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miércoles, 29 de febrero de 2012

Yo, también, quiero ser llorando el hortelano


Sentido y mínimo homenaje al gran poeta oriolano, Miguel Hernández, escrito en el año de su centenario.

Ha amanecido un sábado gris. Contemplo caer la lluvia con monotonía tras los cristales de la ventana de mi escritorio. Miro el calendario: es 30 de octubre de 2010, Miguel Hernández Gilabert hubiera cumplido hoy cien años. Miguel, el poeta, el sufridor, el luchador, el revolucionario, no llegó a cumplir los treinta y dos. En la triste enfermería de la prisión de Alicante, dejó de existir la madrugada del 28 de marzo de 1942, cuando la primavera volvía a "pajarear por los altos andamios de las flores". Su muerte y su entierro fueron muy tristes. No podría cantar nunca más el poeta pastor al mes de mayo, ese que alegraba su alma juvenil cuando traía “correhuelas y albahacas / a la entrada de la aldea / y al umbral de las ventanas".

Habían pasado algo más de treinta y un años desde que el niño Miguel vio la luz en la localidad alicantina de Orihuela en el seno de una familia acomodada: su padre era tratante de ganado. Sus primeros estudios los hizo en las escuelas del Ave María; allí conoció a alguien que marcará su vida de forma decisiva: su gran amigo José Ramón Marín Gutiérrez, más conocido como Ramón Sijé, "con quien tanto quería", y a quien dedicará su poema, quizás, más célebre: su sentida Elegía. Nos han contado siempre en el colegio que Miguel Hernández fue autodidacta, que no pudo estudiar por la oposición de su padre, y que fue obligado por el mismo a atender su ganado. Todos nos forjamos en nuestra imaginación infantil la imagen del jovencísimo aspirante a poeta, recostado en el tronco de una encina, leyendo y aprendiendo por su cuenta, mientras vigilaba a sus cabritas. Algo de verdad hay en esto: su padre lo sacó del colegio por necesidades del negocio, pero Miguel tenía ya quince años cuando abandonó la escuela, y había recibido una buena formación básica. Comenzó a leer con avidez todo lo que caía en sus manos. Ya por aquel entonces escribió sus primeros versos y participó en la vida cultural de su localidad.

Pero su patria chica era un límite muy estrecho para su ambición. El dos de diciembre de 1931, cuando tenía veintiún años, llega el joven aspirante a poeta a la estación de Atocha, ligero de equipaje material, pero cargado de ese otro pesado fardo que suponen las ilusiones y los sueños por cumplir. Volvió desencantado a su pueblo. Tuvo que realizar un nuevo viaje en 1934, este ya definitivo, porque por fin va a adentrarse en el ambiente literario de la capital republicana. Ya tenía cierta fama de poeta novel: había publicado en 1933 las octavas reales de su Perito en lunas ("¡Lunas! Como gobiernas, como bronces, / siempre en mudanza, siempre dando vueltas. / Cuando me voy a la vereda, entonces / las veo desfilar, libres, esbeltas), ese prodigioso alarde gongorino. En Madrid participará en las Misiones Pedagógicas, y conoce a su mentor: Pablo Neruda, y a los poetas del 27 Vicente Aleixandre y Federico García Lorca. Pero el exquisito autor del Romancero Gitano, no sentía mucha simpatía por el "palurdo" poeta de Orihuela: cuentan que llegó a dar órdenes expresas de que no le dejaran entrar a los actos y reuniones a las que él acudía, porque sentía alergia a los rústicos que no cuidaban su aspecto físico y su indumentaria; no soportaba sus pantalones de pana. ¡Siempre genial y diferente Lorca! En 1935 muere su amigo Ramón Sijé, y publica su Elegía ("Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano.)

Y finalmente la guerra, la terrible y desgraciada Guerra Civil. Todas las guerras son tristes. Pero, ¿hay alguna guerra más triste y más contraria a natura que una guerra intestina, una guerra entre hermanos? Miguel lucha en el bando republicano; y no solo con las armas, también con la palabra: "Para la libertad sangro, lucho, pervivo. / Para la libertad, mis ojos y mis manos,/ como un árbol carnal, generoso y cautivo, / doy a los cirujanos". El rayo que no cesa, Viento del pueblo ("Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran, / me esparcen el corazón / y me aventan la garganta."), Teatro en la guerra... tratan de sembrar en las almas de los "hombres jornaleros" el ánimo y la esperanza en el triunfo. En la guerra se casa, por fin, con su gran amor: Josefina Manresa, y también llega el nacimiento y la muerte de su primer hijo: Manuel Miguel, contrarrestada por la alegría del nacimiento del segundo, a quien la pareja decide ponerle el mismo nombre, y a quien, desde la cárcel, dedica sus Nanas de la cebolla.

La guerra termina. Un intento de huída a Portugal, detención, prisión en Huelva, Sevilla, Madrid y condena a muerte. En su encierro madrileño de Torrijos, donde recibe la condena, coincide con Buero Vallejo. Conocedor de las dotes pictóricas del que después será el más importante dramaturgo del siglo XX español, y temeroso de que su hijo, al que llevaba sin ver mucho tiempo, no le reconociera, le pide al amigo que le haga un retrato, para enviárselo. La cabeza dibujada a lápiz, que figura como ilustración de este escrito, se ha convertido en el icono más célebre de nuestro poeta. Se la envió a Josefina con esta nota, que transcribo por lo que tiene de tierna y emotiva: "No quiero dejar de cumplir en lo que pueda mi palabra, y ya que no puedo ir de carne y hueso, iré de lápiz, o sea, dibujado por un compañero de fatigas, como verás, bastante bien. Se lo enseñarás al niño todos los días, para que vaya conociéndome, y así no me extrañará cuando me vea".

La pena de muerte es finalmente conmutada por la de 30 años de encierro. Tras pasar por los centros penitenciales de Palencia y Ocaña -¡cuánto trasiego para la débil salud de Miguel!-, llega el traslado a Alicante. Su grave afección pulmonar complicada con tuberculosis le lleva a solicitar a la dirección de la prisión su traslado al Sanatorio de Tuberculosos de Porta Coeli en Valencia. ¡Cuánta ruindad llenaría el pecho de los vencedores que chantajearon al enfermo: si quería ser trasladado, debería firmar un documento en el que prohibía la edición de su Viento del pueblo en España y los países de habla hispana! Podemos imaginar cuál fue su respuesta. Su muerte fue triste y su entierro también: sólo cinco personas acompañaron su féretro. Pero en ese sábado de pasión de 1942, Miguel Hernández nació de nuevo para vivir a partir de entonces una vida eterna y universal.

Mi primer contacto con la obra de Miguel fue muy temprano. Tendría yo unos ocho o diez años. En casa de mis tíos, junto con otros discos famosísimos de la época: Mocedades, Paco de Lucía, Alberto Cortez, Cecilia, Mari Trini, Nino Bravo... descubrí uno que, no sé por qué, me llamó más la atención que los otros. Quizás reminiscencias de algún poema leído en clase, en aquel famoso libro de lectura de la editorial Santillana: Senda, que tal vez alguno de los que lean este artículo conozcan, despertó mi curiosidad infantil, cuando vi escrito en la funda el nombre de Miguel Hernández. Se trataba de esas versiones musicadas maravillosas que hizo Serrat de los poemas del alicantino. Lo oía y lo oía hasta la saciedad. Como yo no tenía en casa tocadiscos, lo grabé en una cinta de cassette, de esas que girábamos con el boli bic cuando se atrancaban o queríamos rebobinarlas manualmente. De estas canciones, todavía con las notas del cantautor catalán dando vueltas en mi cabecita, pasé al papel impreso. Comencé entonces a leer los versos de Miguel, y no he dejado de recurrir a ellos en diversos momentos y episodios de mi vida.

Es por eso que esta mañana de sábado gris, cuando me han recordado los medios de comunicación que Miguel podría haber cumplido hoy los cien años, he querido sumarme con este humildísimo, modesto, homenaje, a todos los actos institucionales y de particulares que quieren rememorar su figura. Yo también lloro hoy la muerte del amigo, y riego, como el hortelano, su tierra con mis lágrimas, y lo convoco "a las aladas almas de las rosas / del almendro de nata", para hablar de muchas, muchísimas cosas, "compañero del alma, compañero".

jueves, 23 de febrero de 2012

Si un tiempo fuertes, ya desmoronados

Paseo por los restos de un pasado glorioso: conventos, iglesias y casonas nobles que aún guardan, orgullosos, muestras de esplendores hoy ya lejanos.

El Viajero llega a Huete casi por casualidad. Ha oído hablar de esta pequeña población de apenas dos mil habitantes, emplazada en la Alcarria de Cuenca, y este soleado domingo de finales de octubre, aún desviándose bastante de su ruta, decide visitarla. El entramado de nuevas autovías nacionales y autonómicas facilita su llegada. "A este paso, no van a dejar un palmo de campo", piensa mientras se alegra de circular ya por carreteras secundarias bordeadas de campos de girasoles que, tristes y ajados, se preparan a recibir el invierno, después de haber sido despreciados por sus sembradores. Aquí y allá salpican el paisaje unos pocos chopos que anuncian la presencia de un riachuelo cercano. Tras un pronunciado cambio de rasante comienzan a verse las primeras casas.

Aparca el coche a la entrada del pueblo. No gusta el Viajero de entrar en los lugares que visita hasta el mismo centro con su vehículo. Prefiere el placer de recibir la primera impresión a pie. Y en esta ocasión, la primera mirada al lugar que está ansioso por descubrir, le ha defraudado. Unas calles con naves construidas para guardar aperos de labranza o materiales de construcción, casas con fachadas decoradas de la manera más variopinta, mezclando materiales tan diversos como el cemento, los azulejos o las plaquetas de terrazo, algunas a medio derruir, solares en los que se hacinan los escombros lo reciben. ¿Había sido buena idea desviarse hasta allí? Pero como no es persona que se conforme con impresiones primerizas, continúa su caminar.

Una pequeña plaza en la que se alinean unos cuantos cipreses, sirve al caminante para reconciliarse con su destino. Se ha topado con la iglesia de Santo Domingo, lo que queda de un convento desamortizado por Mendizábal. El ministro de la regente María Cristina hizo mucho daño en esta localidad. Se aproxima hasta su portada renacentista e intenta abrirla para acceder a su interior. Está cerrada. Después se entera de que la iglesia está en venta. Fue adquirida hace unos años por un vecino que pensaba convertirla en una sala de fiestas a una familia de Huete que la había ido heredando de generación en generación después de la desamortización. La iglesia, que hoy se utiliza por algunos vecinos como garaje de maquinaria agrícola, pide a gritos una restauración. Desde esta plaza se divisa lo que queda de un castillo que vigila desde un cerro cercano la vida cotidiana de los optenses.

Sigue su deambular y se topa el viajero con otro convento: el de los Mercedarios. Este ha tenido más suerte que su vecino de Santo Domingo. Se conserva su iglesia que, milagrosamente, sobrevivió a desamortizaciones y guerras -la civil hizo mucho daño aquí- y hoy todavía conserva el culto. Allí tienen su sede los "juanistas". Y es que debe saber el lector que en Huete hay dos bandos que dividen al pueblo: los "juanistas", habitantes del barrio de San Juan, y los "quiterios", del distrito de santa Quiteria. Celebran sus fiestas por separado, y llega a tanto la rivalidad que, incluso, no son bien vistos los matrimonios mixtos entre los pertenecientes a diferentes facciones. La sencilla portada principal de la iglesia se enmarca en la fachada del edificio que sobrecoge por sus más de cien ventanas, todas ellas con sus correspondientes rejas, forjadas a mano en yunques de artesanos de antaño; tarea hoy imposible de repetir. Orgulloso, el funcionario que guarda la puerta de acceso recuerda que en ese convento, en sus mejores días, hubo más de trescientos frailes. No deja nuestro paseante de deambular por las salas que aún quedan en pie del edificio, muy restauradas, eso sí. Hoy en día albergan un salón de actos, situado en el antiguo refectorio, salas de exposiciones y dos museos: el de Arte Contemporáneo y el de Etnografía, que no son nada despreciables, y de los que está orgullosa la pequeña localidad. La escalera barroca, transformada en el XVIII, de acceso a la planta principal, ha sido perfectamente restaurada y, gracias a ella, puede el visitante hacerse una idea de la riqueza de este lugar en sus tiempos dorados.

Las casas solariegas, que aún conservan sus escudos heráldicos, se suceden mezcladas con las construcciones modernas de evidente peor gusto. No puede imaginarse el que lea estas palabras que Huete es un pueblo como Santillana del Mar o Almagro, donde no hay un edificio que desentone del conjunto general. Huete es una villa que ha sufrido una terrible decadencia en los siglos XIX y XX, y en la que se ha cebado la emigración de los cincuenta, sesenta y setenta. Ha sido en los últimos años cuando los optenses han visto restaurar y conservar su patrimonio, pero aún queda mucho por hacer. Con estas reflexiones, el Viajero pasa delante de las casas de los Amoraga, los Salcedo, los Montalbo, los condes de Garcinarro... y otros apellidos ilustres que dieron brillo a este pueblo de la Alcarria en otros siglos, y llega a la torre del Reloj, anexa a una de los pocas puertas que quedan de la muralla. Allí un anciano, uno de estos ancianos que dormitan al sol en los bancos de tantas plazas de tantos pueblos castellanos, entabla conversación con él, y le cuenta la historia de la vecina del pueblo que ascendía a diario durante más de cincuenta años hasta la maquinaria del reloj para darle cuerda manualmente. No lo hacía de forma altruísta: le pagaban una peseta por subida. Agradecido, abandona el Viajero a su amable anfitrión y decide tomar una empinada calle para llegar a una ruinas góticas: el ábside de la desaparecida iglesia de Santa María de Atienza, una de las diez parroquias con las que Huete contó en tiempos gloriosos. Tiene algo de romántico, y
se deleita con la contemplación de estas piedras, dignas de ambientar alguna escena de El trovador o Lucía de Lammermoor o de inspirar alguna leyenda del sevillano Bécquer. Vuelve súbitamente a su siglo XXI, siglo de prisas y de estrés y, cuando mira el reloj, se da cuenta de que ha de correr si no quiere encontrar cerrado el último y más importante monumento de ese rincón conquense: el convento -¡otro!- de Justinianas de Jesús y María.

El Cristo, como llaman los optenses a su convento más querido, es un edificio que hoy está en proceso de restauración y que tiene dos portadas: una gótica, y otra más nueva del siglo XVI en la que, entre varias virtudes teologales, puede contemplarse la Adoración de los Magos. Fue un convento fundado por don Marcos de Parada, canónigo de la catedral de Cuenca, que tenían por aquellos años muchos poderes tales canónigos, y tampoco se escapó de la desamortización de nuestro amigo Mendizábal. Su estado ha sido ruinoso hasta hace muy poco. La portada que alberga el altorrelieve de la Adoración se atribuye nada menos que a Andrés de Vandelvira. No puede evitar trasladarse con la imaginación el Viajero a las lejanas tierras de Úbeda, donde este arquitecto-escultor dejó su impronta en la impresionante iglesia del Salvador, amén de su colaboración en la catedral jienense. La iglesia no puede visitarla, pero sí pasea bajo las arcadas de medio punto de su espectacular claustro cuadrado, con su fuentecilla y su pozo, y admira su inusual y curiosa torre campanario triangular.

El sol ya está muy alto. El caminante dirige sus pasos, ya cansados, hacia su vehículo. Ha añadido a su agenda de lugares entrañables ese modesto pueblecito de la Alcarria de Cuenca. Ahora, mientras se abrocha el cinturón de seguridad, le viene a la mente el célébre soneto de Quevedo y desea fervientemente que los muros de Huete, "si un tiempo fuertes, ya desmoronados", recobren sus esplendores pasados.

Fotos del autor

domingo, 12 de febrero de 2012

Impresiones otoñales de un Viajero en Madrid



Madrid en una mágica estación: el otoño. Y un lugar no menos mágico: el parque del Retiro.

Se había convertido en una costumbre. Cuando el otoño comenzaba a dorar las hojas de los árboles y los días se hacían más cortos y frescos, el Viajero reservaba en su apretada agenda de fin de semana unas horas para pasear por el Retiro. Ese año no iba a ser menos. Era domingo, no sería una mañana tranquila en el parque madrileño, pero eso no le hizo cambiar de idea; a veces, la multitud ofrecía estampas que no podían encontrarse en solitarias mañanas de diario. Hacia el parque encaminó sus pasos.

Había amanecido una mañana radiante. El día anterior no había parado de llover: lo poco que el Viajero pudo circular por las siempre atiborradas calles céntricas de la ciudad, lo hizo con los pies empapados, pisando charcos y cruzando travesías por las que el agua bajaba como un río desbordado. Por eso se alegró al salir a la calle y sentir en su rostro el calor del sol otoñal. Se dirigió hacia el metro. Pero cuando estaba a punto de comprar el billete decidió caminar: no era cuestión de desperdiciar ningún momento de esa mañana tan bella transitando bajo tierra como los topos. Se acercaría a su destino a pie.

Ese día entró al parque por una zona que no conocía y se encontró con una estampa romántica que le conmovió: muy cerca de la agitada calle O´Donnel, lo saludaron las ruinas románicas de la iglesia de San Isidoro. ¡Más de un siglo colocadas en ese lugar y el viajero nunca las había visto o, al menos, no lo recordaba! El Retiro siempre reservaba alguna sorpresa. La hiedra crecía por los pocos arcos abocinados que quedaban en pie. Y a través de ellos, podían verse los edificios nuevos. ¡Extraña fusión entre tradición y modernidad!- pensó. Frente a estas ruinas, un palacete situado en el centro de un pequeño lago, reflejaba su imagen en las límpidas aguas.

Abandonando este lugar que se le antojó mágico, se adentró por calles bordeadas de setos. Pisaba las primeras hojas amarillas de los castaños de indias y muchos de sus frutos: castañas que, hacía muchos años, lleno de curiosidad había probado, y que le dejaron en la boca un sabor entre ácido y amargo que no pudo quitarse en todo el día. Sonrió al recordar la cara de susto de su madre cuando lo vio meterse en la boca la castaña. "¡Niño, ¿qué haces?, que te vas a envenenar..." No se envenenó ese niño que hoy, muchos años después, sintió de nuevo deseos de volver a morder las bayas que ahora pisaba, pero no se atrevió por ese gusto extraño que no quería volver a sentir. Sus ojos se llenaron de amarillos y ocres que, combinados con los verdes de la hierba todavía mojada por la lluvia del día anterior, formaban una estampa digna de ser inmortalizada por el mejor de los pintores impresionistas. Respiró hondo, se sentó unos minutos en un banco, y dio rienda suelta a sus ensoñaciones.

Se decidió a reemprender la marcha. Súbitamente se vio envuelto en el bullicio de la multitud que se agolpaba en las orillas del estanque. Accedió a él por la parte trasera del monumento a Alfonso XII. En sus escalinatas, grupos de jóvenes charlaban animadamente. Muchos turistas no paraban de hacer fotos. No los censuró: era uno de los rincones más fotogénicos de Madrid. Se acercó a uno de los imponentes leones y tocó el bronce verdoso: "Buena idea fue la de sustituir los originales por estos más resistentes", pensó entonces. Se apoyó en la barandilla metálica y pasó largos minutos contemplando las barcas de las que salían conversaciones animadas. Decidió avanzar.

Tras bordear la masa de agua, se mezcló con la abigarrada multitud que, en el Salón del Estanque, se arremolinaba en grupos que contemplaban el espectáculo de un mago callejero, se sorprendían ante la vista de una originalísima escultura humana, o se dejaban retratar por artistas que exhibían en sus puestos imágenes de actores y políticos famosos. Se detuvo un momento a contemplar las caras felices de un grupo de niños que, absortos, contemplaban un teatrillo de títeres. Después descendió hasta el Palacio de Cristal, dejando a un lado la Casa de Vacas. A pesar de que todas las orillas del pequeño lago estaban llenas, logró hacerse un hueco y disfrutar con las evoluciones de los patos y cisnes negros que se disputaban los pedazos de pan que los visitantes les arrojaban. Como cuando era niño, los árboles cuyo nombre no sabía, y que surgían esbeltos de las aguas del lago, le parecieron salidos de un cuento de hadas. Entonces optó por retirarse hacia zonas del parque más tranquilas y anduvo mucho tiempo inmerso en esos colores irreales que solamente el Retiro de Madrid tiene en otoño. Únicamente alguna ardilla despistada que se cruzó en su camino lo sacó de sus cavilaciones.

El sol ya estaba muy alto. El viajero desembocó, casi por azar, en la puerta de Felipe IV. Sus pasos se encaminaron hacia el bullicio de calles menos verdes y arboladas que las que había recorrido hasta ahora. Había cumplido su particular ritual: otra vez había vivido el otoño del Retiro.


Fotos del autor.

lunes, 6 de febrero de 2012

Agosto en el invierno madrileño




Uno de los barrios más castizos de Madrid: el de Lavapiés. Una sala: la del moderno teatro Valle-Inclán, segunda sede del Centro Dramático Nacional. Un espectáculo: Agosto (Condado de Osage). Y un espectador, el Viajero, dispuesto a dejarse hechizar durante casi cuatro horas por los problemas, nada triviales, de la familia Weston.

Siempre me ha gustado mucho el barrio de Lavapiés. Ya en mi época de estudiante en la universidad –entonces los de provincias teníamos que trasladarnos a la capital para poder realizar nuestras carreras- paseaba por allí con cierta frecuencia. Tenía unos amigos que vivían muy cerca, en Antón Martín, y cuando los visitaba, siempre completábamos la tarde o la mañana tomando unos vermús o unos vinos en alguna de las abigarradas tabernas que todavía anunciaban en grandes carteles la venta de vino de Valdepeñas. Muchas veces he entrado a comprar en el entonces Simago de la plaza. Y cuando se hacía un poco tarde y tenía que deambular por alguna de sus calles un poco solitaria, lo hacía con cierto temor; no tenía el barrio muy buena fama, y yo era un jovenzuelo, un poco pardillo, recién llegado de la Mancha.

No era entonces Lavapiés ese crisol de razas en que se ha convertido hoy. El barrio estaba bastante deteriorado y la mayor parte de su población era española, madrileños castizos y emigrantes venidos de todos los lugares de la península. Por eso, cuando esa tarde de viernes me adentré en este pedazo de Madrid, al contemplar los restaurantes y las tiendas indias, chinas, afganas, turcas… no pude evitar sentir cierta añoranza por el otro Lavapiés que yo conocí hace más de veinte años, casi treinta ya. Pero bajando por la calle del Ave María, a mi entender unas de las más bellas de la ciudad, con sus bonitos edificios recién pintados, tan animada siempre a cualquier hora, pensé que algo había ganado el barrio: ahora las autoridades municipales parecían preocuparse mucho más por él; ahora estaba más guapo. Y en estos pensamientos me topé con la gran plaza donde se asienta el moderno Valle-Inclán, ocupando el solar del desaparecido teatro Olimpia. El gentío que ocupaba sus aledaños era una prueba manifiesta del gran interés que había levantado la producción a la que iba a asistir. Las entradas se habían agotado para todas las representaciones.

Ocupé mi localidad, con esa emoción que se siente cuando la función está a punto de comenzar. Mis expectativas eran muchas; había oído hablar sobre el espectáculo en radios y televisiones, y leído numerosos reportajes en la prensa. El norteamericano Tracy Letts, había obtenido con su Agosto (Condado de Osage), nada menos que el premio Pulitzer en el año 2008 y un sonadísimo éxito en Broadway. La versión española estaba a cargo del poeta Luis García Montero. Y el director era Gerardo Vera. Con esos mimbres, no esperaba que la representación me defraudase, pero uno ya está muy escamado, y ha visto muchas obras de autores jóvenes y modernos de las que a veces ha tenido que salirse. Por eso aguardaba el inicio de la función con cierta cautela.

Subió el telón y se hizo visible el decorado: una gran casa de dos plantas y buhardilla abierta por su frente, a modo de enorme casa de muñecas, para que el espectador pudiera observar todo lo que sucedía en su interior. El salón, el comedor, la cocina, el estudio y los dormitorios del piso superior iban a ser el escenario en que se desarrollaría el drama de la familia Weston: el padre, Beverly, desaparece al principio de la trama. La madre, Violet, trata de buscar consuelo en sus tres hijas, que se reúnen, después de mucho tiempo, junto con sus familias, en la mansión paterna. Allí también se encuentran la hermana de la señora Weston, su hijo y su marido. Y el dramatis personae lo completa Johnna, una india osage, perteneciente a la tribu que ocupaba esos campos de Oklahoma antes de que llegaran los blancos, y que fue contratada como ama de llaves por el señor Weston antes de desaparecer. Y todo este variopinto grupo se encierra en esa olla a presión que es la casa, caldeada por el sofocante calor del agosto de la inmensa llanura central norteamericana; un calor que altera los nervios de los protagonistas, que a veces les impide respirar, y que se convierte en leitmotiv del drama.

El texto es ágil y, a pesar de su extensión, no aburre al espectador, que se mete en la trama sin ninguna dificultad. El lenguaje, muy bronco en ocasiones, puede llegar a ofender a los oídos más delicados; pero no creo que en el mundo en que vivimos, nadie se espante por escuchar ciertos exabruptos. El gran García Montero, lo ha adaptado a nuestra idiosincrasia y a nuestra sociedad. Tracy Letts nos hace reír, enfadarnos, llorar, sentir vergüenza, deprimirnos, al mismo tiempo que sus personajes; aunque la historia es un auténtico drama -¡pobre familia!- en muchos momentos de la acción consigue que nos riamos a carcajada limpia. En definitiva, consigue perfectamente la catarsis o purificación que los griegos perseguían en sus tragedias. Creo que todos los que estábamos allí salimos, después de haber visto tanta miseria humana, convencidos de que teníamos que mejorar en la medida de lo posible nuestras vidas.

La estrella del espectáculo fue, como lo corroboró la gran ovación con la que le regaló el público puesto en pie cuando salió a saludar, Amparo Baró. A sus setenta y cinco años encarnó perfectamente el rol de esa madre fuerte, autoritaria, adicta a los medicamentos y aquejada de grandes dolores por padecer un cáncer de boca. Había que subir y bajar muchas veces las escaleras que unían su habitación con las zonas comunes de la vivienda, y ella lo hacía con la soltura de una jovenzuela. A modo de una Bernarda Alba americana, mantenía a toda su progenie a raya, a pesar de sus muchas limitaciones físicas y mentales. Carmen Machi era Bárbara, la hija mayor, que logra hacerse aparentemente con el control en los momentos de más tensión; a pesar de sus muchos problemas y un inminente divorcio, trata de imponer cordura a sus hermanas: Karen –Clara Sanchís-, frívola, con varios fracasos amorosos a sus espaldas y que va a caer de forma irremisible en otro, e Ivy –Alicia Borrachero-, la solterona de la familia que finalmente acaba enamorándose de la persona equivocada. Es de destacar el papel de la jovencísima Irene Escolar que, sin caer en los convencionalismos típicos de Al salir de clase que tanto afean el trabajo de sus compañeros de generación, borda el personaje de Jean, Lolita de catorce años, hija de Bárbara, aficionada al cine y a la marihuana.

La pieza es una crítica feroz al american way of life, a ese modo de vida americano que nos tratan de vender los políticos más rancios y las películas de Doris Day. No deja títere con cabeza: el racismo, el abuso de menores, la drogadicción, la corrupción… son temas que desfilan por esa solitaria casa situada muy cerca de una reserva india. El personaje de Beverly, el patriarca de la familia que desaparece al iniciarse la obra, interpretado por Markos Marín, lo resume muy bien en una frase antológica: “Este país siempre ha sido una casa de putas, pero al menos conservábamos la esperanza. Hoy se ha convertido en un tugurio de mierda”.

No hay nada políticamente correcto en la escena. Los personajes beben y fuman constantemente –eso sí, como se nos aclara en el programa de mano, todos los cigarrillos que se consumen no contienen tabaco-, y se dejan llevar por sus más bajas pasiones. Pero es que la vida es así. Nadie es perfecto, y todo el mundo tiene algo que ocultar, por muy insignificante que sea, bajo su perfecta fachada de presunta corrección. Por todo esto, Agosto, creo que es una obra magnífica. Es teatro en estado puro; ese teatro que no hace concesiones al espectador, sino que le revuelve las tripas para que se plantee y se replantee su vida. Esa vida que, parafraseando a T. S. Eliot, dice el pobre Beverly que es demasiado larga. Enhorabuena al Centro Dramático Nacional por hacernos meditar sobre ello.

Fuente foto del cartel: www.cdn.mcu.es