se le llama "aclarar el mosto". Después hay que dejarlo enfriar unas veinticuatro horas, con el objeto de que repose y todas las impurezas que contenga queden en el fondo del recipiente, y podamos retirarlas con facilidad. A continuación añadimos harina (aproximadamente 100 gramos por cada litro de mosto cocido) y lo pasamos por un colador. ¡Y otra vez al fuego! Pero esta vez, un fuego moderado y sin dejar ni un instante de remover con la paleta hasta que espese. Para comprobar si está bien cocido y espeso hay que poner una cucharada de mostillo caliente sobre un plato y dejar que se enfríe, y cuando esté frío ponerlo boca abajo: si no se despega, es que ya está listo. Entonces se retira del fuego, se añade la ralladura de un limón, canela molida y, con todas las fuerzas de que uno disponga, se darán vueltas al producto para que todo se mezcle bien. Seguidamente, y todavía en caliente, hay que repartirlo en platos, moldes o recipientes pequeños. Cuando se enfríe, quedará completamente sólido.

El otoño es también la época del membrillo. Cuando menciono esa palabra, todavía puedo oler, a pesar de que ya ha llovido mucho desde entonces, el aroma que desprendían los cajones de los armarios y las cómodas de la casa de mi abuela, que solía introducir aquí y allá los amarillos frutos. Me gustaría repetir esa costumbre hoy en mi hogar, pero no tengo membrillos a mano. Solamente queda un triste árbol en el corral de la casa de mi infancia, que resiste, con su tronco retorcido, añorando horas mejores en las que estaba rodeado de muchos compañeros, y que apenas da ya fruto por viejo... La carne de membrillo es un dulce que también se elabora en el otoño, cuando maduran los frutos. Una vez recolectados, hay que empezar escaldándolos para poder pelarlos bien (están cubiertos por una pelusilla que puede irritar las pieles más sensibles). Se les quita la cáscara y la parte central. En una cacerola colocaremos el membrillo, azúcar (la misma cantidad que de membrillo; es decir: un kilo de azúcar por cada kilo de membrillo), y un poco de agua y se deja cocer a fuego lento, removiéndolo constantemente, para evitar que el fondo se agarre. Cuando esté espeso y adquiera un tono dorado, haremos la misma prueba que con el membrillo, la de la cucharada en el plato: si no se despega, ya está en su punto. Luego se reparte en diversos recipientes y cuando se enfríe, ya se puede comer. Es muy fácil de elaborar, ¡y menuda cantidad de calorías que nos echamos para el cuerpo! El dulce de membrillo casero no tiene nada que ver con el que venden industrial. Y con queso, sabe a beso...

He dejado para el final un postre que combina los dos ingredientes estrella de los platos anteriores. Y es que para hacer arrope al estilo manchego -ya sé que en otros lugares lo hacen con calabaza- son necesarios: una manzana, una raja de melón, un membrillo y un litro de mosto ya cocido. Cuando estén limpias las frutas, las troceamos y las ponemos a hervir con el mosto a fuego lento. Las dejaremos cocer hasta que el producto tome la consistencia de un jarabe. Entonces, se retira del fuego y cuando este frío, ya se puede comer. Este postre está especialmente indicado para los que sean auténticos golosos -"galgos", decimos en mi tierra- porque resulta extremadamente dulce.

No he presentado aquí postres exquisitos o muy refinados. Se trata de postres sencillos, humildes, elaborados con productos que los hombres y mujeres del campo tienen a mano. Postres que han endulzado generación tras generación, la dura vida de personas que con el sudor de su frente han doblegado una tierra extrema y dura como la Mancha.

Foto del autor.

miércoles, 7 de marzo de 2012

"Follies" o la vida es un musical


Un musical ha tomado por dos meses el teatro Español de la madrileña plaza de Santa Ana. Follies, en su estreno en nuestro país dirigido por Mario Gas, nos lleva a atravesar una vez más la difusa frontera entre el mundo real y la ficción. ¿Es acaso otra cosa el teatro?

Santa Ana es una de las plazas más populares de Madrid. Cercana a la abigarrada Puerta del Sol, y situada a medio camino entre la bellísima plaza de Canalejas y la ruidosa de Benavente, se ha convertido hoy día en el centro neurálgico del turismo, sobre todo internacional, que visita la capital de España. Es la puerta de acceso al rebautizado no hace mucho como “Barrio de las Letras”, antes la zona de Huertas. En la década de los ochenta, durante los años de la universidad, era mi zona preferida para salir los sábados por la noche. No estaba tan limpia de coches, pero sí menos atiborrada de “guiris”. Un abigarrado mercado de artesanía ocupaba su parte central; recuerdo la tristeza que sentí cuando me enteré de la noticia de la prohibición del mismo a principios de los noventa. Muchas noches animadas pasé allí bajo la adusta mirada de Calderón de la Barca, inmortalizado en piedra en 1878 por el escultor gerundense Juan Figueras y Vila. Y vi colocar en ella en 1986 la estatua de Lorca, en actitud eterna de soltar una paloma, tal como lo imaginó Julio López Hernández. Ambos insignes escritores están circundados por numerosos restaurantes, cafeterías y bares de tapas, que inundan con sus terrazas el cuadrilátero, y que apenas dejan espacio para los paseantes. Entre ellos, el famoso Villa Rosa, con su característica decoración de azulejos en sus fachadas, utilizado como escenario por Almodóvar en su película Kika; la centenaria cafetería La Suiza, o la Cervecería Alemana, visitada en otros tiempos por el mismísmo Hemingway -¿dónde no estuvo este hombre?-. Orna el lado oeste de la plaza el Gran Hotel Reina Victoria, más bello antes que ahora, sin los neones que le ha colocado la cadena que lo adquirió hace un tiempo; el “hotel de los toreros”, donde gustaban alojarse cuando venían a los festejos de las Ventas.

Y mirando cara a cara a Calderón y Federico, orgulloso de haber llevado sus obras decenas de veces a sus tablas, se levanta en el lado opuesto el teatro Español. Puede presumir la sala de ser la única de Madrid que se alza en el mismo lugar que ocupara un antiguo corral de comedias del siglo XVI: Felipe II autorizó a la Cofradía de la Sagrada Pasión a erigir un espacio escénico en 1565, que con el paso del tiempo se conoció con los nombres de Corral del Príncipe y Corral de la Pacheca. Derribado en el siglo XVIII, se edificó en el solar un teatro “a la italiana”, que se incendió completamente a inicios del XIX, reedificándose de nuevo con planos de Villanueva. Poco tenemos hoy en día de la obra del arquitecto del Prado: numerosas reformas y fuegos, el último en 1975, lo convirtieron en lo que hoy conocemos, pasando definitivamente a propiedad del ayuntamiento de Madrid.

Entré, mezclado con el gentío que hacía creíble el cartel de que no había billetes para la representación de ese día, en el patio de butacas de la hermosa sala principal. Desde mi localidad alcé la vista hacia los cuatro pisos de palcos, rematados por el alto anfiteatro; me acordé de muchos lejanos días del espectador en los que me sentaba en las últimas filas del gallinero. Tiempos felices. Y aguardé el comienzo de la función.

Esa tarde iba a presenciar un musical, un tipo de espectáculo no muy habitual en la plaza de Santa Ana antes de que el actual director, Mario Gas, cogiera las riendas del teatro. Se trataba de Follies, obra del americano Stephen Sondheim, con libreto de James Goldman. Después de disfrutar en el mismo escenario con la producción de Sweeny Todd, la historia del barbero diabólico de la calle Fleet, también creación de Sondheim, llevada al cine por Tim Burton, y adaptada por Gas, creía que no me defraudaría esta nueva aventura. Era un montaje muy ambicioso y con un elenco de artistas nada desdeñable.

Se apagaron las luces y comenzaron a desfilar por el escenario los fantasmas de las coristas que actuaban treinta años atrás –el tiempo presente de la acción es 1971- en un teatro de revista que está a punto de ser demolido para construir un aparcamiento. Una historia muy frecuente en nuestros tiempos. Allí, Dimitri Weissmann, su dueño –el propio Mario Gas interpreta a este personaje- ha citado a todos los artistas que habían actuado en él a lo largo de tres décadas en las que se habían montado cientos de “follies”, espectáculos de variedades muy populares en Nueva York hasta la segunda guerra mundial. Van llegando los invitados y, embargados por los recuerdos, en un nostálgico flash-back, comienzan a rememoran lo que fueron sus años de juventud. Y entonces, entre vidas conformistas y acomodadas o sensaciones de haber dejado algún fleco pendiente, se dejan seducir por la tentación de querer enmendar los errores cometidos en el pasado.

Las protagonistas de estos recuerdos son las chicas Weissmann, bellezas hoy ajadas, que derrocharon glamour en tantas y tantas noches gloriosas. Unas han optado por no despertar del sueño y seguir viviendo como si esos tiempos no hubieran pasado; otras han envejecido dignamente y se conforman con mantener viva la memoria; algunas tienen aún la ilusión de ser felices... La historia personal de cada una está perfectamente perfilada por el texto de Goldman, muy bien traducido por Roser Batalla y Roger Peña. Y todo trufado con bellísimos números musicales –Aquel tren que pasó, La chica perfecta, Loveland...- al más puro estilo Broadway, donde estos días también se representa la función. La orquesta Manuel Gas, dirigida por Pladellorens, acompañaba las voces de unos actores que, sin haber cantado muchos de ellos nunca en escena, afrontaban sus números con gran soltura; se notaba el arduo trabajo de producción y los muchos ensayos que llevaban encima. Los arropaba un bien coordinado cuerpo de bailarines.

Todos magníficos, todos perfectamente en su papel, pero destacaría la actuación de la incombustible Massiel, felizmente recuperada para las tablas, que borda el papel de Carlota Campion, una vampiresa que presume de utilizar a los hombres como si fueran pañuelos desechables y que quiere aprovechar intensamente la existencia. Un rol hecho exactamente a la medida de la actriz-cantante; se diría que Sondheim y Goldman lo hubiesen creado expresamente para ella. Cuando terminó de cantar su número, Aquí estoy, toda una declaración de amor por la vida, del público surgió de forma espontánea una gran ovación. La misma que acompañó el solo de la entrañable Asunción Balaguer, que con más de ochenta años, cantó y bailó y ejecutó su papel de Hattie Walter con gran profesionalidad y simpatía. ¡Qué vitalidad la de esta señora!

Pero sería injusto no hacer una mención en esta crónica del cuarteto protagonista de la trama. Su historia frustrada de amor y desamor, que comenzó tres décadas atrás, es el hilo conductor de la obra. Y además son los encargados de cerrarla con una gran apoteosis final, que sorprende al espectador cuando cree que la función va a concluir. En ella, en varios números musicales antológicos que resumen lo mejor de las revistas de variedades –escalera luminosa incluida- desgranan sus deseos, esperanzas e ilusiones que no se van a cumplir, ni siquiera treinta años después, por ese terrible conformismo en el que más o menos caemos la mayor parte de los mortales. Carlos Hipólito, gran revelación del espectáculo por su bello timbre de voz, en el papel de Benjamin Stone, un hombre que nunca podrá ser feliz porque nunca ha encontrado el amor; su mujer, Phyllis, encarnada por la versátil Vicky Peña, que ya hace mucho que ha desistido de tratar de que su marido la quiera; la idealista Sally Durand, toda la vida enamorada del hombre que se casó con su mejor amiga, revivida por Muntsa Rius, gran voz; y el Buddy Plummer de Pep Molina, unido a Sally, pero de la que nunca obtendrá su corazón. Todo un auténtico póquer de ases. Su tragedia personal es presentada al espectador con la técnica del salto atrás temporal: cuatro actores jóvenes desgranan las ilusiones de las dos parejas en el pasado; hasta que llega el momento en que las historias de los dos grupos se entremezclan y cada uno de ellos se enfrenta y dialoga con el que fue treinta años atrás.

That´s entertaiment!, espectáculo puro. Tres horas de diversión que nos hacen olvidar, oyendo las pegadizas canciones, y viendo moverse con destreza al cuerpo de ballet, unos problemas que traspasamos a esos seres de ficción que se mueven detrás de la cuarta pared del escenario. Y es que, en definitiva, la vida es, o mejor dicho, debería ser, un musical. ¿O no suenan mejor las cosas cuando se dicen cantando?

Fuente foto cartel: www teatroespanol.es

viernes, 2 de marzo de 2012

Azul, azul intenso, blanco y gris


El Viajero se adentra en el valle de sus sueños y sus recuerdos, el valle de Alcudia, en los límites de la Mancha y Andalucía, y contempla sus inmensidades y sus bellos cielos.

Enderezó por una senda que se abría tras una reja canadiense. Ante él se presentó la inmensidad del valle: esa gran extensión en el límite de la Mancha y Andalucía, moteada en otros tiempos de ventas que servían de descanso al caminante. Recordó en ese momento el comienzo de Rinconete y Cortadillo y se preguntó dónde estaría la famosa venta del Molinillo en la que se conocieron los pícaros cervantinos. Y es que el Valle de Alcudia fue un lugar de mucho trasiego en otros tiempos: lo atravesaba el Camino Real, único paso en los Siglos de Oro para las tierras del sur. Ahora, mucho más tranquilo que en esas épocas doradas, aparecía a los ojos del Viajero como si durmiera la siesta. Sólo unos cuantos rebaños de ovejas, pacían en la lejanía, aprovechando las briznas de hierba que las pocas lluvias de ese seco otoño habían hecho brotar.

Miró hacia el cielo. Sus ojos se llenaron de azul, un azul intenso, inmaculado, apenas manchado por algún que otro jirón de nubes caprichosas que jugaban en el horizonte con las alturas de Sierra Madrona. Había llegado, tras un breve paseo, a un retamar que ocupaba una pequeña meseta bordeada por un riachuelo que estaba pidiendo a gritos aguas a un avaro cielo que se resistía a soltar su tesoro. Tampoco parecía que ese día fuera a llover: el pequeño regato prolongaría su agonía. El Viajero contempló las retamas: eran casi árboles; sus troncos leñosos se retorcían alcanzando una altura de más de dos metros. Le pareció un lugar agradable para descansar.


Se detuvo, y sentado se abandonó a la tarea de escuchar el sonido de las pocas aguas que el arroyo llevaba; se sentía bien. Súbitamente llegaron balidos lejanos y los gritos de un pastor que trataba de impedir que su grey se dispersara. Otra vez ese azul, un azul infinito... No pudo resistir la presión de tanto azul en sus pupilas y tuvo que cerrar los ojos. No supo cuánto tiempo se mantuvo así. No veía nada, pero hasta sus oídos llegaron los trinos de alguna ave que se posó en la retama que le daba sombra -¿tal vez algún petirrojo, o sería un humilde vencejo?; el agua seguía su discurrir monótono, también le llegó el zumbido de un abejorro que buscaba flores que libar, escasas en aquella zona... Hasta su olfato se acercaban efluvios de romero y cantueso.

No pudo estar más tiempo privado del sentido de la vista y entreabrió los parpados. Tras recuperarse de la ceguera momentánea que le provocó la luz, se percató de que el cielo había dejado de ser tan azul. Los blancos y los grises de las nubes habían ganado terreno y estaban ocultando por momentos al sol. Eran nubes caprichosas, de formas muy variadas. Se acordó de aquellos años de infancia cuando, tumbado en la manta de campo que llevaban en sus salidas de domingo, jugaba con sus padres a adivinar qué forma tenían las nubes: "Mira, ¡un avión!, ¡esa parece un águila!, ¡aquella es una palmera...!". Quiso volver a jugar, y descubrió en la bóveda celeste mil y una formas curiosas que intentó captar con su máquina fotográfica.

Cuando la tarde empezó a caer, pensó en regresar. Antes de abandonar definitivamente el lugar, quiso despedirse de esas nubes que lo habían hecho volver a tiempos pretéritos más felices e inocentes. En el lejano horizonte, creyó descubrir la sonrisa de un formidable cúmulonimbo que le decía adiós.

Fotos del autor.